30 junio, 2020
El crecimiento de las ventas de los supermercados fue, en el mundo de los negocios, de lo más celebrado de la pandemia de covid-19. “Todos los días parece 23 de diciembre”, dicen los CEOs, dejando afuera de sus festejos los daños colaterales del fenómeno: los contagios a los que han sido expuestos sus empleados, en la línea del frente que recibe a la muchedumbre que diariamente llega a abastacerse
Texto: Joao Peres y Victor Matioli
Fotos: Bocado
Hasta mediados de marzo Magdalena tenía una de las profesiones más seguras del mundo: cajera de supermercado en Brasil. Trabajaba sentada, a pocos metros del personal de seguridad – hombres armados –, rodeada de colegas y clientes. Aunque la rutina fuera desgastante, no había experimentado nunca el vértigo, el miedo, una amenaza. Pero la pandemia por covid-19 cambió todo. También su vida. Hoy pocas profesiones son más arriesgadas que la suya.
Magdalena tiene 41 años, vive al norte de la ciudad de São Paulo y trabaja desde hace tres en una unidad de Atacadão –la línea de supermercado de precios bajos de la compañía Carrefour. Es una mujer directa que habla de sí misma en plural, y sin rodeos, incluyendo en su tragedia a las otras 20 mujeres con las que comparte el turno de trabajo de ocho horas diarias. No son un sindicato ni mucho menos. Pero, dice Magdalena, olvidadas por la empresa, aprendieron a cuidarse entre ellas, y a administrar su salario apenas mayor al sueldo mímino: 190 dólares al mes.
Atacadão siempre fue exitoso, pero en las últimas semanas convocó multitudes en busca de precios bajos para llenar la alacena de enlatados, congelados y productos de limpieza. Las imágenes registradas por clientes y empleados muestran escenas que parecen de guerra: multitudes raleando las góndolas, empleados exhaustos, volviéndolas a llenar. Sucedió desde el comienzo del confinamiento –que en Brasil jamás fue oficial, ni mucho menos nacional-, y 14 días más tarde, los que marca la incubación del virus, varios trabajadores empezaron a experimentar síntomas. El contagio fue brutal. A tal punto que una investigación de la Universidad Federal de Rio de Janeiro ubicó a la profesión de Magdalena –cajera- entre las más riesgosas: el 53 por ciento pasó de un día para el otro a estar en riesgo de tener coronavirus.
Jaraguá, el barrio donde concentraremos esta historia (que se replicó, idéntica, en miles) nunca fue un lugar fácil. Es un lugar de favelas con sus casillas que amontonan vidas haciendo de la distancia sanitaria algo completamente imposible. Ni hace falta un virus, la esperanza de vida en una época normal roza apenas los 61 años. Veinte años menos que cualquier barrio de clase alta. Pero en junio de 2020 el lugar tuvo un nuevo récord: se volvió la zona con más muertes, del estado con más muertes, del país con más muertes de América Latina.
En Atacadão de Taipas no hay música, no hay aire acondicionado, no hay espacio entre las góndolas y el techo. Cada pasillo es un sector que los clientes recorren para escoger productos con paquetes dañados, frascos agrietados, o directamente cajas arrojadas por el suelo.
El carrito de una señora ostenta, sobre una montaña de ultraprocesados, un resistente manojo de perejil. Un cuerpo raro; algo así son los vegetales en ese lugar: un exotismo, un lujo. Lo que la gente compra son los paquetes plásticos que decoran la tragedia social, ambiental y sanitaria que se va profundizando. Llevan de a dos carritos de promociones y comestibles baratos y avanzan. “Los clientes están encima nuestro. No hay ninguna distancia de seguridad”, nos había dicho Magdalena por teléfono a comienzos de abril. “La gente simplemente ingresa, ni siquiera hay regulación sobre la cantidad que puede haber en el local al mismo tiempo”.
Nos acercamos y lo comprobamos. Sin lugar para caminar sin chocar uno con otros, los clientes y empleados se confundían en esa masa que los hermanaba: víctimas de un sistema impiadoso que se erige sobre las diferencias, al punto de hacer del derecho a la salud un lujo. “La gente se va a joder”, sentenció el hombre que ese día lo grabó todo con su celular. Las muertes en Brasil por Covid-19 sumaban apenas un poco más de 100, pero se avecinaba lo que hoy se instaló –la muerte de miles de personas- y nadie pensaba para ellos ninguna medida ni capacitación ni equipamiento de seguridad.
Compras de guerra para un escenario impredecible, algo que los directivos de la empresa sabían y celebraban. “Los siete días de la semana son como el 23 de diciembre. Nuestro equipo necesita ser guerrero, determinante, para enfrentar a la multitud”, dijo Belmiro Gomes, CEO de la competencia de Atacadão: Assaí, la línea mayorista de Pão de Açúcar, al comentar los resultados de los primeros quince días de cuarentena, mientras proyectaba un crecimiento del 20 por ciento para los meses venideros.
Los supermercados son una fiebre que se propagó por América Latina mucho antes que el coronavirus. En los años 90 las fronteras se abrían a la importación de alimentos, y a fuerza de márketing y acuerdos de libre comercio, los sistemas alimentarios locales se posicionaron como un pasaje al pasado que la región estaba comandada a dejar atrás.
El éxito fue rotundo. En Chile, más de 50% de la comida se compra en supermercados. En Honduras, México y Perú, tres empresas controlan alrededor de 90% del sector. Walmart, Casino, Carrefour, Cencosud, Oxxo: nada cambia entre nuestros países.
Ese éxito fue acompañado por el aumento de enfermedades crónicas no transmisibles, que enseguida convirtieron a la región en una que podía jactarse de contar con los peores indicadores del mundo.
El campo también sufrió las consecuencias de la transformación alimentaria: el agronegocio disolvió fronteras y entre Brasil, Argentina y Paraguay se creó la República Unida de la Soja, con casi 90 millones de hectáreas monocultivadas de esa sola planta, que se utiliza para alimentar animales de cría industrial o rellenar productos ultraprocesados. Sólo en Brasil, la producción de maíz transgénico – que se emplea para generar piensos, aceites, almidones, harinas, azúcares y aditivos – alcanzó las 18.5 millones de hectáreas.
En Brasil los productos comestibles ultraprocesados representan el 20% de las calorías que se comen por día. Mientras disminuimos la producción y consumo de frijoles en un 50%, y de arroz en un 37%.
Carrefour y Pão de Açúcar controlan solas un tercio del supermercadismo de Brasil. Y ambas viven la euforia de la pandemia. En las dos últimas semanas de marzo, al inicio de la cuarentena, el grupo Carrefour registró un aumento del 20.9 % de las ventas a comparación con el mismo mes del año anterior. Pão de Açúcar tuvo aún más suerte: 56.5 %. Se trata de ventas diferenciadas: los más afortunados compran por internet a domicilio. Los pobres ponen el cuerpo: se amontonan frente a la góndola mientras sortean a otros pobres los que como Magdalena, los atienden. Los «Atacarejo», la línea mayorista es la más exitosa, y, como el virus su propagación se vuelve exponencial en la pobreza. Hoy el 70 % de las ventas de Carrefour y el 60 % de Pão de Açúcar.
El modelo fue clave durante la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva. Pero ahora es crucial: a medida que aumenta la pobreza, aumenta el consumo en esos locales. Choferes de Uber, mucamas, asistentes de telemarketing, empleados del comercio, recepcionistas, profesores, vendedores de comida callejera: todos intentan estirar en esas góndolas ingresos deteriorados.
Una joven pareja elige una caja con 36 hamburguesas. Un señor analiza los precios de paquetes con docenas de salchichas de marca desconocida. Las madres con niños llevan yogures, dulces, snacks, leche en polvo, achocolatados al por mayor. “Atacadão es el mejor lugar”, dice una mujer que se aventura a una montaña de manzanas marchitas e intenta escoger las que no están podridas.
Brasil, y todo lo que no se debe hacer en una pandemia, se podría llamar la película dirigida por un presidente mesiánico y fuera de sí: Jair Bolsonaro. Anticiencia, militarista, empresariocéntrico y fundamentalista religioso. El hombre a cargo de una de las sociedades más desiguales del planeta, que hasta el comienzo de junio había dejado morir a 30 mil personas, con una contabilidad deficiente y subestimada y que sin embargo reflejaba lo de siempre: que los negros y pobres mueren más. En lugares como Atacadão de Taipas, el coronavirus es imparable como las pesadillas y contagioso como lo que es: una peste brutal.
Y Magdalena lo sabía. Ese era su mayor temor. Ser quien metiera covid-19 en su casa. Sufría al pensar en los riesgos que ofrecía a sus tres hijas de 15, 20 y 22 años. ¿Sería el marido, un trabajador informal de 55 años, una víctima fácil? ¿Qué destino estaría reservado para su suegra, que acaba de cumplir 70 años?
Pasaron 45 días. Llamamos otra vez. Magdalena atendió el teléfono y sollozó mientras nos describió lo que sentía: la fiebre, el dolor en el cuerpo, la pérdida del olfato y paladar, la falta de aire.
-¿Donde recibiste el diagnóstico?
-En el trabajo. Estaba ya hacía rato sudando frío, pasándola mal.
-¿Y lo dijiste?
-Sí, inmediatamente. A la supervisora.
-¿Y qué te dijo? ¿Qué hizo?
-Lo ignoró. Y se fue. Y seguí ahí, atendiendo gente. Hasta que llamé al de seguridad y le dije: disculpa, pero me tengo que retirar de la caja. Me voy a desmayar.
Magdalena cruzó la calle y fue sola al hospital. “Me dijeron que mi pulmón estaba manchado. Y me sugirieron quedarme en casa por cinco días antes de volver a trabajar, que finalmente parece que serán siete”, dice Magdalena. El tiempo que dispone el ministerio de Salud no es ese, sino 14 días.
Ese día que Magdalena se fue a su casa volando de fiebre, los directores de Carrefour celebraban por teleconferencia los resultados financieros del primer trimestre. “Estamos frente a un muy buen escenario”, dijo Roberto Mussnich, presidente de Atacadão. “Tenemos un modelo excepcional, que mantiene el equilibrio entre el costos bajos y el precios bajos, lo que hoy atrae a nuevos clientes. Somos una solución frente a la pandemia”, dijo y enseguida aclaró: “No una solución médica, claro está. Pero es una solución para mejorar la calidad de vida de las personas”.
Ese día también la empresa publicó cuáles estaban siendo sus medidas de seguridad: la instalación de acrílicos para proteger a sus cajeros y la distribución de barbijos entre los empleados.
Para Camila, las medidas están muy lejos del ideal. A los 30 años, trabaja hace dos en Atacadão. No conoce a Magdalena: cumple otro horario en otro sector de la tienda; es repositora y aún no tuvo síntomas. “El movimiento de gente es aún mayor que al inicio de la pandemia. Pero ahora al menos se está controlando que el ingreso no resulte en un tumulto adentro del local”, dice. Aunque, al igual que los expertos en infectología, cree que para muchos ya es tarde.
A mediados de mayo en Atacadão de Taipas había alrededor de 30 empleados con síntomas de Covid-19, sin contabilizar a los 200 repositores externos. El número no es oficial, Carrefour se negó una y otra vez a suministrar datos oficiales. “Los datos son de uso interno del Grupo Carrefour”, dijeron. Lo mismo respondieron desde la competencia, Pão de Açúcar. La Secretaría de Seguridad Social del Ministerio de Economía no ha separado por rubro a los infectados. Así, no solo no sabremos cuántos de ellos morirán, tampoco hay ninguna planificación para que los clientes que tomaron contacto con ellos puedan hacer sus propias evaluaciones de salud.
La única asociación que se dedicó a relevar números propios fue la Asociación de Supermercados de Río de Janeiro. A fines de abril ya se había contagiado el 7 por ciento de los 200 mil trabajadores. Pero luego de divulgar esa cifra, la organización no volvió a publicar estadísticas.
El Sindicato de Comerciantes de Río de Janeiro realizó acciones judiciales orientadas a terminar con las violaciones laborales del sector en tiempos de pandemia. Así lograron a comienzos de mayo que el personal de los supermercados ubicados en áreas más favorecidas del estado tuviera barbijos, y se limitara el acceso de los clientes para evitar las aglomeraciones.
Hasta el 13 de mayo el Ministerio Público de Trabajo (MPT) en San Pablo había recibido 1453 denuncias sobre violencia laboral; 45 eran de personal de supermercado, y 15 de trabajadores de comercios minoristas. Jornadas extendidas, clientes haciendo muchedumbres, falta de equipamiento y, como contaba Magdalena: negligencia ante el personal contagiado.
Magdalena no leyó sobre las intervenciones de ninguna agrupación ni sindicato. Pasados los siete días de recuperación que le otorgaron, con el cuerpo todavía dolorido y sin haber recibido de su trabajo más que la solidaridad de sus compañeros, volvió a trabajar mientras todavía temía haber infectado a sus parientes, que, aún no han experimentado síntomas. Junto con ella trabajan esta mañana otras diez cajeras que lograron recuperase.
¿Qué esperan encontrar? Las escenas que se ven en ese lugar a diario: bebidas estalladas y chorreadas en el suelo, sacos de harina rotos y espolvoreados por el lugar, pollos que sudan, cucarachas entre las latas de leche en polvo, ancianos que intentan estirar su jubilación, quejas y peleas entre clientes, y ahora también personas con miedo a un virus que ni saben cómo enfrentar.
“No me preguntaron si yo estaba bien. Si estaba tomando medicamentos”, cuenta Magdalena sobre el regreso al trabajo. “Comenté que todavía me faltaba el aire, especialmente cuando tenía puesta la máscara, pero ellos se hacen la vista gorda. Las empleadas somos insignificante para ellos. Como dicen, soy un número.”
Este texto es parte de una serie de notas financiadas por Bocado-investigaciones comestibles. Una red latinoamericana de periodistas con perspectiva científica y de derechos humanos, dedicada a temáticas vinculadas a la alimentación, los sistemas alimentarios y los territorios. Nos encuentran en bocado.lat Tw e IG @bocado_lat
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