Hace 10 años, el Banco Mundial, la FAO y algunas agencias de la ONU apoyaron un estudio multidisciplinario que concluyó lo siguiente: para acabar con el hambre y salvar al planeta, había que acabar con la agroindustria. El estudio fue silenciado. Ahora hay un segundo informe.
A inicios de 2009, fue publicado el estudio titulado “La Evaluación Internacional del Papel del Conocimiento, la Ciencia y la Tecnología en el Desarrollo Agrícola” (IAASTD por sus siglas en inglés).
En él participaron 400 expertos, científicos, campesinos, líderes sociales, etcétera. Y proponía juntar conocimientos diversos: el científico, el intuitivo y directo que producen los pueblos; el económico y también el social. Juntos –tratando de anular el hechizo de la torre de Babel, y poder dialogar todos de nuevo– podrían reducir el hambre y la pobreza.
El estudio logró el objetivo: 400 personas provenientes de distintos entornos. Con orígenes y metodologías radicalmente distintas, dialogaron. Concluyeron que era necesaria una forma diferente de producir los alimentos: un paradigma genuinamente vinculado a la sustentabilidad ecológica y a los pueblos.
Este informe dio luces sobre temas que habían estado en discusión. Cuestionó los cultivos transgénicos, la bioenergía a costa del precio y disponibilidad de los alimentos, el vínculo entre el cambio climático y la agroindustria.
Y es que cada vez se acumula más evidencia: la agroindustria está matando al planeta. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) calcula que la agricultura es responsable de un 14% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero.
Sin embargo, muchos consideran que aporta incluso el 30 por ciento si se incluyen los cambios de uso de suelo (talar montes, sembrar un solo cultivo, como el caso del aguacate en Michoacán); el transporte (sí. Comer mangos todo el año implica aviones, camiones, barcos que circulan alrededor del planeta); industria empaquetadora, etcétera.
Un ejemplo cercano, que ha reportado Pie de Página: esas natas de sargazo rojo que «afean» las costas de Cancún (en realidad es un problema gravísimo para el océano, no solo una molestia para el turismo) son producto de la agroindustria.
La agroindustria sería responsable de un 30 por ciento de los gases de efecto invernadero.
Marta Guadalupe Rivera Frerre participó en el informe 2009. Ella describió el estudio de la siguiente manera:
“Integra información científica sobre temas que están relacionados entre sí pero que a veces se abordan de manera independiente: agricultura, pobreza, hambre, salud, recursos naturales, medio ambiente, desarrollo e innovación. Reunió a más de 400 expertos a nivel internacional, incluyendo a científicos de distintas áreas de conocimiento, pero también a otros actores involucrados en la alimentación y el desarrollo rural (consumidores, gobiernos, organismos internacionales, organizaciones de investigación, ONG, sector privado, productores, comunidad científica)”.
Pero una vez que fue publicado el estudio, en los círculos de toma de decisión del mundo se le tachó de poco serio. El IAASTD tenía altas credenciales: lo habían financiado el Banco Mundial, la FAO, agencias de la ONU. Pero pronto fue enterrado. Incluso, algunos de los científicos que participaron, denunció Rivera Frerre, marcaron distancia. Sobre todo porque el IAASTD cuestionó el uso de la biotecnología.
El informe de la IAASTD en realidad era bastante mesurado, escribió Rivera Ferre. No proponía cambios radicales; pero sí concluía que era urgente transformar el modelo actual. Lo que más incomodó fue el tema de los transgénicos; pero además, tenía una propuesta que parece «ingenua»: pasar de los monocultivos y las enormes extensiones de tierras a las granjas pequeñas.
El informe aseguró lo siguiente: un modelo basado en granjas familiares será capaz de alimentar a 10 mil millones de personas para mediados del siglo XXI. Y sin destruir el planeta.
Pasaron 10 años. Hace unos días fue publicado el segundo informe IAASTD. Lo hace enmedio de una pandemia global, cuyo origen se puede rastrear al sistema agroindustrial dominante, advierte la introducción.
En uno de los artículos, se habla de la propuesta “SHIFT” (cambio, en inglés):
S (small-scale food producers empowered.) Pequeños productores empoderados;
H (Hunger and all forms of malnutrition ended, and full access to food ensured.) Acabar con el hambre y la mala nutrición, que incluiría la desnutrición y la obesidad);
I (Inclusiveness in decision-making on sustainable agriculture, food security and Nutrition.) Incluir en la toma de decisiones sobre la agricultura sustentable a todos los involucrados;
F (Food systems established which are sustainable, diverse and resilient, less waste -ful, restore soil fertility and halt land degradation.) Sustentabilidad; sobre todo cuidar el agua;
T (Trade policies reshaped and food price volatility mitigated.) Acabar con la volatilidad del precio de los alimentos.
El autor advierte: algunos líderes mundiales y trasnacionales han aceptado la propuesta SHIFT –al menos de dientes para afuera–. No es que hagan cambios a profundidad; pero al menos incluyen algunos cambios en cada una de las siglas… excepto en la I:
Inclusiveness.
Y es que, quizá, incluir a pequeños productores, pueblos originarios, consumidores, empujaría, eso sí a un cambio radical y profundo en los demás aspectos.
Aquí puede consultar el informe: https://www.globalagriculture.org/fileadmin/files/weltagrarbericht/IAASTD-Buch/PDFBuch/BuchWebTransformationFoodSystems.pdf
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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