En Houston, me dice alguien, hay al menos una persona originaria de cada país del mundo. Hay muchos inmigrantes, pues, de Asia, Medio Oriente, África, Latinoamérica. Subir a un uber en Houston es, pues, una aventura. ¿Quién será mi compañero los siguientes 20 minutos?
Por Lydiette Carrión / lydicar
Compramos un mal auto en Houston que nos dejó tirados la primera semana. Ahora usamos el ineficiente transporte público y muchas, muchas veces, los carísimos uber. Pero, como bien dicen, lo mejor de Houston es su gente. Y viajar en uber es una ventana a esta. Sí. Lo mejor de Houston es su gente, es quizá la urbe con más diversidad de Estados Unidos (encuentro algunos rankings que dicen que es la principal, otros que dicen que está entre las cuatro más diversas). Esto es, las minorías conforman una mayoría. En Houston, me dice alguien, hay al menos una persona originaria de cada país del mundo. Hay muchos inmigrantes, pues, de Asia, Medio Oriente, África, Latinoamérica. Subir a un uber en Houston es, pues, una aventura. ¿Quién será mi compañero los siguientes 20 minutos?
Por ejemplo, la tarde en la que me recogió una mujer llamada Rosalía. Resulta que es una mujer sudafricana que lleva viviendo 25 años en Estados Unidos. Se llama Rosalía porque su padre alguna vez conoció a un hombre que venía de Latinoamérica y le gustó el nombre. Esta mujer es alta y grande, lleva colores brillantes. Ha hecho lo que muchos y muchas antes que ella. Trabaja y manda dinero a casa. Porque allá, pues sí, extraña, pero no hay mucho a lo que pueda dedicarse… Dice que le encanta Houston precisamente por esa diversidad.
Luego un hondureño. Se ve muy joven. No más de 25, 30 años. Llegó aquí hace siete años, con la ventaja, explica, de haber llegado con una visa de trabajo. Pero no hablamos más. Veníamos ambos muy callados y cuando nos percatamos de que ambos hablábamos español, ya estábamos por llegar a mi destino.
En otra ocasión el ride me lo da un hombre de unos 50 años, nativo de Camerún y cada uno de nosotros, en nuestro respectivo broken english, recordamos la vez que Camerún debutó en el mundial de fútbol y se ganó el corazón de millones. Me advierte que alguna vez jugó futbol. Luego tuvo oportunidad de salir de su país a estudiar y, pues la tomó. No hay mucho allá. Un país muy bello, incluso, dice, la comida de allá se parece a la que ustedes los mexicanos comen, me informa… «pero ya sabes», pobreza, pocas «oportunidades». Al final se quedó por acá. Estudió algo sobre ingeniería.
Me llama la atención la enorme cantidad de profesionistas que como sidekick manejan un uber. ¿Acaso el primer mundo –o será que Houston realmente no lo es– tampoco ofrece mucho a su población?, ¿o se debe a que se trata de migrantes de primera generación o población afroamericana? Porque no es sólo él. Otro hombre más, un surcoreano, acercándose peligrosamente a la tercera edad, me dice también, que estudió su masters degree ahí en la Universidad de Houston, algo en sistemas también. Es muy importante la educación, refrienda, te enseña a hablar, a pensar, a no ser una bestia… y se queja de la ignorancia promedio y la mala educación básica en Estados Unidos. Los niños y los jóvenes aquí, insiste, sólo quieren hacer videos, ser estrellitas. No tienen proyectos, no hay profundidad. ¿Pero en realidad deja más el uber que la ingeniería, o los degrees, «las oportunidades» son solo una mentira?
Veo sí, más mujeres choferes. Más de las que jamás veré en México. Asumo que hay condiciones de mayor seguridad aquí. Pero quizá es solo un asunto cultural. Por ejemplo, una chica de nombre Karla, que habla ese español tan característico de los hijos de inmigrantes. Ella ya nació aquí pero ha aprendido el español en casa. Cada año, cuenta, va a Puebla, de donde su familia es oriunda. Le encanta la comida, en particular los moles, y se trae muchos de estos preparados bien escondidos en la maleta… Otro día me recoge una verdadera nativa houstoniana, una joven afroamericana, con un auto increíble. De seguro muchos saben cómo se llama esta marca y modelo, yo no. Sólo sé que es negro y parece nave espacial… tiene un techo que asemeja el vidrio soplado, por lo que es posible ver el cielo. Ella asegura que no se calienta, pero me imagino el calor de hace unos meses y me genera un poco de angustia. Ella toma una bebida energética con cafeína, me explica que después de dejarme irá a su sesión del gimnasio.
Cubanos también hay un montón. Al menos entre los que conozco, su primer comentario es siempre contra Fidel Castro, aunque tenga años muerto. Aman, eso sí, a Celia Cruz, heroína de la diáspora en Miami.
Hombres mayores también. Un paquistaní ya mayor, que, con un acento muy marcado, me dice: You have a very thick accent. Where are you from? Y repite a lo largo de la conversación lo grueso que es mi acento… Con él sin embargo, hablo de lo que nos ha enseñado Houston sobre la tolerancia religiosa, sobre lo bello que es conocer personas de todo el mundo. Sale por supuesto a relucir su religión, el islam. Al despedirse insiste en la buena voluntad. Cuando hablé con él todavía no ocurría lo del 7 de octubre.
Ahora, en el último mes, me han tocado dos conductores musulmanes, ciudadanos estadounidenses, pero cuyos padres emigraron. Y ha sido imposible no hablar de Gaza. Primero, el dolor, el dolor de los hechos, los bombardeos a población abierta. El primero, quien también es paquistaní, se dice indignado por el actuar de Estados Unidos, por saber que sus impuestos se dirigen a la compra de armas. Pero lo que no alcanza a entender es el silencio del mundo árabe. ¿Por qué no hace nada Arabia Saudita?, se pregunta. Tienen tanta tierra. Que le den algo a la gente en Gaza, dice, para que dejen de matarlas. Luego se pregunta por Hitler… dice cosas que he escuchado antes. Cosas que no conviene reproducir. El odio genera odio y discursos de odio…
El segundo taxista musulmán que e encontré hace unos días es además hijo de un palestino. Me cuenta que su padre salió de Palestina cuando solo tenía dos años de edad, con su familia, durante el desplazamiento forzado ocurrido en 1948. “Mi familia tenía muchas tierras”, dice. Tenían cierto patrimonio. Primero emigraron a Líbano, esperando que el desplazamiento solo durara unos años. El abuelo pensaba en regresar, pensaba que las cosas se arreglarían, que esto era solo una confusión, un malentendido… “pero ya no regresaron”, dice con lo que creo es un temple amargo. Nunca regresaron. De ahí migraron a Estados Unidos, a Nueva York… Y ahora este hombre de unos 45 años está aquí, en Houston, por ser esta una ciudad relativamente barata en el país, y porque ha debido dejar de trabajar por cuidar a un padre enfermo… aquel niño que dejó Palestina a los dos años para jamás volver.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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