A mediados de la década de los 40, mientras se perfeccionaba el arma destructiva más poderosa de la época, la bomba atómica, en otro laboratorio se gestaba la droga que cambiaría para siempre la idea de “percepción”: el LSD. Yendo de los campos centeno a las pipetas, del “viaje” en bicicleta al avión Douglas, de las calles de Basilea al barrio porteño de Recoleta, Damián Huergo reconstruye la historia del LSD y su llegada a la Argentina
Texto: Damián Huergo / Revista Anfibia *
Ilustración: Juan Lacour
El comienzo fue blanco. Blanco el laminado de la mesa de acero con patas de metal. Blanco el portalámpara de cuello redondo en el centro de la sala. Blanco el armario donde se acumulan frascos anchos -con etiquetas blancas- repletos de cornezuelo de centeno. Blanco el delantal que flamea por la sala como un fantasma discreto y prudente. Blanca la piel sin arrugas del hombre congelado en el tiempo y la eternidad, sentado sobre una silla de madera. Blanco el mango de la lupa pegada a su ojo. Blanca la luz que centellea por calles y edificios de Basilea y, con la fuerza de un baldazo de agua, se derrama por el ventanal de doce hojas del ambiente. Blanco el cartel pegado en la puerta, que anuncia con letras negras la Sección Farmacológica del Laboratorio Sandoz.
Y blanca, también, la estampilla pegada en la parte superior del sobre que envuelve una valija. Una valija pequeña, fina, de cuero marrón y duro. Una valija con una veintena de compartimentos del tamaño de un botón, o mejor, del tamaño de una ampolla de LSD. Una valija que cruzará el océano atlántico, que volará al día siguiente, o al otro, con destino a Buenos Aires, Argentina.
El hombre de blanco es Albert Hofmann. Conoce cada detalle del laboratorio, el contenido de cada frasco, el voltaje de cada lámpara que cuelga sobre las mesas sin polvo. Con los ojos cerrados, puede dar cuenta por dónde entra la luz del sol a la mañana y por dónde se evanesce al precipitarse la noche. En verano, sabe qué hojas del ventanal hay que entornar para refrescar el ambiente, y en invierno, por cuál rendija entra un chiflón. Al menos, esa es la sensación que se desprende de las imágenes que lo tienen como protagonista en la galería de fotos blanco y negro del Archivo Corporativo de Novartis, el pulpo que fusionó a los gigantes farmacéuticos Ciba-Geigy y Sandoz en 1996.
Albert Hofmann ingresó en el laboratorio de investigación químico-farmacéutica de la empresa Sandoz de Basilea, en la primavera de 1929, apenas finalizó los estudios de química en la Universidad de Zúrich. Luego de desechar dos ofertas de empresas consolidadas de Basilea, entró como colaborador del profesor doctor Arthur Stoll, fundador y director de la sección farmacéutica. “Elegí ese puesto de trabajo porque me ofrecía la oportunidad de ocuparme en sustancias naturales”, dice en la autobiografía LSD. Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo, publicada por primera vez en 1979.
La sección químico-farmacéutica era un brazo menor en el laboratorio Sandoz. Una especie de burbuja con margen económico para la experimentación y el desarrollo científico. El equipo estaba integrado por cuatro licenciados en química en la sección de investigación y tres en la de producción. El principal objetivo de Stoll, era aislar los activos indemnes de plantas medicinales probadas y presentarlos en forma pura. Con meticulosidad, había inaugurado el análisis de drogas vegetales como el digital (Digitalis), la escila (Scilla maritima) y el cornezuelo de centeno (Secale cornutum).
En 1938, en la víspera de la Segunda Guerra, el laboratorio blanco de Sandoz estalló en un big bang de colores que aún hoy continúa alumbrando nuestras noches y nuestros días.
Durante seis años, Hofmann acompañó al doctor Walter Kreis, uno de los principales colaboradores de Stoll, en la investigación de sustancias activas de la escila. El paso siguiente en su carrera de investigador fue enfocarse en una obsesión propia. En el paréntesis que se abre entre la finalización de una investigación y la apertura de una nueva, Hofmann le anunció a Stoll que tenía una propuesta, que necesitaba conversar con él unos minutos. Cuando quedaron solos en el laboratorio, Hofmann, con calma, luciendo un lenguaje específico, tomando palabras del fondo del placard pero habiéndose garantizado previamente que no tuvieran manchas ni arrugas, le contó que estaba interesado en un nuevo campo de actividades: los alcaloides del cornezuelo de centeno.
No hay registros de los gestos de Stoll al escuchar las palabras. Sin embargo, no es difícil imaginarse una sonrisa llena de dientes, al escuchar que el joven colaborador quería retomar una investigación que el propio Stoll había iniciado casi dos décadas atrás y estaba suspendida sin haberla dado por concluida.
En 1917, cuando Hofmann tenía apenas once años, Stoll comenzó el estudio del cornezuelo de centeno. Al poco tiempo, en 1918, había logrado aislar la ergotamina, el primer alcaloide obtenido en forma químicamente pura, que contribuyó a la elaboración de medicamentos contra la migraña. Luego, por decisión del Laboratorio Sandoz, que priorizó otras líneas de desarrollo, la investigación del cornezuelo de centeno se había detenido.
La conversación entre el maestro y el joven colaborador de la Sección Farmacológica sucedió en 1935. Cuenta Hofmann que Stoll aprobó la solicitud de inmediato, sin dejar de darle, con la misma mano, un empujón de aliento y una advertencia: “Le prevengo contra las dificultades con que se encontrará al trabajar con alcaloides del cornezuelo de centeno. Se trata de sustancias sumamente delicadas, de fácil descomposición y, en cuanto a estabilidad se refiere, muy distintas a las que usted se ha encontrado en el terreno del glicósido cardíaco. Pero si así lo desea, inténtelo”.
En ese diálogo, en esa mano que alentaba y advertía, quedó signada la carrera profesional de Hofmann. De un modo involuntario pero no ingenuo, se empezaron a mover capas ancestrales, suelos geológicos. Apenas tres años después, en 1938, en la víspera de la Segunda Guerra, el laboratorio blanco de Sandoz estalló en un big bang de colores que aún hoy, con los ojos abiertos o cerrados, continúa alumbrando nuestras noches y nuestros días.
Desde Basilea a Buenos Aires hay 11.237 kilómetros. En la década del ́ 50 no había vuelos directos. El primer paso era llegar a Zurich por tierra y, en el aeropuerto, subirse a un avión Douglas DC 4. Luego, una serie de escalas aleatorias: Frankfurt, Madrid, Río de Janeiro, Natal, Ezeiza, en el mejor de los casos. Un total de 36 horas, volando a menos de 4000 metros de altura, soportando turbulencias y tormentas del Atlántico, imposibles de prever porque faltaban 20 años para que un grupo de ingenieros en el sur de Alabama inventara los radares meteorológicos.
Los aviones DC 4 habían sido construidos por la empresa norteamericana Douglas Aircraft Company. Un aporte para los combates aéreos en la Segunda Guerra Mundial. Cuando finalizó el conflicto que había quebrado el mundo en dos, dejaron de transportar soldados, municiones y prisioneros, y empezaron a volar por líneas comerciales y civiles. Aerolíneas de capitales nacionales como Japan Airlines, Australian National Airways o KLM, compraron parte de la escuadra militar, o alguna de las variaciones que armaron los ingenieros aeronáuticos y tuvieron a los DC 4 como modelos.
La empresa Aerolíneas Argentinas, creada en 1949 por un decreto sancionado por el Poder Ejecutivo a cargo de Juan Domingo Perón, también contaba con una flota de aviones Douglas. Se estima que entre los DC 3 y los DC 4, la Argentina sumó 36 aviones para volar a Europa y a Estados Unidos. A principios de la década del ´50, al interior de uno de esos aviones, en uno de los compartimentos sobre los 42 asientos de pasajeros, cubierta por un bolso de cuero de mano, viajaba desde Europa la primera valija con ampollas de LSD, que iba a tocar suelo y bocas y manos y mentes y divanes en la Argentina.
El cornezuelo de centeno es un hongo imperceptible, casi invisible en el paisaje ondulante de los cultivos de cereal. Un inquilino o un parásito que se instala en las espigas de la avena, el trigo, el mijo, el candeal y, claro, el centeno. Un esclerocio menor del tamaño de un dedo, con una forma dura y de color pardo violaceo, que provoca la hipertrofia del grano. En español, en términos científicos, se lo conoce con el nombre Claviceps purpurea. En inglés Spikedrye o, más vulgarmente, Ergot of rye. En francés, seigle ivre, centeno embriagado. Y en alemán, Mutterkorn o Tollkoriz, el grano enloquecido.
En la cultura popular alemana, existe la leyenda de que en los campos sembrados los cereales ondulan no por el soplido del viento sino porque un demonio, “la madre de los granos”, camina envenenando todo lo que toca a su paso.
En la cultura popular alemana, existe la leyenda de que en los campos sembrados, los cereales ondulan no por el soplido del viento sino porque un demonio, “la madre de los granos”, camina entre el medio envenenando todo lo que toca a su paso. Y agregan: cuando la cosecha se echa a perder, se debe a que sus hijos, “los lobos del cornezuelo del centeno”, anduvieron por el territorio, probando sus dientes, alimentando sus cuerpos, antes de huir por el sendero que marca la claridad de la luna hacia la oscuridad absoluta.
Durante la Alta Edad Media, el consumo de pan de centeno contaminado por cornezuelo causó en Europa envenenamientos masivos. “El mal” que había generado epidemias y miles de muertes, como llama Hofmann a los acontecimientos en su autobiografía, apareció bajo la forma de dos características: como peste convulsiva (ergotismus convulsivus), caracterizada por síntomas epileptiformes y convulsiones, y como peste gangrenosa (ergotismus gangrenosus), que se manifestaba en gangrenas que generaban momificaciones en las extremidades. Al ergotismo también se lo conocía como “fuego sacro” o “fuego de San Antonio”, porque eran los antonianos, devotos del santo patrón, quienes se ocupaban de cuidar a los enfermos. En el siglo XVII se encontraron las causas del envenenamiento y, tanto en Europa como en algunas zonas rurales de Rusia, disminuyeron la frecuencia y dejaron de registrarse epidemias. La bola de fuego, encendida en el doblez de un cereal, siguió rodando solo en los libros de historia.
Siguiendo uno de esos principios paradojales que sostienen el equilibrio siempre en tensión del universo, el cornezuelo no solo género muerte y peste, sino también salvó y mejoró vidas. Su primer antecedente como remedio data de 1582. El médico municipal de Frankfurt, Adam Lonitzer, lo usaba como oxitócico para inducir el trabajo de parto. Si bien era un remedio a disposición de las comadronas, tal como se registra en herbarios de la época, el cornezuelo ingresó en la medicina oficial en 1808, por un trabajo del médico americano John Stearns. Su vigencia duró poco. En 1824, el médico David Hosack, también americano, fundamentó los peligros del cornezuelo para inducir partos y su función quedó relegada -siempre en el ámbito de la obstetricia- para evitar o controlar las hemorragias después del parto o de un aborto.
La siguiente incursión del cornezuelo lejos de la tierra y de los cereales fue en la química. Hofmann registra que desde mediados del siglo XIX empiezan a realizarse los primeros trabajos químicos. El objetivo era aislar las sustancias activas de esta droga y generar una fuente de alcaloides con aplicaciones farmacológicas, tales como la ergotamina, que se utiliza contra la migraña y los trastornos nerviosos. Sin embargo, su “gran golpe”, el punto de giro en sus historia, fue en la década del ‘30. En laboratorios ingleses y americanos, cuenta Hofmann, se empezó a desentrañar la estructura química de los alcaloides del cornezuelo. Precisamente, en un laboratorio del Rockefeller Institute de Nueva York, los químicos W. A. Jacobs y L. C. Craig lograron aislar más de treinta variedades de alcaloides. En todos encontraron un componente en común: lo denominaron ácido lisérgico.
La primera valija de ampollas con ácido lisérgico que llegó a la Argentina terminó en un tacho de basura. Estaba envuelta en una caja de cartón. En uno de los ángulos superiores, tenía una estampilla con el dibujo del Puerto del Rin en Basilea. El remitente decía: Calle Quintana 202, esquina Montevideo, Capital Federal, Argentina, Laboratorio Tarazi-Alberto Tallaferro.
El médico y psicoanalista argentino Alberto Tallaferro había hecho el pedido a Sandoz por medio del laboratorio de su amigo Tarazi. Cuando recibió la caja, la abrió de inmediato. Adentro había una valija pequeña, como las que usan los pintores para guardar pinceles y acuarelas. Con cuidado volvió a cerrar las tapas de la caja de cartón y la apoyó en la mesa de luz de la habitación matrimonial. Luego, sobre la cama que había tendido Rosa, la mucama paraguaya que según Tallaferro parecía haber salido de una obra de Gauguin, dejó una camisa blanca y una corbata negra con franjas rojas, y entró a bañarse.
Nadie sabe qué pensó Tallaferro mientras el agua le caía por la cara y le mojaba el pelo negro. Quizá tuvo la sensación extraña, sospechosa, paranoica, de ver realizarse de un modo sencillo una situación que a priori parece compleja. Quizá respiró hondo para calmar la ansiedad y no alterar el protocolo de investigación que había firmado para que le envíen la remesa. Quizá sintió que en sus manos, a pocos metros, tenía la llave de las puertas de la percepción. O quizá, cuando apagó el agua caliente y dejó caer sobre su espalda un chorro de agua fría, helada, se preguntó por qué se empeñaba en experimentar con técnicas nuevas.
La primera valija de ampollas con ácido lisérgico que llegó a la Argentina terminó en un tacho de basura.
El ácido lisérgico extraído del cornezuelo de centeno era una sustancia de fácil descomposición. El problema surgía cuando se mezclaban con restos alcalinos. Hofmann rebotó en las paredes blancas del laboratorio hasta encontrar una solución. Con la premisa de que la ciencia se construye sobre capas geológicas de conocimiento, tomó la Transposición de Curtius; un método que le permitió combinar el ácido lisérgico con restos básicos y así crear una gran cantidad de compuestos sintéticos.
Hofmann, con su equipo, buscaba aislar los principios activos del hongo, para poder aplicar la dosis exacta en el útero de la mujer ante dificultades en el parto y en el post. El primer alcaloide que produjeron lo llamaron Methergin, que aún hoy se continúa usando en clínicas y hospitales. Fue la primera síntesis del laboratorio conducido por Hofmann. La segunda síntesis que continúa vigente en la actualidad es la dietilamida, la número 25 en la serie de estos derivados sintéticos del ácido lisérgico. En la jerga del laboratorio, Hofmann la bautizó LSD-25.
El descubrimiento fue involuntario, como la aparición de una isla con vegetación rosa, verde, naranja y celeste que aparece en el medio del océano sin figurar una sola coordenada en el mapa. Un año antes del estallido de la Segunda Guerra, en 1938, Hofmann estaba intentando conseguir un analéptico, una sustancia estimulante del sistema circulatorio. La probaron en animales y no funcionó. En el informe de la sección farmacológica, decía: “los animales se intranquilizaron con la narcosis”. Desde el directorio de Sandoz fueron tajantes: decidieron no mostrar más interés en el LSD-25 y suspender los ensayos.
Durante cinco años no se hicieron más pruebas. Hasta la primavera de 1943, donde Hofmann, siguiendo un presentimiento, volvió a realizar la síntesis del LSD 25. En simultáneo, en la misma época, ya se trabajaba en la construcción de la primera bomba atómica, que se lanzó dos años después, en 1945. Dos descubrimientos, dos avances científicos, dos explosiones, dos hermanos díscolos del paradigma positivista que torcieron la historia de la humanidad, tanto en su capacidad destructiva como en su potencialidad perceptiva.
Cuando Tallaferro salió del baño, con una toalla blanca sobre los hombros, levantó la camisa de la cama. Pasó cada brazo por una manga y se abrochó los botones con disciplina. Hizo un paneo por la habitación buscando los zapatos. Su mirada no se detuvo en ningún rincón de la alfombra. Se congeló sobre la mesa de luz, la de su lado de la cama, donde hacía unos minutos había dejado la caja de cartón con ampollas de LSD adentro.
Gritó, gritó fuerte, Tallaferro. Tan fuerte que Rosa corrió rápido hacia el cuarto como si hubiera sonado una sirena. Sus hijos, acostumbrados a verlo berrear, también se sorprendieron ante una nueva tonalidad de su humor. Tallaferro preguntó por la caja. Rosa, atropellada, le contó que la vio en la mesa de luz, abierta, y la metió en una bolsa de nylon. Justo pasaba el carro de la basura, dijo. En Recoleta, en uno de los barrios más exclusivos de Argentina, de América Latina, en la década del ´50 aún pasaba el carro. Rosa salió rápido con las bolsas que se acumulaban en la cocina, también con la que tenía la caja con una estampilla de Basilea. Luego de saludar al basurero, al jinete curtido que guiaba a un caballo por el empedrado de Recoleta, tomó impulsó y tiró las bolsas al interior del carro. Sin despedirse, lo vio alejarse. Incluso, al darle la espalda, siguió escuchando el taconear del caballo sobre la calle de piedra.
En 1943 el Gran Consejo Fascista depone a Benito Mussolini. También se desencadena la Batalla de Stalingrado: derrota clave para el ejército alemán. También tropas soviéticas liberan Kiev de la toma del ejército Nazi. También las fuerzas de los Aliados desembarcan en Sicilia; a los pocos meses la controlan. También Norbert Klein, héroe de la resistencia, es rescatado de un hospital y se esconde hasta el fin de la guerra. En Argentina, el Golpe de Estado del ‘43, derriba al gobierno “semilegal” de Castillo, “un enemigo del pueblo trabajador”, según el comunicado de la llamada Central General de Trabajadores N.2. Y en Suiza, precisamente en Basilea, el viernes 19 de abril, Hofmann interrumpe su trabajo y, con una única testigo, emprende el famoso viaje desde el laboratorio Sandoz hacia su casa, en bicicleta.
En el laboratorio, Hofmann trabajaba en condiciones de extrema limpieza. Dentro de los frascos manipulaba sustancias tóxicas y la obsesión era parte fundamental del cuidado. El primer contacto con la dietilamida del ácido lisérgico, sucede el 16 de abril: Hofmann se lo atribuye a “una acción tóxica externa”. Dice: “Quizás un poco de la solución del LSD había tocado la punta de mis dedos al recristalizarla y un mínimo de sustancia había sido reabsorbida por la piel”. De ser así, fue una dosis pequeña que generó unos pocos cambios de percepción aleatorios. “Tenía una calidad placentera de cuento de hadas”, recuerda en 1976, en una entrevista que le hicieron en la revista High Times.
Al llegar a su casa, Hofmann creó un ambiente de semipenumbra: la luz del día le resultaba insoportable. Luego, se acostó en la cama. Cerró los ojos y se entregó a “un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una fantasía sumamente animada”, como anotó en el informe que le envió al profesor Stoll.
Tres días después de la primera toma involuntaria, Hofmann realizó la primera experiencia formal. Un autoensayo.
Hofmann empieza a percibir imágenes fantásticas, caleidoscópicas. Un hechizo similar al que tuvo de niño, camino del bosque Martin, al norte de Baden, en Suiza. Un resplandor de belleza que llegaba “al alma de un modo muy particular”. Una visión que lo llevó a experimentar un mundo oculto, insondable, desbordante de vitalidad. Casi cuatro décadas después, en su casa de Basilea, volvía a tener una contemplación similar, una epifanía visionaria. La diferencia era que esta vez podía darle una explicación química y, sobre todo, en sus manos y conocimiento estaba la posibilidad de que no sea la última ni, menos, que suceda de un modo repentino. El mundo oculto, la dimensión insondable, las puertas de la percepción, tenían una llave. O una ampolla, o un líquido, o un cartón. Y él, Hofmann, tenía la clave, el código, la fórmula, para su creación.
A Alberto Tallaferro le dio un ataque de nervios al conocer el relato de Rosa. Su mujer María Angélica, a su lado, lo calmó o intentó hacerlo. Y le dijo que espere, que espere ahí, en la habitación. Ordenó a Rosa que le lleve un té: no para calmarlo sino para darle un tiempo, unos minutos para controlar el temblor en las manos.
Sin abrir la boca, María Angélica se puso un abrigo y salió a la calle a buscar un taxi. A Retiro, le dijo al primer chofer que pasó, al basural pegado a la estación de Ferrocarril. No era la primera vez que veía las montañas de basura. Eran parte del paisaje que miraba por la ventanilla del tren en sus excursiones al Tigre. Sí, le sorprendió el olor rancio y pesado, casi tangible, y el suelo movedizo donde intentaba hacer pie.
La pila de basura tenía la altura de un vagón. María Angélica la recorrió como una hormiga. Separó bolsas de nylon, botellas, cartones mojados, telas pegajosas. Estuvo un rato largo, hasta que desistió cuando la luz del sol dejó de iluminar lo que sus manos sostenían. A pocos metros del basural, los faroles de los andenes de la Terminal de Retiro se iban encendiendo como notas musicales. María Angélica, con las uñas largas llenas de barro, suspiró. La valija no apareció. Tampoco un rastro, una etiqueta, un pedazo de cuero, nada. La valija estaba hundida en la mugre, entre los restos de la ciudad, bien abajo, en el fondo del fondo, enterrada en un lugar al que nadie llegó o, al menos, nadie dio cuenta de que había descubierto la primera valija con LSD en aterrizar en la Argentina.
Tres días después de la primera toma involuntaria, el 19 de abril, Hofmann realizó la primera experiencia formal. Un autoensayo, como dicen en la jerga científica. Preparó una solución de 5 miligramos y tomó una fracción de 0,25 miligramos de tartrato de dietilamida de ácido lisérgico. No esperaba que una dosis tan pequeña le hiciera efecto. Y menos, negativos. Luego de tomarla, Hofmann pensó que se moría o que se estaba volviendo loco o las dos cosas a la vez. Pensó en sus dos hijos y en su mujer Lucerna. Se los imaginó preguntándose por qué su padre y su esposo, respectivamente, había hecho semejante experimento. En sus palabras, porqué había dejado que el demonio entrara en su cuerpo.
“Repleta de amarga ironía se entrecruzaba la reflexión de que era esa dietilamida del ácido que yo había puesto en el mundo la que ahora me obligaba a abandonarlo prematuramente”.
Antes de salir del Laboratorio, Hofmann ordenó los elementos de trabajo. Se sentía mareado y, en el cuerpo, un hormigueo de intranquilidad que lo recorría desde los pies hasta el cuello, como si fuese un territorio a explorar. Sin meditarlo, decidió volver a su casa. En plena guerra mundial, casi no había coches ni combustible para el uso civil. La opción que eligió Hofmann fue subirse a una bicicleta negra, de cuadro inglés. Susi Ramstein, una chica de 21 años que trabajaba como ayudante del laboratorio, lo acompañó. En el camino, los árboles, las nubes, las flores, se ven distorsionadas. Formas que van tomando nuevos ángulos, otras curvaturas, distintos colores. El camino de siempre pero distinto, como si lo estuviera haciendo por un sendero paralelo.
Al llegar, Hofmann tuvo la sensación de que no podía mover las piernas. Se preguntó cómo hizo para conducir la bicicleta. A su alrededor todo giraba: los objetos y muebles tomaban formas grotescas, con dientes y garras; se sentía amenazado. Sin embargo, Ramstein le despejaba los fantasmas, que tenía adentro y empezaron a crecer afuera. Le dijo que viajaron a buena velocidad, que no hubo problemas en el camino. Y le repitió: ya está en casa.
Antes de bajar las cortinas del living, Hofmann, inquieto, le pide a Ramstein que llame al médico y vaya a buscar leche a casa de los vecinos. Mientras espera, su cabeza sigue funcionando, hilando palabras oscuras, dictadas con el filo del miedo: “Repleta de amarga ironía se entrecruzaba la reflexión de que era esa dietilamida del ácido que yo había puesto en el mundo la que ahora me obligaba a abandonarlo prematuramente”.
El médico se acercó pronto: no encontró nada raro. Escuchó los miedos de Hoffman, pero sobre todo puso el foco en los síntomas: pupilas dilatadas; pulso, presión sanguínea y respiración dentro de los parámetros normales. En una pausa, Ramstein le contó del autoensayo. El médico no se alteró. Se quedó un tiempo en la casa, hasta que el efecto empezara a ceder. En ese lapso entre el pánico y el regreso a la cotidianidad familiar, Hofmann pudo gozar de los colores que inundaban sus ojos cerrados, de la intensificación de los sonidos que llegaban de la calle, de los sabores nuevos que tomaba la comida. En sí, las virtudes de una sustancia psicoactiva que tenía unas propiedades extraordinarias.
Entre el pánico y el regreso a la cotidianidad familiar, Hofmann pudo gozar de los colores que inundaban sus ojos cerrados, de la intensificación de los sonidos que llegaban de la calle, de los sabores nuevos que tomaba la comida
Años después, en distintas entrevistas, dándole una pincelada de contemporaneidad a su lenguaje, Hofmann dirá que su primera experiencia formal fue “un mal viaje”. Sin embargo, en ningún momento lo señala como un obstáculo para continuar experimentando.
Para recibir una valija con ampollas de LSD en otro continente, otro país, a más de 10 mil kilómetros de distancia de Suiza, no había que hacer una transferencia bancaria ni acercar dinero por algún túnel ilegal o por caminos informales. Con llenar una solicitud era suficiente. El pedido no podía hacerlo cualquiera. Debía garantizar algunas cualidades científicas. Y, en particular, comprometerse en dos puntos fundamentales. El primero, cada científico o psiquiatra debía realizar autoensayos con las dosis enviadas antes de administrar a pacientes externos. Segundo: una vez realizados los experimentos, debían escribir artículos científicos en revistas especializadas.
La segunda valija con LSD hizo el mismo recorrido que la primera: desde Basilea a Buenos Aires, en uno de los compartimentos de un Douglas DC4. La diferencia fue que apenas llegó a la casa de Quintana 202, Tallaferro no le sacó los ojos de encima.
El modelo de experimentación era el que venía realizando Werner A. Stoll, el hijo de Arthur Stoll, en la clínica psiquiátrica de la Universidad de Zurich desde 1947. Los pasos: recibir el LSD, experimentarlo con supervisión de un asistente y, por último, dejar registro por escrito de la experiencia.
En su casa de Recoleta, Tallaferro, resignado a no encontrar la valija que imaginaba degradarse en el basural de Retiro, volvió a llenar una solicitud. Para su sorpresa, también fue aprobada. La segunda valija con LSD hizo el mismo recorrido que la primera: desde Basilea a Buenos Aires, en uno de los compartimentos de un Douglas DC4. La diferencia fue que apenas llegó a la casa de Quintana 202, Tallaferro no le sacó los ojos de encima. Rodeando la caja con las dos manos, subió cinco pisos por la escalera y la dejó sobre el escritorio de su consultorio. Después, cerró la puerta y puso llave. En ese instante, el lienzo blanco de la psicología empezaba a tomar sus primeros colores. Con la segunda valija que había llegado a las manos de Tallaferro, comenzaba el viaje del LSD en la Argentina.
Este texto se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado adelante por Revista Anfibia, el Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la Maestría en Periodismo Narrativo de Unsam entre septiembre de 2022 y mayo de 2023. El texto formará parte de un libro que será publicado en 2024 por Penguin Random House. Puedes consultar la publicación original en este link
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