Desde hace tres meses al menos, cientos de personas de la tercera edad se dan cita en plazas públicas de Ciudad de México para improvisar pistas de baile, pese a las recomendaciones de no reunirse por la pandemia. La covid ha causado el cierre de los salones y, con ello, la falta de una importante posibilidad de recreo para esta población
Texto y fotos: Arturo Contreras Camero
En la calle del Buen Tono, detrás de las oficinas de la torre de Teléfonos de México, en el centro de Ciudad de México, medio centenar de personas esperan formadas. La mayoría pintan canas, tienen arrugas y usan ropa pasada de moda, pero elegante. En el callejón no hay puertas ni ventanas ni oficinas, ninguna seña de qué es lo que podrían estar esperando. Entre ellos, apenas y se alcanza a ver una bocina montada en un diablito. Aguardan la hora precisa para saltar al parque en la Plaza de San Juan, que está cruzando la calle, y tomarlo a punta de baile y sabrosura.
¿Van a bailar o por qué esperan? Las respuestas varían, pero casi siempre son algo como un “sí, ya merito” o un “estamos viendo, nomás hay que esperar a que nos digan”; con las palabras, los ojos de quienes hablan se dirigen al mismo lugar: abajo de la banqueta en la que esperan está Jesús Sánchez, bocinero, que desde hace unos años recorre las calles para iniciar bailes callejeros y populares.
“Hace unos días nos movimos para acá, porque alguien nos reportó”, dice volteando sobre sus hombros como para ver que no haya alguien que les vaya a echar a perder el baile. En la esquina, un policía patrulla la zona, pero no presta mucha atención al grupo en el callejón. ¿Por qué los quitan, por qué huyen? “Pues más que nada hay gente que no le gusta bailar y son los que nos reportan, yo creo. Nos toman alguna foto y la mandan a la delegación, ah no, alcaldía y nos mandan a los oficiales ‘Tienes que retirarte porque ya los reportaron’, y ¡chin! que se acaba la diversión”.
Jesús Sánchez dice que siempre ha vivido en la calle, que ha hecho de todo para poder comer, pero que hace un par de meses encontró la mejor manera de pasar los días poniendo a la gente a bailar. Vive con pura alegría, dice con una sonrisa de oreja a oreja. Ahora, con la pandemia, ha sido mucho más difícil armar los bailes porque tienen que andar corriendo de una plaza a otra, hace unas semanas se reunían en la plaza de la Ciudadela, pero ya no pueden. “Aunque no tengamos reporte nos tenemos que ir, por eso siempre andamos cambiando de lugar”.
De a poco, más personas han ido llegando a la fila y se unen a la espera. Cuando parece que son suficientes, la fila se empieza a mover y poco a poco rodean la Rotonda de los locutores. La música empieza suave, con un volumen bajo, y poco a poco va subiendo de tono. Algunas parejas empiezan a calentar la pista y entre bustos de hierro de hombres en traje que solían hablar en el radio se sueltan al ritmo.
Entre tantas personas de la tercera edad es difícil pensar que el grupo no haya tenido bajas por la enfermedad que azota al mundo. “¡No’mbre! Si el baile es la mejor medicina, nadie nos ha faltado. Aquí casi entre todos nos conocemos, cualquiera persona que ves aquí conoce a otras 20 o 15, porque somos bailadores de hace años y entre nosotros hay una cadena de comunicación, cuando le pasa algo a uno, todos nos enteramos. Si hasta hemos bailado en la lluvia y no le hace, aquí seguimos, nos hemos dado unos baños bailando y nunca hemos tenido, la neta, algún problema”.
Cada tarde Jorge logra reunir entre 100 o 150 personas, dependiendo del tamaño de la plaza y del clima. Él se siente satisfecho de reunir a tantas personas y está seguro de que es algo bueno para todos. “Es que la gente sola en su casa se pone muy nerviosa, hay unos que piensan en hacer cosas malas, y esto así como que los relaja. ¡El baile es la mejor vitamina! Hacen ejercicio, están en contacto con otras personas y algunos de los hombres dicen que en la intimidad tienen mejor desempeño ¡por el ritmo y el ejercicio!”.
Las palabras de Jorge se interrumpen de pronto. Un montón de chiflidos jala la atención de los bailarines a un rincón de la pista. Tres mujeres enfundadas en ropa entallada y con diademas con cuernos de diablo acaban de llegar a la plaza. “¡Que me lleve el diablo, pero bailando!”, grita alguien desde la muchedumbre.
Dalia es una de las que acaban de llegar. “Yo antes bailaba en el Gran salón Caribe, pero ya no puedo, porque está cerrado. Durante la pandemia no he bailado, estuve tres meses sin bailar, encerrada, y ya no aguantaba estar en mi casa”. La plática dura poco, a los pocos segundos de empezar, alguien saca a bailar a Dalia.
Del otro lado de la rotonda, sentada en una banca del parque, con una chamarra invernal gruesa y larga, Natalia Tapia espera que alguien la saque a bailar. “¿Usted no baila? Porque así platicamos mientras bailamos”, responde inmediatamente.
Natalia tiene 63 años y dice que por lo menos 60 de ellos ha bailado por gusto y placer. Hasta inicios de marzo de este año solía ir cuatro o cinco veces por semana a algún salón de baile para olvidarse de la edad. “Yo bailo con todos, con el que me saque a bailar y si no sabe, pues le enseñamos un poco”, dice impaciente por levantarse de la banca.
“Yo me enteré que estaban viniendo a los parques por unos amigos, me escribieron por el WhatsApp y me dijeron que aquí ya se estaba bailando. Ya llevo cuatro meses viniendo a bailar, porque estuve encerrada en marzo, en abril, en mayo y un poco en junio y es muy estresante. Es muy deprimente estar en casa sin hallar qué hacer, a veces me da por comer de más y pues ya quería salir cuando me enteré de que en San Juan está el baile. Ya, vámonos, dije”.
A los que bailan aquí no les da miedo que venga la policía a terminar con su fiesta urbana. A ver a qué policía se le ocurre venir a reprimir a un grupo de viejitos bailando, dice uno de ellos.
Periodista en constante búsqueda de la mejor manera de contar cada historia y así dar un servicio a la ciudadanía. Analizo bases de datos y hago gráficas; narro vivencias que dan sentido a nuestra realidad.
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