En México, las instituciones públicas realizan 4 cesáreas por cada 10 nacimientos. En cambio, en los hospitales privados la proporción es de 8 cirugías por cada 10 partos. La imposición de cesáreas es parte de un contexto de violencia institucional y de género. Muy pocas mujeres reciben información amplia que les permita saber si realmente era necesaria la operación
Texto: Celia Guerrero. Fotos: Pepé Jiménez
Isabel no sentía dolor, pero sí los movimientos bruscos que otros —desconocidos a quienes no alcanzaba a ver— realizaban sobre su cuerpo. Estaba consciente y eso la hacía llorar. Sentía los estirones y los jalones, y pensaba que todo eso era innecesario.
—Ya no te pongas así —le decía su entonces esposo, quien la acompañaba—. Tú no eres doctora, tú no te metas.
Ella seguía sin poder contener el llanto. Isabel le pidió que se asomara, que le dijera qué estaba pasando, que le describiera qué estaban haciéndole al cuerpo que, aunque se encontraba adormecido, no terminaba de serle ajeno. Él solo atinó a decir:
—Es toda una carnicería.
Comenzó un viernes de 2007. Isabel tuvo las primeras contracciones por la noche. Era el primer parto de esta mujer, entonces de 28 años. Enseguida se preparó para ir al hospital privado de Veracruz en donde nacería su hija. Apenas llegó llamó a su ginecólogo, pero éste no se presentó hasta varias horas después. Mientras, la recibieron en el centro médico y le pusieron una bata:
—Camine un poco —le indicaron.
El ginecólogo llegó varias horas después, el sábado por la madrugada. Parecía venir de una fiesta. Isabel dice que tenía los ojos rojos e incluso creyó detectar en él aliento alcohólico. El doctor revisó a la embarazada y le indicó que aún faltaba mucho tiempo:
—Voy a ver a unos pacientes —dijo, y se volvió a ir.
Durante la madrugada las contracciones aumentaron e Isabel pedía que llamaran al doctor, pero él no aparecía. Cuando Ia mujer alcanzó a tener una dilatación de nueve centímetros, finalmente el médico volvió.
—Vamos a pasar a quirófano —le dijo, sin mencionar si había complicaciones.
Durante todo el embarazo Isabel se había preparado para un parto natural o vaginal, y hasta ese momento aún creía que sería así. Hoy que lo recuerda, señala que el doctor dijo “quirófano”, por lo que debió haber sospechado que planeaba una cirugía.
El médico comenzó a buscar los latidos del bebé.
—No logro escucharlos —dijo—. Hay que operar de urgencia. Tienes sufrimiento fetal.
—¿Sufrimiento fetal? —respondió Isabel—. Si todo estaba bien.
Él médico ignoró la pregunta.
—Preparen todo para la cesárea —ordenó a las enfermeras, quienes habían monitoreado las contracciones durante la noche y tampoco mencionaron problemas antes.
—No permitas que sea una cesárea —dijo Isabel a su esposo.
Como una orquesta, todos asumieron lo que seguía. El papá del bebé pedía a Isabel que se tranquilizara y dejara a los doctores hacer su trabajo, el ginecólogo llamaba a otro cirujano, y la anestesióloga y las enfermeras vendaban las piernas de la embarazada para luego aplicarle la anestesia epidural.
Ya en el quirófano, Isabel recostada y con una sábana sobre el abdomen que le impedía ver más allá, escuchaba la conversación de los médicos: hacían bromas, reían. Su visión limitada le mostraba a la anestesióloga, dos lámparas altas y los hombros con cabezas de dos cirujanos. Hacían movimientos trabajosos “como quien corta carne”. No sentía nada más que presión, un jalón, un estirón de piel. Aún sin dolor físico, Isabel lloraba y lloraba.
“Me sentía tan impotente. Me quería parar y decirle ‘A ver, espéreme doctor. Explíqueme bien esto porque yo no quiero una cesárea innecesaria’. Pero te sientes tan acorralada. Es como una película de terror en donde ya te agarraron y ya no sales de ahí viva”, relata.
El hospital de Gíneco Obstetricia 4 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) era el ‘plan B’ de Edith. Iba a unidad médica pública de la Ciudad de México a consultas de seguimiento y a la par la atendía una ginecóloga en una clínica particular. Era el primer embarazo de esta mujer, y ella y su familia pensaban que era mejor mantener las dos posibilidades abiertas.
Durante la última visita al IMSS, Edith se recostó para la revisión de rutina y mientras aún le hacía el ultrasonido recibió una noticia: el líquido amniótico estaba disminuido y debía tener una cesárea lo más pronto posible. La enfermera le indicó que podía salir del hospital para hacer una llamada y avisar a su familia que sería ingresada de emergencia, pero solo eso, debía regresar en seguida.
“Casi casi me dice ‘Ya no te vayas porque si no tu bebé se muere’”, cuenta.
Edith salió a la calle llorando, preocupada y pensó en hacer lo que la enfermera le había indicado, pero llamó a su ginecóloga. Hasta ese momento pensaba que su parto sería natural y estaba asustada por la posibilidad de una cesárea. La doctora le recomendó tranquilizarse, ir a su casa, recostarse e ir al consultorio privado lo más pronto posible. Unas horas después, en la clínica particular, confirmaría nuevamente la necesidad de una cesárea y comenzarían a prepararla para la operación.
A diferencia de la historia de Isabel, Edith considera que esta cesárea les salvó la vida a ella y a su bebé. Aunque un parto natural no es siempre una posibilidad, en hospitales tanto públicos como privados la imposición de operaciones —y negar el derecho a las mujeres embarazadas de tomar una decisiones informadas— es una constante.
Cuando le indicaron una cesárea urgente sin mayor información Edith no pensó que el personal que la atendió en el hospital público cometió violencia obstétrica. Ni Isabel nombró su experiencia como una violación a sus derechos humanos o a sus derechos reproductivos. Pero cualquier abuso, físico o psicológico, puede ser considerado como tal, de acuerdo con la organización Grupo de Información en la Reproducción Elegida (GIRE). Desde humillaciones, regaños, amenazas, hasta manipulación de la información o coacción para obtener consentimiento de la mujer.
La imposición de cesáreas es a menudo ignorada o normalizada y parte de un contexto de violencia institucional y de género, argumenta GIRE en su informe sobre violencia obstétrica en México.
La cifra indica que 46 de 100 partos en México son cesáreas, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).
Los institutos públicos —que atienden el 55 por ciento de los nacimientos en el país— realizan 4 cesáreas por cada 10 nacimientos. Mientras, las historias de Isabel y Edith son parte de las 8 cirugías por cada 10 partos en instituciones privadas. El doble que en hospitales públicos.
A Edith le sucedió lo que sucede al 50 por ciento de las mujeres que tienen cesáreas en México: una emergencia ameritó la cirugía. Pero en el país la otra mitad de las cesáreas son programadas desde el embarazo, en ocasiones sin complicaciones previas o sin información suficiente sobre las consecuencias del procedimiento.
En cualquier caso, el número de cesáreas en México excede por mucho la tasa de 10 a 15 por ciento considerada ideal por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Dos años después del primer parto, Isabel volvió a embarazarse. Buscó un nuevo ginecólogo y su única y primera petición fue tener un parto natural.
—Es posible, aún con una cesárea anterior — le dijo el doctor.
Durante años, el parto vaginal después de una cesárea (Vaginal Birth After Cesarean, VBAC por sus siglas en inglés) fue considerado de alto riesgo por las instituciones médicas. Actualmente, existen evidencias científicas que indican que puede haber un nacimiento natural o vaginal después de cesárea, si el tejido del vientre está regenerado y las condiciones de salud de la madre y el hijo son adecuadas.
El segundo embarazo de Isabel transcurrió normal y durante la última consulta prenatal el médico le dijo que programaría el parto. Hasta ahí, habían acordado que sería uno natural. La mujer nunca esperó lo que siguió. Al ser internada en el hospital, el ginecólogo introdujo un gancho de metal en su vagina y rompió la fuente o membrana. Luego comenzaron a inyectarle oxitocina, una hormona que provoca contracciones y los médicos administran a embarazadas para inducir al parto. Mientras la embarazada esperaba estar suficientemente dilatada, enfermeros, residentes y demás personal del hospital la visitaban. Todos levantaban la sábana, luego la bata y le revisaban la vagina. Algunos solo miraban, otros introducían sus dedos. Así sucedió al menos 10 veces en el transcurso de tres horas.
En aquel momento, Isabel no pensó en denunciar a nadie por violencia obstétrica, un delito incluido en el código penal de Veracruz que amerita —según la conducta— hasta seis años de prisión. Solo otros dos estados en México (Chiapas y Guerrero) incluyen este delito sus códigos penales. A nivel federal existen iniciativas para que la Ley General de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre de Violencia lo considere como concepto, aunque esta es una batalla que hasta la fecha no ha sido ganada por las organizaciones de defensa de mujeres y otros actores políticos que las promueven.
Cuando el doctor volvió con Isabel, le dijo que había pasado ya mucho tiempo y debían realizar una cesárea porque las contracciones no eran lo suficientemente frecuentes.
“No. Esa palabra no. Comencé a llorar y le decía que no, no doctor, no me diga que es cesárea”, narra.
Su cuerpo no reaccionó a la oxitocina y las contracciones no eran recurrentes, pero el ginecólogo había roto fuente de manera artificial y existía peligro de infección. Así, la cesárea fue inminente. Lo único diferente a su primer parto fue que en cuanto su segunda hija nació, en lugar de llevarla a un cunero, se la entregaron y pasó la noche con ella.
En el código penal de Veracruz la definición de violencia obstétrica incluye, además de la alteración del proceso natural del parto con técnicas de aceleración, la práctica de una cesárea sin el consentimiento expreso de la mujer.
“¿Será que puedo tener un parto natural después de dos cesáreas?”, fue la primera pregunta que Isabel se hizo cuando quedó embarazada por tercera vez.
Era 2014, cinco años después de la segunda cesárea, y ningún médico de ningún hospital aceptó asistir a Isabel en un parto natural. Le dijeron que era riesgoso y lo mejor era programar la cirugía. Pero ella no quería exponerse nuevamente a ello y comenzó a investigar sobre el VBAC. Descubrió que en algunos países de Europa y de Estados Unidos es promovido como un método seguro y eso la convenció.
Después de cinco meses, Isabel consiguió el contacto de R., una partera tradicional, y la llamó por teléfono. Llorando, le contó su historia y le pidió la acompañara.
—Yo quiero que sea natural, pero todos los doctores me dicen que después de dos cesáreas solo puedo tener otra cesárea —dijo.
R. escuchó la experiencia de Isabel: una mujer embarazada con dos hijas, dos cirugías que consideraba impuestas, que se negaba a volver a sufrir de abusos durante el parto y a tener una tercera cesárea.
“Me platicó entre lágrimas y le dije que iría a verla, haría una valoración y decidiría si era posible”, rememora R.
R. es una partera tradicional guerrerense que aprendió el oficio de las mujeres de su familia. Tiene más de 50 años realizando partos en comunidades de todo México. Su nombre real se omite porque en ocasiones su actividad es transgresora y, por ello, estigmatizada.
Desde 1990, la legislación mexicana reconoce la partería tradicional —dentro de la medicina tradicional— como una actividad legal, aunque califica a quienes la ejercen como “personal de salud no profesional” y restringe su ejercicio a través de la Secretaría de Salud. R. tiene décadas de experiencia y atendió cientos de nacimientos, pero no puede asistir partos denominados de riesgo porque no cursó la carrera de médico obstetra. No puede hacer el trabajo de una enfermera titulada ni puede utilizar plantas medicinales y otros métodos tradicionales porque no estudió herbolaria. Si la descubren, puede ser acusada de violar las normas oficiales y perder la constancia que la acredita como partera tradicional.
“Cuando una mujer que ha tenido una cesárea y pide un parto natural en un hospital público es común que los médicos acepten realizarlo porque hay evidencia científica de que es posible con riesgos mínimos”, explica R.
En donde no lo hacen —agrega la partera— es en los hospitales privados porque, aunque haya evidencia, prevalece la ganancia monetaria. El costo de un parto natural puede ser 40 por ciento menor al precio de una cesárea, según datos de la Procuraduría Federal del Consumidor.
“Yo te podría contar todas las historias de las mujeres que he atendido y han tenido un parto vaginal después de una o varias cesáreas, pero el hecho de que una partera tradicional como yo lo diga no tiene ningún valor. Por eso ahora hay evidencia científica que dice sí se puede y en eso nos basamos”, dice R.
Semanas después de la llamada de Isabel, R. viajó a Veracruz y checó a la embarazada de pies a cabeza. Le mandó a hacer exámenes de laboratorio y determinó que estaba sana y era posible que tuviera un parto natural en casa. Además, organizaron juntas un ‘plan B’ o de emergencia, que incluía una ruta al hospital más cercano en caso de alguna complicación. Así, al final, R. aceptó ser la partera de Isabel. En esa ocasión también conoció al papá del bebé y él dijo estar de acuerdo con la decisión.
Meses más tarde, cuando R. volvió a Veracruz para el parto, la pareja de Isabel había cambiado de opinión. Había hablado con alguien que le dijo que podían acusarlo de homicidio culposo si Isabel o el bebé morían en el intento de un parto natural. Por ello, cuando llegó el momento, el papá del niño intentó convencer a Isabel de ir a un hospital y tener una cesárea. Como ella se negó, él decidió no participar.
—Que le hagan una cesárea a él, si eso quiere —le dijo Isabel a R.
“Ella estaba segurísima de lo que quería. Estaba convencida de que sus cesáreas anteriores habían sido innecesarias. Y una mujer convencida de lo que quiere es una mujer completa”, dice R. cuándo le pregunto a qué atribuye la decisión final de Isabel.
Durante cuatro días R. e Isabel se acompañaron. R. esperó, Isabel esperó. Y mientras ambas esperaban hacían todo normal, recuerda Isabel.
Cuando comenzaron las contracciones más fuertes R. estaba viendo la televisión y se reía de algo. Isabel pensaba que lucía muy relajada y eso la tranquilizaba.
—Voy a descansar y regreso a monitorear que todo vaya bien más tarde —le dijo R. a Isabel, quien dice que la diferencia entre la atención de los doctores y a la de la partera, es que la segunda le dio tiempo al cuerpo.
R. regresó con Isabel luego de dormir un poco. Ambas salieron a caminar, anduvieron por la playa y luego por las calles del centro del puerto y ahí, durante la caminata, Isabel rompió fuente. Regresaron a casa y esperaron más.
Cuando el bebé comenzó a bajar por el canal vaginal, la partera indicó: “Ya viene”. Isabel llamó a sus dos hijas, de siete y cinco años, a presenciar el nacimiento de su hermano. Se metió a la tina en la que había pensado que quería parir, pero de repente se sintió incómoda y se salió. Caminó hasta un rincón de su cuarto, un punto oscuro detrás de la puerta. Nadie la detuvo, contrario a ello, R. le dijo que debía ser donde ella se sintiera más cómoda. Allí, en la penumbra del cuarto, tuvo las últimas contracciones. Luego dejó de sentir dolor y comenzó a sentir cómo su hijo salía de su cuerpo.
Este trabajo se hizo en el marco de la Beca de Cosecha Roja y forma parte del proyecto Pie de Página, realizado por la Red de Periodistas de a Pie.
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