Chiapas es de los estados con mayor riqueza hídrica en el país, sin embargo casi la mitad de sus habitantes no tienen agua en sus casas. Comunidades enteras, lideradas por mujeres y con la ayuda de organizaciones, iniciaron esfuerzos para garantizar el acceso a este derecho. Ellas buscan que el agua fluya y nutra sus casas y la de sus vecinas
Texto: Arturo Contreras Camero
Fotos y video : Duilio Rodríguez
CHIAPAS. – En el punto más elevado de la comunidad La Unión, arriba de un cerro, está un gran tanque del que sale una manguerita negra. La manguerita negra, llamada así por los habitantes de la comunidad, baja del tanque, descarga agua en la telesecundaria y de ahí se reparte a algunas casas. Después pasa por la primaria y sus tanques donde descarga un poco más de agua y sigue su camino por otras casas a las que se asoma para descargar otro poquito más. Así sigue hasta que llega a la casa de María Luisa, donde también descarga aguas en una cisterna de la que María Luisa tomará agua para lavar sus trastes, hacer su comida, asearse ella y su familia.
La manguerita negra seguirá su camino bajando entre los senderos de piedra en época de secas, y lodo en época de lluvias, bajando, siempre bajando, entre recovecos de estas montañas engalanadas de verde, entre niños que corren y juegan, mujeres que cuidan a sus pollos y hombres que trabajan sus milpas hasta completar su recorrido: distribuir agua, aunque sea poquita agua, a la mayoría de las casas que forman La Unión.
En esta comunidad del municipio de Sitalá, hasta hace un par de años el agua no llegaba por esa manguerita, sino que llegaba cargada por las mujeres y niños, como María Luisa Gómez Pérez, quienes caminaban de dos a tres horas diarias de ida y vuelta desde su casa hasta alguno de los ojos de agua. “Nosotras acarreamos el agua y nos enfermamos de cansancio”, recuerda María Luisa, una mujer en sus 40, de sonrisa fácil y una amabilidad apacible.
La Unión es una comunidad indígena ubicada en el municipio de Sitalá, Chiapas, donde viven 600 personas distribuidas en 150 casas. Las mujeres de esta comunidad, comandadas por María Luisa, lograron instalar la manguerita que lleva un poco de agua por tandas, un día sí y otro no. El agua llega a 135 casas aceptaron formar parte del trabajo comunitario de los patronatos de agua, casas enclavadas en montañas que se engalanan de verde con las lluvias de los veranos tropicales. Entre tanto verde es difícil creer que la gente tenga que luchar por acceder al agua.
“Todavía ahora hay quienes acarrean aguas en ánforas y en cubetas, porque no al cien por ciento tenemos agua en cada hogar”, dice María Luisa, mientras nos ofrece agua fresca de limón. “Una poca de la que no tengo”, dice con ironía Es una excelente conversadora, sus bromas suavizan los temas más difíciles y su sonrisa hace sentir confianza en ella. Así ganó el voto de sus vecinos para encabezar el Patronato de La Unión.
Desde ese cargo las vecinas de La Unión lograron que el gobierno municipal instalara la red de mangueritas negras que cruzan por el pueblo. No fue gratuito, tuvieron que aprender a organizarse, lo que les tomó casi cuatro años, además de entrar en contacto con otros patronatos de agua de comunidades como la suya. Los patronatos son formas de organización comunitarias que ayudan a conseguir infraestructura para llevar agua a las casas de comunidades alejadas. “Anteriormente no sabíamos cuáles eran nuestros derechos como pueblos, como pueblos indígenas que somos, pero a raíz que hemos estado teniendo talleres y capacitaciones, sabemos que parte de nuestros
derechos como seres humanos, es el derecho humano al agua y nos gustaría capacitarnos más para que tengamos el agua en cada hogar”, comenta a María Luisa. Eira Yanice Vasquez García, directora y maestra de la telesecundaria de La Unión, comenta que la lucha por el agua no sólo ha logrado unir a la comunidad, sino a despertar la voz de las mujeres. “Lo que también me gusta es que no se cansan de invitar a otras familias, de hablar a las mujeres, de decirles que asistan, que hablen, que participen. Porque las mujeres aquí no tienen voz ni voto”.
Además de lograr la distribución del agua, deben asegurar la fuente de donde la obtienen. La cisterna que les abastece se llena de un pozo ubicado en un rancho privado. Para acceder a él, el patronato paga con trabajo en el rancho. Por eso sueñan con comprarlo para preservar el pozo. “En artículos de la Constitución no hay priorización de la asociación de patronatos. Nos gustaría que nos integraran para ser reconocidos”, dice María Luisa.
La facilidad de palabra de María Luisa le ganó la confianza de sus vecinas y, tiempo después, de las vecinas de otras 28 comunidades como la suya que se organizaron en la Asociación de Patronatos del Agua del Municipio de Sitalá y le pidieron comandarla. “Es un cargo pesado, hay que ver que en verdad se haga el trabajo que nos encomiendan las comunidades (…) Es de caminar, de tocar puertas, es de tratar de ver que tengamos el agua en cada comunidad”, dice.
Ahora, el reto desde la APAMS es crear un frente para demandar el derecho al agua al municipio. Imaginan, si no un sistema de agua como en las ciudades, sí un sistema de captación de agua de lluvia. “Es de tener esas ganas de buscar el agua, a lo mejor ya no tanto por nosotros, sino por los niños pequeños que vienen”, dice María Luisa. “Ver qué futuro se les deja en el momento, porque no van a estar sufriendo ellos igual que estamos sufriendo nosotros por el agua”.
Según marca la ley, la responsabilidad de crear sistemas de agua en comunidades rurales es del gobierno municipal, pero los ayuntamientos suelen ocuparse de la cabecera municipal y dejan a su suerte a comunidades alejadas de ellas, como La Unión. Para que estas comunidades accedan al agua, desde hace casi dos décadas las organizaciones Cántaro Azul, Fondo Para la Paz y la Fundación Avina fomentan la organización comunitaria. Una de esas formas de organización son los patronatos de agua, como el de La Unión; pero en otras comunidades se llaman consejos comunitarios o los comités del agua. Todas estas figuras son autónomas y buscan el abasto de agua para su territorio. A veces, como en el caso de La Unión, el sistema de aguas es un gran tanque y una red de mangueritas. En otras comunidades el sistema consta de bombas que llevan agua de pozos a tanques y usan tuberías de PVC u otros materiales. A veces, estos sistemas sólo son tinas de captación pluvial y sistemas de purificación.
La organización comunitaria es la llave para acceder al agua. Las organizaciones le llaman “asociatividad”, explica Fermín Reygadas director de Cántaro Azul. La APAMS, que encabeza María Luisa, es un ejemplo de asociatividad, un frente desde el que varias comunidades pueden tener una voz más sólida ante el gobierno municipal, que podría ignorar a una comunidad, pero no a 28. Esto les ha ayudado a que el gobierno apruebe presupuesto para instalar tanques y mangueras, como las de La Unión. El reclamo de agua de la APAMS no solo se refiere al suministro, sino a un derecho más amplio, que incluye el acceso a una cantidad suficiente de agua limpia, potable, para cubrir las necesidades personales y domésticas. “Si bien los gobiernos municipales no tienen capacidad para prestar el servicio de agua en estas comunidades, pues que de menos posibiliten las condiciones para que los patronatos de agua puedan operarlos”, dice Fermín.
Esa es la lucha que hoy se gesta desde la APAMS y desde otras comunidades de Chiapas, como San Isidro, en el municipio de Berriozábal, o Montebello, en Ocozocoautla.
A kilómetros de La Unión, en el municipio de Ocozocoautla, está San Isidro, una comunidad de migrantes internos que desde hace 30 años buscan un lugar barato para vivir cerca de Tuxtla, que se expande en mancha urbana.
Sandra y Esther llegaron a vivir a San Isidro hace unos años. De a poco se integraron en las tareas comunales, entre ellas las del agua. Después de un tiempo, Sandra Elena Cruz Domínguez fue elegida para ser la presidenta de bienes comunales del ejido. No lo podía creer. Al principio, el rechazo por el cargo llegó de todos lados, hasta de su esposo. “No sabes el paquete que te estás aventando”, le advirtió. Sandra ya había ocupado puestos en el comité de agua del pueblo, y quería sumar esa experiencia a su nuevo cargo por el bien de la comunidad.
Por mucho tiempo el comité de agua y la presidencia de bienes comunales de San Isidro trabajaban separados, pero cuando Sandra llegó a la presidencia de bienes comunales convocó a la encargada del comité de agua, Esther Arangoa para trabajar en conjunto. Antes de esta colaboración el agua se bombeaba de un pozo lejano a un tanque en la cima de un cerro cercano a la comunidad y llegaba a las casas solo unos días a la semana a través de tuberías de PVC. Con un poco de capacitación técnica por parte de Cántaro Azul, lograron que el agua llegara todos los días y también implementaron un sistema de cobro de cuotas por el servicio de agua: 50 pesos por mes por cada casa, lo que ha permitido tener un caja de financiamiento para otros proyectos hídricos.
“Queremos que la gente sea consciente con el uso de agua y de la organización que hay detrás, de que la gente sienta la responsabilidad de dar un pago, de todas esas cosas que para un usuario pasan inadvertidas, que no saben lo que se trabaja para que ellos puedan tener agua en su casa, con calidad”, cuenta Sandra. Los avances en la gestión del agua de Sandra y Esther les ganaron un premio de parte de una de las organizaciones que las acompañan. Con ese dinero instalaron paneles solares, para que la cuenta de la luz que usa la bomba que lleva el agua del pozo al tanque, disminuyera; pasó de 3 mil a mil 800 pesos. El siguiente paso será cambiar el tanque de piedra al que llega el agua que, al igual que en La Unión, está en un terreno privado.
Un tanque elevado de acero significará un mejor suministro de agua; además será la llave de un proyecto de terrazas y huertos locales ideado por Sandra y Esther. A pesar de ser un ejido, casi ninguno de los habitantes de San Isidro cultiva la tierra por sus condiciones topográficas, hasta para conseguir un chile hay que ir a otra comunidad para comprarlo. Debajo de la delgada capa de tierra corren amplias lajas de piedra que impiden los cultivos. Para enfrentar ese problema, el ingenio de Sandra y Esther salió a relucir. Por medio de camas de cultivo, rellenas de composta hecha por las amas de casa de San Isidro, Sandra, Esther y otras mujeres del ejido ya lograron cosechar lechugas, arúgulas, epazotes, rábanos, chiles, yuca, camotes y zanahorias. Tanto el tanque como las camas de cultivo requieren de un sistema de captación de lluvia, el cual ya está trazado.
Cerca de San Isidro, a una hora en carretera, está Montebello, una comunidad nacida hace 30 años por tres familias que levantaron sus casas sobre extensas lajas de piedras. Aunque bajo las piedras hay mantos freáticos, aquéllas son tan duras que romperlas para obtener agua es muy costoso y poco fructífero.
Glady es parte de la primera generación nacida de estos parajes. Desde que su familia llegó a este pedregal a principios de los 90, la lucha por el agua ha sido constante. En ese entonces su madre y su padre cosecharon y vendieron chayotes para construir una cisterna del tamaño de su casa, la cual llenaban con agua de lluvia. Glady Janeth de la Cruz Domínguez trabaja a su vez para heredar a sus hijos el acceso al agua. Así se sumó a las brigadas comunitarias del agua, un proyecto de la Junta de Gobierno del Agua de Berriozábal. La Junta de Gobierno funciona similar a la Asociación de Patronatos de Sitalá, sólo que la Junta logró ser parte del gobierno municipal y está integrada por representantes de las comunidades.
Ahí, le encomendaron representar no solo a su comunidad, sino a otras siete para estar al pendiente de sus necesidades de agua. Desde ahí ha logrado gestionar la obtención de sistemas de captación de agua, y sistemas de filtración y purificación, además de cisternas y tinacos nuevos. En la primavera del 2023 Glady viajó a la Asamblea General de la ONU, en Nueva York, y ahí conoció otras luchas por el agua. “Me sorprendieron mucho los de la Amazonía, un río muy grande allá por Brasil, que comentaron que sus aguas estaban envenenadas por las fábricas, por tanta tala y por la extracción de agua”, cuenta asombrada. “Ellos han luchado por defender su agua con todo, incluso dispuestos a defenderla con su vida. Me dolió bastante, pero también me impresionó y me motivó mucho”.
De regreso en Montebello, Glady disfruta de la primera lluvia temporal que por fin cae en los tinacos de su familia. Antes aquí había muchos árboles y animales, jaguares y saraguatos, que se acabaron con la “taladera”, incesante. Glady quiere, además del agua, defender los árboles, porque sin ellos no habrá lluvia. Ella ha escuchado que en otras comunidades hay patronatos de agua que se organizan no sólo para tener captadores, sino para asegurar su suministro de agua, como el de María Luisa en La Unión. También supo de otros que fomentan una mejor vida, como los de Sandra y Esther. Inspirada por los habitantes de la Amazonía, de La Unión y de San Isidro, Glady quiere lograr un avance igual de significativo en Montebello.
Ya sea nombrándose asociaciones de patronatos, juntas de gobierno o comités de aguas, los pueblos y organizaciones que las apoyan tienen un reto común: que estas figuras comunitarias sean reconocidas en la Constitución Mexicana. Para ello se han reunido con el gobierno estatal, diputados locales y federales, e incluso con la Comisión Nacional del Agua (el órgano de gestión nacional). No sólo porque existen en los hechos, sino porque ayudan a dotar de agua a miles de personas olvidadas por los gobiernos. Ese reconocimiento facilitaría su operación y proliferación.
Ante el incumplimiento del derecho al agua por parte del Estado, los pueblos y sus mujeres, de la mano de las organizaciones, llevan el agua a sus comunidades y hogares; la necesidad del acarrear agua las reunió y ellas fueron más allá construyendo redes solidarias que posibilitan la vida. Como el agua de río que avanza y suma a su cauce, María Luisa, Sandra, Esther y Glady, sostenidas por las mujeres de sus comunidades, quieren ser río que nutre a su paso.
Este reportaje forma parte de una serie financiada por la Fundación W.K. Kellogg
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