Diversos grupos y movimientos campesinos reivindican a la Agroecología como vía para construir sistemas agroalimentarios más justos y sustentables. De ellos hemos aprendido que es necesario ir más allá de las parcelas individuales, hacia territorios agroecológicos. Hoy, cerca del aniversario luctuoso de Emiliano Zapata y del Día Internacional de las Luchas Campesinas, retomamos algunas experiencias y aprendizajes jurídicos y ecológicos que pueden aportar al fortalecimiento de territorios agroecológicos campesinos
Por Mariana Benítez y Mayolo Hernández*
Los paisajes en donde predomina la agricultura campesina son un intrincado mosaico compuesto por parcelas, bosques, matorrales, pastizales, ciudades, pueblos y curvas dibujadas por ríos, arroyos y caminos. En estos mosaicos ocurren procesos que van más allá de las parcelas individuales o las áreas de vegetación natural, y que son indispensables para mantener la biodiversidad, conservar el suelo y el agua, y mantener la producción agrícola en escenarios cambiantes. Estos paisajes son parte de los territorios históricamente habitados y moldeados por pueblos y comunidades campesinas, quienes les han dado forma a través de su trabajo y formas de vida.
La ciencia de la Agroecología ha mostrado que la composición y organización espacial de los paisajes agrícolas determina en parte lo que sucede al interior de las parcelas agrícolas. La presencia de bosques o elementos de la vegetación nativa está asociada a una mayor diversidad de aves, insectos y otros organismos que pueden fungir como controles de plagas. Así, un mismo insecto herbívoro puede ser una plaga o no, dependiendo de si en el entorno hay otras plantas de las que pueda alimentarse, además de los cultivos, o de si hay aves o mamíferos que se alimenten de éste. A su vez, lo que sucede en el conjunto de las parcelas individuales determina algunos procesos que ocurren en la escala del paisaje. Por ejemplo, la vegetación y fauna serán más diversas si no se utilizan agrotóxicos para cultivar.
La biodiversidad incluye a las especies vivas (silvestres y domesticadas), la variación genética dentro de sus poblaciones y las interacciones entre ellas (polinización, mutualismo, depredación, entre otras). Por mucho tiempo se ha sostenido y se han impulsado políticas que explícita o implícitamente suponen que para conservar la biodiversidad es necesario dedicar áreas para la agricultura industrial intensiva y separar áreas protegidas para mantener la vegetación y vida silvestres. Sin embargo, esta estrategia de separación territorial no reconoce que los efectos de la intensificación agrícola no son locales e impactan a las áreas protegidas, que con la industrialización de la agricultura no ha habido en general una recuperación de la vegetación natural y que la conservación de las especies no depende únicamente de lo que ocurre en las reservas. A continuación desarrollaremos este último punto un poco más.
En el mundo actual la vegetación natural suele estar fragmentada y embebida en áreas agrícolas. Así, las poblaciones silvestres forman parte de un conjunto de poblaciones dispersas que habitan “parches” separados entre sí. En estos parches siempre pueden ocurrir extinciones, ya sea por causas naturales o por disturbios antropogénicos. La única forma de evitar que estas extinciones locales se conviertan tarde o temprano en regionales o globales es a través de la migración de individuos entre los parches, de forma que los parches en donde haya extinciones puedan ser recolonizados y las poblaciones se mantengan a largo plazo. Por ello, la permeabilidad (o la resistencia) que ofrecen las áreas agrícolas para el tránsito o el establecimiento de especies locales, determina en buena medida el mantenimiento de la biodiversidad a nivel regional. Sabemos que los paisajes en donde prevalecen las prácticas agroecológicas, como la diversificación de cultivos y la eliminación de agrotóxicos, son más permeables que los paisajes dominados por agricultura industrial intensiva Esto, en parte porque las parcelas agroecológicas proveen a los organismos silvestres de refugio, alimento, microclimas adecuados y menor exposición a sustancias dañinas.
Por su parte, el agua y el suelo son elementos clave para el sostenimiento de la vida y las actividades humanas productivas, y su disponibilidad y calidad son también temas regionales, de paisajes y cuencas. Según el INEGI, en México, después de décadas de impulso a la agricultura industrial intensiva, 76 % del agua de uso humano se destina para riego en la agricultura. Por otro lado, de acuerdo con el PUEIS-UNAM, el suelo presenta algún grado de degradación en 45% del territorio nacional y su fertilidad ha llegado a depender fuertemente de agroquímicos que a la larga contribuyen a la degradación de suelos y la contaminación del agua. En este escenario, es necesario impulsar más que nunca prácticas agroecológicas para la recuperación o mantenimiento del agua y de la fertilidad del suelo. Entre éstas están los cultivos de cobertura, la implementación de terrazas y estructuras para la retención de suelo y agua, el cuidado o establecimiento de corredores de árboles, el uso de leguminosas como abonos verdes y el manejo integrado de plagas y malezas a partir del entendimiento de su biología. En conclusión, el que se practique la agroecología favorece el mantenimiento de la biodiversidad, la conservación de agua y suelo y otros procesos ecológicos que sostienen la vida y van mucho más allá de las parcelas individuales.
Actualmente la agricultura enfrenta grandes retos asociados a los efectos del cambio climático; se prevén una mayor variabilidad climática, temperaturas más altas, alteraciones en los patrones de lluvia y mayor incidencia de inundaciones, huracanes y sequías. Paradójicamente, tras décadas de impulso a la agricultura industrial intensiva, las actividades agrícolas del mundo generan cerca del 30% de los gases de efecto invernadero que causan el cambio climático (sobre todo derivado de la producción, transporte y uso de fertilizantes y plaguicidas). Ante esto, quienes han favorecido la agricultura industrial intensiva proponen soluciones que, en el mejor de los casos atienden temporal y puntualmente los problemas y, en el peor, los agravan. La biodiversidad también está en riesgo a causa de la degradación y destrucción de los ecosistemas y de los procesos que sostienen la vida. No es posible limitarnos a estrategias individuales o de corto plazo que continúen pronunciando estas problemáticas.
En este escenario, la Agroecología le apuesta a conocer y manejar la agrobiodiversidad y a aprender, proteger y potenciar prácticas que ayuden a producir en escenarios cambiantes y a “enfriar el planeta”. En México existen variedades y conocimientos que permiten cultivar maíz entre 0 y 3500 msnm, con la diversidad de condiciones socioambientales que esto implica. Es posible cultivarlo en zonas de inundación, como en los sistemas marceños de Tabasco, y también en zonas áridas y de suelos muy someros como los del Valle de Tehuacán. Es esta agrobiodiversidad la que es necesario proteger, y la que permitirá hacer frente a las condiciones cambiantes. Además del uso y protección de la agrobiodiversidad local, la Agroecología incluye un conjunto de prácticas y conocimientos que han mostrado ser significativamente más resilientes ante fenómenos como huracanes que los sistemas no diversificados. Incluso hay evidencia que sugiere que los paisajes en donde predominan las prácticas agroecológicas pueden actuar como barreras y prevenir el surgimiento y dispersión de enfermedades zoonóticas.
Hasta ahora hemos hablado de los paisajes desde un punto de vista ecológico. Sin embargo, los paisajes más biodiversos son parte de los territorios de pueblos indígenas y campesinos, y uno de los ejes de la Agroecología descansa en la organización y movilización social. En los territorios se expresan las dinámicas y relaciones económicas, políticas y culturales de las sociedades; en ellos se reproduce su forma de vida. En México, casi la mitad de la superficie corresponde a propiedad ejidal o comunal y, de acuerdo con el Registro Agrario Nacional, existen más de 15,000 núcleos agrarios con al menos 200 ha de vegetación natural. Esto quiere decir que hay más de 62,000,000 ha de selvas, matorrales o bosques que forman parte de ejidos y comunidades agrícolas. Así que una enorme parte de los ecosistemas naturales y la biodiversidad de México forma parte de territorios indígenas o campesinos organizados en forma de ejidos o comunidades agrarias.
Los ejidos y comunidades agrarias tienen historias y formas de organización complejas, a veces cambiantes entre regiones. Sin embargo, la Constitución reconoce que todos tienen personalidad jurídica y protege su propiedad sobre la tierra, tanto para el asentamiento humano como para actividades productivas. De acuerdo con la Ley Agraria, el órgano supremo del ejido es la Asamblea, en la que participan todos los ejidatarios, y entre cuyas competencias están: la formulación y modificación del reglamento interno del ejido, la delimitación, la asignación y destino de las tierras de uso común, y la formación de uniones de ejidos, asociaciones rurales de interés colectivo y sociedades mercantiles. Por otro lado, en el Registro Agrario Nacional se inscriben los documentos en que consten las modificaciones que sufra la propiedad de las tierras y puede registrar diferentes actividades y sitios de interés dentro de los ejidos.
Si bien el funcionamiento y capacidad de decidir sobre el territorio de muchos ejidos se han erosionado a partir de las reformas salinistas, es importante tener en cuenta el potencial y recursos normativos que tienen para la gestión de los territorios. La Constitución Mexicana y la Ley Agraria, y su propia historia y cultura organizativa, proveen a los pueblos indígenas y campesinos de distintas opciones para fortalecer o construir territorios agroecológicos en donde se produzcan alimentos de forma sustentable y se facilite el mantenimiento de la biodiversidad. Por ejemplo, desde los acuerdos al interior de los ejidos y comunidades es posible impulsar:
Hay casos en México que ilustran algunas de las vías para impulsar la Agroecología en la escala territorial a partir de la organización comunitaria, intra e interejidal. Un ejemplo de esto es el Sistema Comunitario para el Manejo y Resguardo de la Biodiversidad en Oaxaca (SICOOBI), el cual consta de una organización de cinco comunidades agrarias que ocupan más de 21 mil ha en las regiones Sierra Sur y Costa de Oaxaca. Esta organización trabaja para mejorar las condiciones de vida de las familias que habitan sus territorios a partir del manejo sustentable de los sistemas productivos y sus recursos naturales. Ha puesto en práctica y continúa desarrollando estrategias paisajísticas para garantizar la capacidad productiva de las comunidades y promueven prácticas agroforestales, silvícolas, ecoturísticas y de cafeticultura, entre otras. Como parte del proceso, ha mejorado y actualizado los arreglos de los ejidos para el control colectivo del territorio. Otro caso es el desarrollo de una perspectiva de manejo agroecológico y de conservación de semillas nativas que alcanza seis municipios por parte del Grupo Vicente Guerrero, en Tlaxcala. Alrededor de Cuetzalan, Puebla, se han desarrollado otros procesos agroecológicos y de buen vivir a nivel regional. Por un lado, la creación de un Comité de Ordenamiento Territorial Integral (COTIC) que agrupa a decenas de representantes, autoridades locales, comités, organizaciones sectoriales, productivas y de defensa de derechos, entre otros. Por otro, recientemente se ha creado un plan de vida llamado “Códice Masewal”, el cual refleja los acuerdos surgidos de diálogos y talleres para imaginar los próximos cuarenta años de una unión de cooperativas que hoy agrupa a cerca de 34 mil familias de origen masewal (nahuas y tutunaku) en la Sierra Nororiental del estado de Puebla.
En conclusión, es necesario apostar masivamente a la Agroecología para mantener o regenerar territorios que sostengan los suelos, el agua y la biodiversidad en todas sus dimensiones. Para ello, se requiere poner en práctica estrategias integrales de conservación y producción a nivel paisaje que trasciendan el paradigma obsoleto de la separación territorial. En particular, para impulsar programas agroecológicos en los ejidos y comunidades es central promover acciones comunitarias y de parcela que dan sentido a territorio, trabajar en la reconstrucción de paisajes agroecológicos en función de la propiedad social o sus variantes en territorios indígenas y fortalecer a las instituciones ejidales y comunales. Como ya han mostrado algunos ejidos y comunidades, a partir de su organización es posible desarrollar procesos territoriales en favor de la agroecología y la soberanía alimentaria.
*Mariana Benítez trabaja como investigadora titular en el Laboratorio de Ciencias de la Sostenibilidad, en el Instituto de Ecología de la UNAM. Mayolo Hernández es ingeniero agroecólogo egresado de la Universidad Autónoma de Chapingo, tiene estudios de maestría en Desarrollo Rural y colabora en Fundación Bioma AC.
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