En este encuentro, los papeles se cruzaron: artistas cargaron palas y escarbaron en la tierra; familiares de desaparecidos escribieron poemas y canciones, dibujaron grabados. La alegría se rebeló al dolor, como un reflejo de memoria colectiva de las personas que fueron arrebatadas
Texto: José Ignacio De Alba
Fotos: María Fernanda Ruiz
COATZACOALCOS, VERACRUZ.- Lejos de aquí, donde se lleva a cabo un inédito encuentro entre artistas, periodistas, y familiares de personas desaparecidas, la clase política mexicana entra en un cisma: Salvador Cienfuegos, el jefe del Ejército mexicano durante la administración del expresidente Enrique Peña Nieto, fue detenido en Estados Unidos y es acusado conspirar para elaborar y transportar drogas. Antes de él fue Genaro García Luna, el poderoso exjefe de la Policía Federal que comenzó la mal llamada “guerra contra las drogas”. Pero en ninguno de los dos hay cargos relacionados con las víctimas que reclaman desapariciones a cargo de militares o policía. Ni un cargo por lo que sucedió en las periferias de las ciudades o en los pueblos rurales cuando ellos estaban al mando. Ésta es la habitual soledad de los que buscan a sus ausentes.
Es mediados de octubre. Al encuentro en el sur de Veracruz, una de las regiones más violentas en este 2020, asisten integrantes del Colectivo Madres en Búsqueda Coatzacoalcos, pero también poetas, escritoras, dramaturgas, músicas, muralistas, periodistas y performanceros mexicanos. La reunión de tres días es un diálogo multiforme y lúdico, que sube y baja de intensidad.
Itzel Martínez, de las “Técnicas Rudas”, una de las organizaciones convocantes, abre la conversación con una frase que parece premonitoria: “Tocar el dolor entre todos es más fácil”.
Lo que sigue es una experiencia compartida, el abrazo del arte a las vivencias aprendidas de los colectivos de búsqueda de desaparecidos. Finalmente, las víctimas de la violencia en México han transitado del dolor solitario al dolor compartido: para buscar a sus hijos, buscan a los hijos de otros.
En México hay más de 77 mil personas desaparecidas desde 2006, según los datos oficiales. En la mayoría de esos casos, sus familias han quedado rotas y aisladas, confinadas a ser ignoradas. Los desaparecidos también quedaron en sitios desconocidos, solitarios. Porque la mecánica de la desaparición es la mecánica de la fragmentación. Quebrar a las personas y, sobre todo, a las familias que las buscan. Por eso, “rescatar la palabra del otro” se vuelve un acto contestatario. Pensar en colectivo es reconstruir de alguna forma, reparar la ausencia. “Entre todas y todos sabemos todo”, dice alguien.
Rosalba, madre de un joven desaparecido, jura que “se lucha contra la sociedad”. No sólo es el gobierno, explica, son todos los que no reconocen, todos los que olvidan. “Los que no hacen nada también nos dejan solas”.
Las víctimas no son reconocidas por casi nadie. Por eso, su búsqueda depende también de la otra, con quien comparte el dolor y la esperanza. Del colectivo, que se vuelve una nueva familia porque “la sociedad primero señala y luego ignora”. Pero ahora, en la otra que busca, se refleja su causa.
Eso es lo que se muestra en el primer día del encuentro. La soledad de las familias y el desamparo de una sociedad que prefiere voltear la cara. Aunque en esta zona del país es imposible no pensar también en la responsabilidad de las autoridades, no por omisión, sino por acción. Veracruz es el estado que encabeza las listas de las desapariciones forzadas (cometidas por un agente del Estado), sólo superado por Guerrero.
“¿Por qué cuando la gente mala se llevó a mi hijo lo regresó, por qué cuando se lo llevó el gobierno no me lo regresó?”, cuestiona una madre que busca a su hijo desaparecido por la Fuerza Civil, la súper policía creada en la administración del exgobernador Javier Duarte y que bajo el mando de Arturo Bermúdez fue utilizada para torturar, ejecutar y desaparecer personas. “Esta es una patria que también revive el odio”.
En el segundo día del encuentro, los artistas convocados acuden a una búsqueda en campo. Quizá por la presencia de tantas personalidades, en el rastreo hay un enorme despliegue de autoridades: está el fiscal del caso, la comisión de búsquedas, las comisiones -estatal y nacional- de Derechos Humanos, policías estatales, peritos y dos perros entrenados para buscar.
Se sospecha que en el pequeño rancho ubicado en el municipio de Cosoleacaque está enterrado Carlitos, un niño de 12 años desaparecido en febrero de este año.
Las autoridades piden no tomar fotos -se autoriza el registro para este reportaje y la documentación académica- y explican a los participantes cómo se debe buscar: primero se hace un “barrido” donde se examina visualmente el terreno; después, en las irregularidades de la tierra se clava una varilla; cuando el pincho se saca se huele con el fin de detectar olor a carne podrida.
Se forman tres brigadas: una que buscará en líneas verticales, otra en líneas horizontales, y una tercera se concentrará en la limpieza de un viejo estanque de truchas donde se piensa que puede estar el cuerpo del niño. Luego se reparten varillas, machetes y guantes. El tercer grupo forma una cadena para acelerar la limpieza. Y así pasan la hierba que corta un lugareño de las manos del representante de la comisión estatal de búsqueda a las del músico urbano y a la rapera oaxaqueña.
La desaparición cambió la relación con la tierra. Este sitio en el que buscamos huesos humanos es el campo de trabajo de un campesino que siembra frijoles y cocotales. Hoy un equipo de búsqueda trata de desenterrar el horror oculto bajo pastizales. Se clava la varilla y lo que se encuentra es la resistencia de la tierra: el olor de las raíces y el oloroso campo despistan a varios de los nuevos buscadores.
Cosoleacaque es tierra fértil. Las lluvias tropicales lo tapizan de una vegetación tan espesa que parece transpirar. Es un mundo sobre todo de insectos, de tarántulas, víboras, moscos, garrapatas y hormigas carnívoras. Los hormigueros desfiguran la tierra, dificultan la búsqueda. Al final de la jornada, no se halla ni una pista que ayude a dar con el paradero de Carlitos.
La madre del niño murió hace poco, cuenta una tía que participa en la búsqueda. Pero ella casi no lo conoció, desde que tenía un año, lo había dejado a cargo de su bisabuela, que es quien ahora no encuentra consuelo con la desaparición. La mujer no puede moverse para buscarlo, pero en su lugar acuden muchas madres que saben que sus hijos no están aquí, en este campo, pero esperan que en otros lugares haya otras madres buscándolos.
La muerte y las enfermedades asechan a los parientes de los desaparecidos. “Como que el cuerpo me duele más, entre más pasa el tiempo más duele extrañar”, cuenta una de las madres que buscan. Dice que a los hijos se les quiere, a pesar de la muerte, y también a pesar de la muerte propia. “Vivimos muertas. Es un dolor que no nos podemos quitar”, completa otra mujer, que busca a su hermano.
Al inicio del encuentro, una madre dice llorando que es muy religiosa y que reza mucho para que su hijo vuelva a casa. Implora a la tierra “para que lo aviente para afuera”, para que lo escupan los cerros, ríos o los lagos. Que el mundo no lo consuma, que lo devuelva aunque sea muerto. Pero que no la deje a ella en una eterna búsqueda, porque ya está cansada.
Otra madre admite que ha pensado en la venganza, en provocar daño a los captores de su hijo “para que sientan lo que yo siento”. Varias más dicen que se imaginan a sus hijos en sitios lejanos, explotados, en condiciones de esclavitud. Lo que sea es mejor, a que esté desaparecido.
La desaparición también es una acción colectiva: “¿Cómo nos contamos esto que nos pasó?”.
Es la pregunta que intenta responder el proyecto ideado por Técnicas Rudas para provocar un encuentro de ocho artistas con un colectivo de búsquedas. El ejercicio tuvo un encuentro previo en Puebla, donde participaron dos representantes del colectivo de víctimas y del cual surgió una canción, mezcla de son y rap, que en esta ocasión las familias convierten en himno de lucha.
“Olvido la realidad, las palabras vivas de un corazón infinito…”
La frase comienza un canto que se repite los tres días, y que se canta después de la búsqueda, cuando el grupo organiza una jornada informativa en el malecón y en el centro de Coatzacoalcos, con la repartición de volantes y la colocación de 38 mantas con las imágenes de sus desaparecidos a la entrada de un parque.
“Gracias por acompañarnos, por ser solidarios, y por ser empáticos, por entendernos y respetarnos”, dice al final de la jornada Raquel Hernández, una de las líderes del colectivo. “Habrá personas que nos acompañen y te das cuenta de que es porque los mandan y por su trabajo, pero hoy sentí que nos abrazaban con su mirada y les doy la gracia porque fue de corazón”.
Lenit Enríquez, quien busca a su hermano, admite: “Tengo un shock de emociones. Que ustedes estén aquí nos impulsó a hacer las cosas. Hoy exhibimos un mural, ahora todo el mundo me dice que está viendo las fotos. Y perdonen que se los diga, pero ahora tienen la responsabilidad también de hacer una lucha por los que estamos aquí”.
Las familias de víctimas ponen su cuerpo como engranaje de una máquina social que está fallando, cuentan su historia, construyen mensajes sobre la memoria, juegan, cantan, se dan permiso de reir.
En el tercer día se dividen en equipos que irán rotando actividades de grabado, teatro, escritura y canciones. En el grabado, una de las señoras, que busca su hijo, se dedica a dibujar flores en forma de estrella. «Porque así tenía mi hijo sus ojos, como de estrellita», dice.
Los artistas hacen su parte. El perfomancero y antropólogo Lukas Avendaño viene en un doble papel: él busca a su hermano Bruno, un marino desaparecido el 10 de mayo de 2018 en Oaxaca, pero sonríe y pone a todos a jugar con el cuerpo a seguir un-tesoro-en-un-hoyo-en-el-fondo-de-la-mar.
“Nuevas formas de contar implica nuevas formas de buscar”, resume, al explicar que los desaparecidos son inmortalizados por el arte.
La escritora y poeta nahua Judith Santopietro secunda: “el arte dignifica”.
Verónica Maldonado, dramaturga dedicada a contar historias a niños, recuerda que “los policías y militares fueron niños” y se pregunta “¿qué pasó con ellos, que pensaron que se podía tomar la vida de otro?”.
Ella y Sandra Reyes, actriz y titiritera, son “las maestras” de un taller de teatro para las hijas e hijos las mujeres del colectivo que termina con la puesta en escena de la historia de una niña, Chuché, que junto con su perro Yopaquiliztli (alegría en náhuatl) emprende la búsqueda de su madre desaparecida.
Verónica propone formar, desde el teatro, “infancias felices, lugares de paz”. Al fin y al cabo “el arte puede tocar la vida”.
Mare, dedicada al “oficio de rapera” propone que la sanación también es un proceso de duelo colectivo, como en los pueblos indígenas. “Yo no sabía qué iba a hacer aquí, pero una cosa que como comunidad he aprendido, es que a veces no sabemos, pero vamos y lo hacemos”, dice.
Su compromiso de acompañar y caminar con las víctimas es compartido por el músico urbano Carcará: “Me llevo estas cartas y postales de la lucha de alguien que desea ver de a sus seres amados. Cada paso nos va a acercar a ellas y yo lo doy”.
Las periodistas que participan ofrecen repensar cómo contar las historias de los desaparecidos, “para que este no sea sólo un tema de las familias que buscan, sino toda la sociedad”.
El encuentro cierra con un abrazo de caracol. El camino que sigue es largo, pero hoy persiste el ánimo de seguir caminando. “Cuando caminamos hacia un solo sentido se hace una avanzada grande”, dicen Jan y Lily, serigrafistas y muralistas
“¿De qué se alimenta la esperanza?, Amor”, pregunta y se responde una madre.
Porque no hay cosa más humana que conmoverse por el otro, ayudarle con la carga, llevar su lucha. Entenderse en el dolor del otro hace indispensable “dar fuerzas a mis compañeras, no dejarlas solas”, dicen las familias, que recuerdan que al principio de su búsqueda estaban cercadas por el miedo, solas, presionadas para olvidar a sus desaparecidos.
Pero en este grupo y en estos días no hay espacio para el olvido. La persistencia de la memoria es un acto rebeldía. Y la alegría compartida, una grieta para el dolor.
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