Restas y sumas contra el dolor

15 julio, 2019

El profesor Lamberto Castro reconstruye desde la adversidad y trata de mejorar el camino de unos niños que igual que a él, los alcanzaron dos de los más grandes males de este estado: tener a un familiar desaparecido o asesinado

Texto: Margena de la O / Amapola

Fotografía: Angie García

CHILPANCINGO, GUERRERO.- Con ocho niños que asistieron hoy al curso de regularización de verano, el profesor Lamberto Castro de la Cruz forma, con palitos de madera, decenas y centenas, hasta llegar al millar.

La mamá de uno de esos niños me dice: “ahorita que te veo los ojitos me acordé de mi hijo, al que tengo desaparecido”.

Este martes 9 de julio es el segundo día de tres semanas de clases de regularización que preparó el profesor Lamberto. Lleva tres años seguidos atendiendo a niños de primaria del Colectivo de Familiares Desaparecidos y Asesinados de Chilpancingo.

Esta ocasión se apuntaron 23, pero hoy sólo asistieron José, Kevin, David, Ángel, Karime, Manuel, Ramses y Santiago. Uno de ellos es el hijo de la mujer que espera sentada junto a la puerta, a quien no le fue bien en matemáticas durante el ciclo escolar. “Va atrasadito”, dice la madre.

Su hijo no cerró bien el tercer año de primaria, pero eso no importó tanto, sino que por voluntad propia él mismo pidió asistir a las clases de regularización, después de años de temer salir a la calle.

El profesor Lamberto de alguna manera trata de que sus “dispositivos de aprendizaje” disminuyan cualquier efecto que deje en los niños ser parte de este grupo específico. Los motiva y les demuestra cariño. Él más que nadie los entiende.

A los niños y el profesor les une más que la dupla enseñanza-aprendizaje. Todos forman parte del mismo colectivo, son familiares de víctimas de una persona desaparecida o asesinada en Guerrero.

“Ellos a lo mejor no saben que yo también estoy padeciendo una situación igual, pero trato de entenderlos, porque sé el entorno de dónde vienen, cómo está su situación”, dice.

El profesor Lamberto reconstruye desde la adversidad y trata de mejorar el camino de unos niños que igual que a él, los alcanzaron dos de los más grandes males de este estado.

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La madre espera a su hijo. Tenía la opción de dejarlo a las nueve de la mañana y volver por él a las 12:30, pero se quedó las tres horas y media de actividades.

El hijo de nueve años también hizo su esfuerzo, se levantó a las seis de la mañana para que le diera tiempo de llegar. Desde la colonia de El PRI, parte poniente de la ciudad, donde viven ambos, hasta cerca de la colonia 20 de noviembre, zona oriente, donde está la sede del curso, lleva una media hora en el servicio público, si se considera un transbordo de ruta. Ellos invirtieron casi un par de horas en llegar.

El camino se lo hicieron a pie porque la madre no tuvo para pagar los 28 pesos por cada uno de pasaje para ir y venir. Se terminó el dinero que es su puntero para las tortillas de maíz que hace a mano y vende. En los últimos días tampoco ha trabajado en las casas que asea. Tiene una infección en la garganta que no le deja ni pasar agua.

Espera que pronto le entreguen los 2,000 pesos mensuales que reciben de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), para tener con qué dar de comer a su hijo. Ayer lunes preguntó a otras víctimas si ya les habían pagado, pero nada.

La Ley de Víctimas establece dos tipos: las directas o las indirectas. La segunda es el lugar donde con regularidad ubican a los familiares de desaparecidos o asesinados en este país, pero hay casos que les coloca en ambos lados a la vez, y para ellos no existe categoría.

Es el caso de esta mujer y su hijo, de quienes no se proporciona rastros para cuidar su integridad.

Hace tres años ambos vivían en Coyuca de Catalán, uno de los nueve municipios de la Tierra Caliente de Guerrero. Con ellos también vivía el hijo mayor, hermano del niño, que por ese tiempo rondaba los dieciséis años, y la pareja sentimental de ella, padre del menor.

Viviendo allá, un día se les hizo de noche en una de las casas donde era empleada doméstica. La acompañaban sus dos hijos.

La patrona le pidió que se quedara a ayudarle con una fiesta de cumpleaños para niños, a cambio de un poco más de pago.

El acuerdo por ese día de trabajo incluía que al final de la fiesta los regresarían a casa en coche, por toda la violencia que ocurría en esos momentos en Coyuca de Catalán. El carro de la patrona nunca arrancó y ella creyó que llegaría a casa con sus hijos sin problemas. “El que nada debe nada teme”, recuerda que dijo.

En algunos lugares de Guerrero esto no es suficiente. En el camino de vuelta a casa, la madre y sus dos hijos se toparon una camioneta blanca donde viajaban algunos hombres armados que ella confundió con policías ministeriales. Jaló a su hijo mayor porque casi lo atropellan.

Los hombres se bajaron de la camioneta y subieron a la fuerza a la madre y sus dos hijos. Se los llevaron. Al menor lo liberaron momentos después, pero a ella y al adolescente los trasladaron hasta una cancha deportiva. Ahí los golpearon, a ella más, porque intentó evitar los golpes a su hijo.

Después los encerraron en un lugar, donde estuvieron sentados en el piso uno al lado del otro por varios días. A ella la liberaron, pero sin su hijo. Hasta hoy no sabe qué fue de él.

Por lo que se ve en la foto que trae en su teléfono celular, el muchacho, que ahora tendría 19 años y muy probable ya habría terminado su bachillerato, es güero y de ojos claros. “Como me vieron prieta y fea no creyeron que fuera su mamá”, comenta la mujer del momento en que les pidió a sus raptores lo liberaran.

Está convencida de que lo confundieron. Recuerda que durante su cautiverio, los hombres armados llamaban a su hijo con un nombre que no era el suyo.

Ella y el hijo menor tuvieron que salir de Coyuca de Catalán a escondidas. Una vecina les dio dinero para viajar a Iguala, porque los mismos hombres que los raptaron la buscaban. El padre del menor los abandonó.

Los dos llegaron a Chilpancingo, después de varios días de vivir en la central de autobuses en Iguala. Los primeros días en esta ciudad también los pasaron en la estación camionera.

Por ahora se han estabilizado, aunque en condiciones precarias, porque ni siquiera tienen para el transporte público.

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Las respuestas que dan los niños después de agrupar en unidades, decenas y centenas el millar de palitos de madera, el profesor Lamberto las escribe en unos lienzos de papel que están pegados en la pared al fondo del pasillo.

Las láminas funcionan como pizarrones. En ellas también están anotados sus nombres.

Enseguida está una mesa de madera con sillas de plástico donde hacen sus ejercicios. Todo lo demás está vacío.

La casa es amplia. Por primera vez, después de dos ciclos escolares que regulariza a niños de familiares de desaparecidos o asesinados, el profesor tiene un espacio propio que aspira convertir en un lugar de atención académica permanente para los niños.

En el ideal, en el lugar habría mobiliario y equipo para las actividades docentes, además de un presupuesto para los desayunos de los niños. Al menos así presentó el proyecto a la Secretaría de Educación Guerrero (SEG), pero sólo le respondieron con la renta de la casa.

“Aquí falta mobiliario, falta equipo, pero también faltan recursos para que los niños tengan un desayuno y tengan sus útiles que sirvan para aprender. Faltan muchas cosas”, menciona.

Por ahora, tener el espacio, ya es un avance. Durante los periodos vacacionales del ciclo escolar 2016-2017 ocupó un salón que le prestaban en las instalaciones de la Comisión de los Derechos Humanos del Estado de Guerrero (CDHEG). Al siguiente ciclo trasladó su escuelita a las instalaciones del Centro de derechos de las víctimas de la violencia “Minerva Bello”.

Cuando se dice que nadie más que el profesor Lamberto entiende el contexto de estos niños, es porque la posición de víctima no sólo la ve, también la vive. “Es una situación que me pongo a revisar y me duele, me duele mucho”, menciona.

La noche del 9 de julio del 2016 una camioneta se estacionó a unos metros del negocio de micheladas que atendía Kevin Castro Domínguez, en la colonia del PRI, al poniente de la ciudad. Unas personas se bajaron y dispararon contra él. Le dieron al menos ocho disparos.

Kevin era estudiante de bachillerato, tenía 17 años. Era hijo del profesor Lamberto.

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Después de la muerte de Kevin el profesor Lamberto necesitaba encontrar algo que disminuyera el dolor de su ausencia. Debía tener una conexión con la independencia y seguridad que desde pequeño mostró Kevin al tomar sus decisiones.

Entonces pensó en los niños de las víctimas de desaparición y asesinato, que vinculó con su idea de una formación académica independiente. “Yo puedo ayudarlos, sé cómo ayudarlos”, recuerda que pensó.

El profesor sabe que las familias que tienen una persona desaparecida o asesinada caen en un deterioro por los cambios que ocasiona convertirse en víctima.

El primero es emocional, que pega directo en la salud, el segundo es económico, condición que más asfixia a los niños, porque va de la mano con el descuido. A eso le sigue el desinterés del niño en todo.

Esta condición la clarifica así: las madres, en muchos casos, cuando el padre está desaparecido, tienen que hacerse cargo de la manutención completa de los hijos y pasan todo el día en el trabajo, sin tiempo para enterarse de cómo van en la escuela.

A esa situación le suma que el sistema educativo público en México está atrasado, porque fue diseñado para “servir al Estado”.

Desde esa óptica entiende por qué los docentes no se involucran en los contextos de los niños. “El maestro a lo mejor no está tan consciente de la situación que ocurre en la familia del niño y únicamente le hace las observaciones, más no se involucra, no investiga”, reflexiona.

Su evaluación sobre el sistema educativo la hizo desde antes que se convirtiera en una víctima indirecta de la violencia en México. Esa fue la razón por la que en el 2012 renunció a su plaza de docente, después de 26 años de servicio.

En su pleno proceso de duelo el profesor Lamberto comenzó con los cursos para niños en periodos vacacionales, que alternó con asesorías domiciliarias. Esta regularización la programó los fines de semana.

Durante el ciclo escolar reciente regularizó a Abraham, América y Arturo, quienes cursaron primer año de secundaria, y quinto y segundo año de primaria. El ciclo pasado (2017-2018) a Francisco, cuando todavía cursaba el sexto grado, a quien recuerda con cierto orgullo.

Francisco es hijo de un abogado que está desaparecido. El impacto de su ausencia comenzó demostrarlo con bajas calificaciones y un total desinterés por mejorarlas.

El profesor Lamberto inició a regularizarlo en noviembre del 2017. Primero se ganó su amistad contándole sobre su formación como docente, después subieron de una a dos las sesiones en casa por semana.

Para marzo fueron tantos los cambios de Francisco que durante las olimpiadas del conocimiento de su escuela quedó en uno de los tres primeros lugares y repitió el resultado en la competencia de su zona escolar.

De las cosas que supo el profesor Lamberto de él fue que cuando aplicó para el examen de admisión a una de las secundarias más concurridas del centro de Chilpancingo, obtuvo casi un nueve de calificación.

En este momento cobra sentido la frase que repitió el profesor sobre la enseñanza que le inspiró su hijo Kevin: “me enseñó a enseñar”. Su reto para este verano es que 23 niños recuperen su confianza y se expresen con libertad.

“Encontré la manera de conectarme con los niños. Poco a poco este dolor se fue disipando y se fue convirtiendo en mucho ánimo. Cuando estoy con ellos, siento que estoy con mi hijo, siento la convivencia y siento que a él le daría gusto que yo hiciera esto”, dice.

En el grupo de niños de este curso al menos ya está el hijo de la mujer que huyó de Coyuca de Catalán, venciendo su miedo de salir de casa, después de la desaparición de su hermano, y haciéndole frente a las matemáticas.

Este trabajo fue publicado originalmente en Amapola, que es parte de la Alianza de Medios de Red de Periodistas de a Pie. Consulta aquí la publicación original