Tutti Frutti: el templo del underground revive el legendario bar clandestino de los 80 en CDMX, refugio de rock, rebeldía y comunidad. El documental explora cómo este espacio desafió normas sociales y albergó a bandas icónicas, convirtiéndose en símbolo de resistencia cultural. Un testimonio de cuando el arte y la música eran actos políticos
Texto: Andi Sarmiento
Foto: Tomada del teaser oficial
CIUDAD DE MÉXICO. – Dirigido por Laura Ponte y Alex Albert, Tutti Frutti: el templo del underground es un documental que retrata lo que en algún momento fue uno de los mayores espacios de convivencia y rebeldía para los jóvenes de las tribus urbanas en la década de los ochenta.
Tutti Frutti era un bar clandestino ubicado arriba del restaurante Apache 14, en la colonia Lindavista de la Ciudad de México, que tras el terremoto de 1985 quedó a cargo de Brisa Vázquez y Danny Yerna. Aquí llegaron a tocar bandas icónicas del rock mexicano, como Santa Sabina, Caifanes, Maldita Vecindad o La Lupita, entre otras.
Nunca fue un lugar anunciado públicamente; toda su popularidad se debía a las recomendaciones de los asistentes dentro de sus círculos y a los volantes repartidos en la calle. A pesar de ello, el establecimiento permanecía lleno, pues, más allá de la fiesta, se convirtió en un lugar de comunidad donde la gente asistía con recurrencia y existía un ímpetu colectivo por preservar la esencia del espacio.
En un contexto de incertidumbre y desesperanza social —tras años de movilizaciones y abusos de poder, así como una catástrofe que resaltó la corrupción del gobierno—, la fortaleza del país se dio gracias a la unión del pueblo y de sus juventudes, que comenzaron a externar sus sentimientos a través del arte y la protesta. La música se volvió fundamental para denunciar la situación política del país desde las emociones.
Las televisoras y los medios de comunicación no transmitían lo que realmente necesitaba una parte de la población. La música y el arte no respondían al sentir común, sino que se veían más como un entretenimiento, una distracción distante de las inseguridades sociales de la época.
Asimismo, los artistas comerciales seguían propagando estándares de vida. Todo lo que consumimos, lo que tiene un fin viralizable y monetizable, siempre se ha visto influenciado por las creencias y parámetros con los que se mueve la sociedad. De la misma manera, estos también influyen en la difusión de lo que se considera aceptable, imponiendo estándares estéticos e ideológicos.
En México, los grupos de rock y punk de la época sirvieron como respuesta a todos estos factores que no tomaban en cuenta las verdaderas necesidades de una buena parte de la juventud. Demostraron otra forma de hacer música, distinta a lo establecido, retratando sus realidades y externando sus sentimientos en torno a la situación del país.
Es por ello que un espacio como el Tutti Frutti cobró tanta relevancia con el paso de los años, pues sirvió como refugio para todos aquellos que salían de la norma, que cuestionaban su entorno y se identificaban con la música.
Por otro lado, era un espacio seguro y de aceptación dentro de una sociedad rígida y prejuiciosa. Cada quien podía expresarse conforme a lo que realmente creía, y no existía juicio alguno sobre quienes asistían, formando así una fuerte comunidad basada en el respeto, en la que cada persona construía y performaba su verdadera identidad.
Entre baile y cerveza, el lugar se convirtió en una resistencia ante las injusticias y la segregación.
Igualmente, el largometraje nos habla de cómo los espacios influyen en la percepción de las actividades que se realizan. En este caso, el arte y la fiesta se desarrollaban en la clandestinidad, en un espacio reducido y con una comunidad compacta pero leal; entonces, la interacción con los artistas se volvía mucho más cercana, generando una conexión entre ellos y el público, por lo que los ideales compartidos se fortalecían, dado que constantemente se alimentaban y reafirmaban.
Pero todo cambió con la llegada del neoliberalismo, la globalización y la masificación del arte. Con el inicio de los grandes festivales, esta esencia se ha ido transformando a lo largo de los años. Una parte del sentido de análisis y protesta se ha ido perdiendo a medida que grandes monopolios se han adueñado del consumo de la música, haciéndola cada vez más inaccesible y, también, pasajera.
Por eso es importante recordar que la música es política, pues, al igual que el resto de expresiones artísticas, funciona para la formación de una cultura y viceversa. Cuando esta llega a manos de grandes empresarios, su sentido y recepción se transforman, porque deja de producirse para expresar un mensaje y más bien comienza a esparcirse como un producto de comercialización. Espacios como el Tutti Frutti, donde se visibilizan artistas locales y la comunidad se apoya entre sí para responder a las opresiones del sistema, son necesarios para que el arte preserve ese espíritu de cambio, contestatario y revolucionario.
Este documental se puede ver en la Cineteca Nacional, así como en la Cineteca Nacional de las Artes.
Me gusta escribir lo que pienso y siempre busco formas de cambiar el mundo; siempre analizo y observo mi entorno y no puedo estar en un lugar por mucho tiempo
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