13 junio, 2024
Después de siete de dormir en la calle, la comunidad otomí que dormía en la colonia Juárez al fin fue reubicada. Ahora, estas 43 familias al fin tienen un hogar, y también, muchas dudas. Esta es su historia
Texto y Fotos: Isabel Briseño
CIUDAD DE MÉXICO.- En el corazón del barrio de la Lagunilla, entre las calles de República de Brasil, Honduras y Ecuador, se encuentra la unidad habitacional construida por el Instituto Nacional de la Vivienda INVI.
Ahí llegaron 43 familias otomíes que de la noche a la mañana lograron el sueño por el que lucharon durante años. Acamparon en la calle Roma, de la colonia Juárez, soportando a los vecinos que se molestaban con su presencia, y también el acoso de la policía.
En entrevista con Claudia Domínguez, representante de la comunidad Otomí residente en la Ciudad de México, explica cómo se dió la reubicación y lo que implica para ellos.
“No sabemos si estar contentos, agradecidos o enojados, porque la forma en que nos trajeron y la forma en cómo llegaron a decirnos que al final ya nos habían volteado a ver, no fue correcta”.
La líder Otomí nacida en la Ciudad de México, hija de padres originarios de Santiago Mexquititlán, Querétaro, realiza una reflexión sobre su derecho a la vivienda:
“Si somos ciudadanos mexicanos tenemos un derecho porque si los extranjeros que no nacieron aquí, tienen derecho, cuanto más nosotros”
La forma en la que los retiró el Gobierno de la Ciudad de México de la colonia Juárez no fue la más apropiada de acuerdo con Claudia, ya que no les dieron tiempo a sacar sus cosas.
Los funcionarios del gobierno les dijeron que les iban a llevar camiones para trasladar sus cosas, que los esperarían a que reunieran sus pertenencias con calma. Pero no cumplieron.
Claudia cuenta que al momento de decirles que fueran a recibir sus llaves, el gobierno aprovechó para ir y tirar los cuartos del campamento en el que habitaron durante todos estos años.
Planchas, parrillas, estufas, tanques de gas, ropa y hasta las lonas de la que fue por años su casa, fueron a parar a la basura.
Ante la Comisión de Derechos Humanos, que ha sido la institución que les ha acompañado durante este proceso, también expresaron su desacuerdo por la forma en que los reubicaron.
Pese a esto, Claudia está emocionada:
“Sí estamos emocionados por nuestros hijos, y aparte porque ya sabemos que tenemos un hogar, pero no nos han dicho bien en cuánto nos va a salir este pequeño espacio”.
Las familias se encuentran ocupando un lugar del que desconocen prácticamente todo. Y es que de acuerdo con lo que Claudia cuenta, las cosas se hicieron al revés.
Para la comunidad otomí, las autoridades primero debieron empezar por los trámites, informarles el costo, realizarles el estudio socioeconómico, firmar el convenio y entonces sí, entregarles sus viviendas.
El Gobierno sorprendió a las familias otomíes cuando en un abrir y cerrar de ojos pasaron de la calle a un edificio nuevo, que dicho sea de paso, tampoco pudieron elegir.
En el limbo quedaron los detalles importantes: ¿Cuánto pagarán? ¿En cuántos años? ¿Podrán cubrir la mensualidad? ¿Considerará el gobierno su condición de comerciantes?. Lo único que tienen es una hoja de ocupación de cada titular.
“Él justificó su trabajo que ya nos apoyó, pero no dice realmente en cuánto nos va a salir el chistecito”, dice Claudia refiriéndose al jefe de Gobierno.
La comunidad otomí llegó a un predio de la calle Roma porque estaba desocupado. Ahí vivieron diez años hasta el temblor de 2017, cuando recibieron un dictamen que clasificó el predio como de alto riesgo y tuvieron que salir del edificio dañado.
Previo al sismo, las familias ya estaban realizando trámites para expropiar el predio, pero todo se detuvo y las puertas comenzaron a cerrarse.
Interpusieron una demanda de vivienda para la comunidad indígena pero después del sismo y su salida, llegaron otros líderes otomíes que se metieron y exigieron también el inmueble.
Ese fue el pretexto del Gobierno para no darles la atención, Claudia explica que les dijeron que si les daban a ellos, todos iban a querer vivienda.
Claudia y su comunidad no fueron desalojados, salieron del que fue su hogar por el riesgo que implicaba permanecer en él.
Claudia recalca que salieron por su propia voluntad, aún sin saber exactamente qué significaba el “punto rojo” con el que clasificaron los daños al inmueble, pero con la confianza en que el Gobierno le daría seguimiento a su solicitud previa de expropiación.
Pasaron 2 años y llegó la pandemia. Para ese entonces ni expropiación, ni alternativas para la comunidad indígena, las puertas y la comunicación se cerraron aún más entre los otomíes y el gobierno de la Ciudad, aún así, ellos no dejaron de insistir.
Fue entonces que decidieron acercarse a la Comisión de Derechos Humanos.
“Fuimos a preguntarles qué iba a pasar con nosotros porque si somos aguantones y estamos curtidos, pero eso no lo íbamos a aguantar todo el tiempo por nuestros hijos”.
Fue el funcionario Alfonso del Real, secretario de Gobierno de la ex Gobernadora de la CDMX, Claudia Sheinbaum quien además de ser funcionario durante dos años, también fue vecino de la colonia Juárez y les hizo la invitación para que se acercaran, con el compromiso de ayudarles.
“Él nos iba a echar la mano, eso nos dijo. Hay cosas que sí cumplió antes de irse aunque ya no pudo ayudarnos con la expropiación”
Claudia explica que Alfonso Suárez del Real les ayudó con algunas evaluaciones del terreno y del edificio que iban encaminadas a la expropiación del inmueble pero todo se detuvo cuando el funcionario fue promovido a un cargo internacional como ministro de la oficina de México ante el Consejo de Europa.
Antes de irse, dejó un acuerdo firmado con el que dijo: no tendrían que preocuparse, porque la persona que llegara en su lugar, debía seguir trabajando ese compromiso.
“Venga quien venga tiene que respetar el acuerdo”, dijo el funcionario quien básicamente se comprometió a darle seguimiento a la expropiación.
Pese al compromiso que dejó firmado el funcionario antes de su salida, fue muy difícil que los otomíes obtuvieran una cita y cuando lo lograban, no habían avances.
Los años pasaron y de las reuniones no se obtenía nada. Funcionarios que argumentaban que no tenían la facultad de resolver, vueltas y vueltas, citas estériles donde sí era escuchada la comunidad pero no les daban respuesta. Todo parecía ser una estrategia para que desistieran, o así lo veían ellos..
Fue entonces que acudieron por primera vez a la Comisión de Derechos Humanos. En la Comisión pidieron apoyo para que fungieran como intermediarios y por medio de la dependencia lograr una cita en donde ya no les dieran más vueltas y les atendiera alguien que si pudiera resolverles.
Los años pasaron y cuando todo parecía estar igual llegaron las viviendas.
Motonetas que trasladan a toda velocidad a dos o tres jóvenes delgados con gorras negras, son los obstáculos que hay que sortear, además de los ya conocidos puestos de ropa y micheladas para llegar al inmueble impoluto blanco en donde ahora habitan los otomíes.
Sábanas que improvisan cortinas, cubren las ventanas del nuevo edificio. En los patios, todavía hay gente acarreando el tanque de gas, colchones, bolsas con ropa y hasta alacenas.
En menos de una semana se arregló lo que demoró 7 años. Alicia, integrante de la comunidad otomí explica que no hubo un aviso previo. Entre el martes 21 y miércoles 22 de mayo sostuvieron reuniones donde les dijeron que ya podían recoger las llaves.
De la construcción de ese edificio, o de otros detalles como la ubicación, los metros cuadrados o el número de departamentos, no se enteraron hasta que llegaron a habitarlo.
“Fue algo increíble”, dice Claudia al recordar que la Secretaría de Pueblos y Barrios Originarios y Comunidades Indígenas Residentes (SEPI) no les dio atención previa a sus varios oficios que enviaron durante dos años solicitando el apoyo.
Claudia cuenta que llegaron el día martes a buscarla y a ver cómo estaban, lo que les pareció raro, “lo más seguro es que vienen por los votos”, pensó la líder, pues ya tenían una respuesta negativa por parte de SEPI sobre el asunto de la vivienda.
Ese mismo día insistieron en reunirse por la noche con la líder otomí porque ya tenían la orden de “echarles la mano”.
“Batres ya nos dio la orden de venir a ver qué es lo que necesitan”, y la funcionaria ofreció ayudarles con lonas seguido de informarles que levantaría en ese momento un censo para ver lo de las viviendas.
Fue entonces que llegaron varias personas más con chalecos guindas para realizar el conteo, el cual fue impreciso porque en ese momento no se encontraban todas las familias. La funcionaria dijo que no había problema y que solo era un cálculo promedio.
Luego del censo improvisado le informaron que el día miércoles se reuniría con la directora de SEPI y que también podían acudir quienes faltaron de censar, pero Claudia explicó que algunas familias estaban en su pueblo.
En la reunión del día miércoles, no solo estuvo presente la titular de la SEPI, también estuvieron otros funcionarios como el director del INVI y el subsecretario del gobierno capitalino.
“¿Pues qué podemos hablar? Me da gusto que seas tú la representante y por la orden de Batres, por la orden del jefe, pues ya están las viviendas para ustedes, es más, si quieres ahorita te doy el paquete de llaves y que el INVI se encargue de entregar”, dijo el secretario de Gobierno a Claudia en aquella reunión.
¿Así nada más?, preguntó incrédula y con desconfianza la representante. También preguntó qué garantía tenía de qué era cierto, siete años habían pasado y parecía irreal que al fin tuvieran la posibilidad de acceder a una vivienda.
Claudia respondió que no podía llevarse a la gente de inmediato y que tenía que consultarles a sus compañeros a lo que el funcionario le dijo que le urgía una respuesta seguido de ofrecer transporte y entre dos a tres días para que se mudaran tranquilamente.
“Esto no es mentira, es una realidad”, dijo el funcionario.
Entonces Claudia y su comunidad tenían que decidir entre aceptar las viviendas terminadas y listas para habitar, aunque fuera en una zona peligrosa, ó continuar con la expropiación del predio, aunque ello implicaba por lo menos diez años más. Fue entonces que las autoridades llevaron a Claudia a conocer el predio.
“Lejos no está, pero es punto rojo, estamos trayendo a nuestros hijos a la boca del lobo”, pensó la representante otomí. El tiempo que llevaría la expropiación del inmueble, otras organizaciones interesadas en el predio y la presión de tres empresas que también pugnan por el terreno, además de pensar en el futuro de las infancias otomíes fueron los motivos que los hicieron aceptar mudarse.
El día jueves 23 de mayo se volvieron a reunir para entregarles las llaves y las hojas de ocupación. Durante la madrugada el gobierno se encargó de limpiar y desocupar la calle de Roma esquina con Milán. El jefe de Gobierno Marti Batres se presentó el viernes 24 de mayo en el predio cercano al metro de la Lagunilla para visitar a la comunidad otomí en sus nuevos hogares y tomarse la respectiva foto.
De los otomíes que vivieron ahí durante siete años, no quedó rastro, tan solo el mal recuerdo que tienen los vecinos de ellos.
Olga Arciniega es propietaria de un lugar de comida llamado la Casona. Desde hace 14 años ofrece alimentos en la calle de Roma en la colonia Juárez. Olga también vive en el edificio donde se encuentra su establecimiento y comparte su sentir respecto a los años de convivencia con quienes fueron sus vecinos.
Respecto a la pregunta de cómo fueron los siete años que las familias vivieron en campamento, la locataria y vecina responde tajante: «Para mí muy mal”.
Para Olga como comerciante establecida, expresa que se vio muy afectada en sus ventas pero también como vecina de la colonia.
“Había personas muy agresivas, los chicos muy agresivos, tuve al principio algunos enfrentamientos con ellos, al final ya no, todo fue más tranquilo”.
La comerciante expresa que los demás vecinos tampoco estaban a gusto, dice que sentían miedo, se quejaban de mal olor y de la fauna nociva, además de lo que califican como mal aspecto.
“Se robaban el agua, la luz y a los migrantes también les cobraban por el agua, por cargar sus celulares, les alquilaban el baño, todo el día había mucho ruido, parrandas de locura hasta amanecer con la música a todo volumen y botellas de cerveza tiradas a media calle”
La señora Arciniega que accede a dar su testimonio, repara en la tranquilidad que siente luego de que sus vecinos se marcharan.
“Ya no hay ruido, ya escuchamos de nuevo a los pájaros”, dice.
Ahora espera que los clientes regresen porque con la presencia de los otomíes y de los migrantes establecidos en la Plaza Giordano Bruno, calcula que sus ventas cayeron en más de un 45% porque varios vecinos se fueron.
“También hemos cerrado varias veces las calles para exigir al Gobierno que haga su trabajo y mande a los migrantes a albergues dignos”
–¿Qué supo de los Otomíes durante estos años?
–Pues no los conocíamos. O sea, sabíamos que eran unas personas que estaban invadiendo un terreno y de repente los sacaron y se instalaron en la vía pública. Pues realmente no sabíamos ni quiénes eran. Siempre había alcohol, fiestas, niños jugando en la madrugada, rompían cámaras de seguridad, rompían focos. Sí estaba todo muy fuera de control, la policía no venía hasta acá, aunque habláramos al 911 o al cuadrante no se acercaban.
La locataria dice que todo fue muy rápido, comenta que fue el jueves 23 de mayo como a las 4 de la tarde cuando empezaron a sacar sus cosas en bolsas negras de esas de basura y llegaron camionetas que les ayudaron a llevarse sus cosas.
Posteriormente dice que entraron los camiones de basura y que efectivamente todo fue súper rápido terminando como a las 3 de la mañana, o eso fue lo que le comentó otro vecino que estuvo al tanto.
“Estamos muy contentos, muy muy contentos, muy tranquilos y poco a poco estamos recuperando nuestras calles”, finalizó la señora Olga.
Por su parte Claudia comentó que vivieron mucha discriminación y malos tratos por parte de los vecinos.
“Muchos extranjeros que viven en esta colonia llegaron a agredirnos y a decirnos que no nos querían ahí, que si a caso no sabíamos que ese espacio era para gente de dinero, para gente de niveles sociales”.
La líder otomí los mandó a su país.
“Sabemos que no estuvieron a gusto teniéndonos a nosotros en la calle pero en lugar de que se acercaran para ver de qué forma podían ayudarnos para que nos fuéramos y fueran felices, solo nos metían demandas y nos discriminaban”
Claudia dice entender a los vecinos:
“Era muy difícil que ellos se pusieran en nuestros zapatos o nosotros estar en sus zapatos. Hay unas personas que por poquito que tienen nos quiere humillar y eso es lo que a mí me enoja porque como dice el dicho ante los ojos de Dios todos somos iguales”
Lo que es un hecho es que la comunidad Otomí ya cuenta con un espacio digno para vivir aunque aún hay pendientes.
Hasta el cierre de esta edición no se recibió respuesta por parte de la oficina del secretario de Gobierno respecto a la entrevista solicitada.
De acuerdo con la representante de la organización “Unidos por el derecho indígena del campesino A.C.”, Claudia Dominguez, las familias aún desconocen el costo de su nuevo espacio y también continúa pendiente la inclusión de por lo menos otras treinta familias otomíes en el programa de vivienda.
Nunca me ha gustado que las historias felices se acaben por eso las preservo con mi cámara, y las historias dolorosas las registro para buscarles una respuesta.
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