Es probable que no regresemos al mundo que conocíamos hasta hace escasos meses, y la verdad es que una buena parte de lo que teníamos antes de esta situación era básicamente una mierda: explotación, miseria, xenofobia, racismo, violencias de género, desapariciones, destrucción de la naturaleza, despojo de miles de pueblos a manos de los gobiernos que ahora compiten por generar la vacuna del virus en turno
Texto: Heriberto Paredes
Desde el 4 de marzo, mi compañera y yo estamos haciendo una cronología de cómo avanza el COVID-19 en nuestro entorno y en algunas otras latitudes. Vivimos en Nueva York, uno de los epicentros de la amplia propagación de esta enfermedad. Los casos ya superan los 17 mil en la ciudad y cada día se suman miles de casos identificados, así que para cuando lean esto, la situación será más grave.
No podemos y no debemos salir a la calle.
Fiel a mi oficio, tengo el impulso de salir a reportear, de acercarme a la gente y preguntar lo que está pasando. Toda mi vida he estado en el lugar de los hechos, donde hay sufrimiento, violencia, muerte y dolor, pero también donde hay alegría y autonomía, donde hay opciones, caminos nuevos por construir.
Pero ahora es distinto: hemos decidido no ir en contra de las indicaciones generales que ha hecho el gobierno del estado de Nueva York. Hemos tomado esta decisión porque nos parece fundamental resistir y sobrevivir a la pandemia. No sólo ver la ola de contagio desde adentro sino aprender a esquivarla y dejarla atrás.
Tenemos miedo, pero también tenemos ganas de vivir, ganas de salir de nuestras casas y volver al ruedo a luchar en nuestras trincheras, a tener contacto con la gente que queremos. Tenemos el enorme deseo de caminar con tranquilidad bajo los árboles floreados de la primavera y, definitivamente, queremos regresar a no tener miedo de contagiarnos. Deseamos seguir viviendo y que ese deseo no se pierda, que sea eso lo que se contagie.
En la bitácora que llevamos día con día escribí, además de los números de casos confirmados y los fallecidos, que las sociedades en las que vivimos se muestran en ocasiones autodestructivas y, sin embargo, como especie también hemos generado cosas tan relevantes como el amor y la capacidad de ayuda mutua. Creo que no hay que dejarse vencer tan rápido por la mayor pandemia que nos ha afectado en toda la historia de la humanidad: el capitalismo.
Tenemos la responsabilidad histórica de resistir y de sobrevivir para construir formas distintas de convivencia. Es un horror pensar que todo el desarrollo industrial nos tiene en la especulación de la escasez de tapabocas y de ventiladores. Es un horror pensar en el cobro de pruebas para identificar si estamos o no contagiados con el COVID-19. Así que pensar que la peor derrota de la pandemia es nuestra supervivencia ayuda mucho.
Es probable que no regresemos al mundo que conocíamos hasta hace escasos meses, y la verdad es que una buena parte de lo que teníamos antes de esta situación era básicamente una mierda: explotación, miseria, xenofobia, racismo, violencias de género, desapariciones, destrucción de la naturaleza, despojo de miles de pueblos a manos de los gobiernos que ahora compiten por generar la vacuna del virus en turno.
Del campo de batalla del aislamiento tenemos que salir en algún momento, aprender colectivamente cómo hacerlo. Lo podemos hacer paulatinamente: saber quién vive a nuestro alrededor, quién vive en la cuadra, en el barrio, desde los gestos pequeños hasta la creación de nuevas redes de apoyo para salir adelante sin esperar a las decisiones de las instituciones de salud. La construcción de una ética anticapitalista que permita el nacimiento de nuevas formas de relacionamiento.
Les pongo un ejemplo de cómo estamos a merced de nuestros captores y hay que escapar –en lo posible– al síndrome de Estocolmo: en México, país del que soy originario, a comienzos de este 2020, miles de enfermos de cáncer se manifestaban para exigir se restablecieran los subsidios que aseguraban su tratamiento de quimioterapia; ahora estamos a expensas de ese mismo gobierno inepto, perverso, oscuro, y lo mismo sucede en Estados Unidos, donde el sistema de salud público se desmanteló hace tiempo.
En un país como el mío, el Estado no es fallido, por el contrario es bastante eficiente en ejercer una necropolítica que ha costado la vida a más de 200 mil personas y tiene a más de 60 mil desaparecidos y desparecidas. No hay razón alguna para creer que va a salvaguardar a la población en tanto que su condición criminal no ha sido eliminada y no se apuesta por la vida. Todos los recursos que utiliza en mantener la muerte no los va a canalizar para asegurar la vida.
El geógrafo David Harvey asegura en «Política anticapitalista en tiempos de coronavirus», que luego de «40 años de neoliberalismo en América del Norte y del Sur y en la Europa dejaron un público totalmente expuesto y mal preparado para enfrentar una crisis de salud pública de este calibre […] En muchas partes del supuesto mundo ‘civilizado’, los gobiernos locales y las autoridades regionales, que invariablemente forman la línea del frente de la defensa en emergencias de salud y seguridad pública de este tipo, fueron privados de financiamiento gracias a una política de austeridad proyectada para financiar cortes de impuestos y subsidios para las empresas y los ricos».
Aquellos que nos metieron en esta austeridad y falta de opciones de salud digna, quienes desvanecieron la salud como un derecho humano, son los mismos que ahora están a cargo de salvar las economías y a las personas contagiadas. Más allá de desobedecer erróneamente las medidas de seguridad sanitaria, este tiempo de aislamiento nos puede servir para analizar y para fortalecernos en nuestras colectividades.
Tomar en serio esta emergencia es una responsabilidad para sobrevivir. Una vez que la vida esté más a salvo que en riesgo de contagio será posible atender los factores que nos llevaron a esta disyuntiva.
El Nodo Solidale, integrado por «italianxs que viven en México desde hace mucho tiempo» emitió un comunicado tenaz y muy certero. En él aseguraron que: «Cuando se diagnosticaron los primeros casos de COVID-19 en Italia, mucha gente decía que era una mentira, una invención más del mal gobierno para meternos miedo y militarizar el país. Este era entonces también nuestro pensamiento: nos burlamos de las medidas de seguridad. Nos equivocamos. La expansión del virus ha sido tomada como pretexto para militarizar el país y criminalizar derechos fundamentales como la libertad de reunión, pero pronto tuvimos que reconocer que el COVID-19 es un peligro real».
Además de ver cómo se van apagando muchas cosas de la cotidianeidad que vivíamos, también tenemos la responsabilidad de ir anotando las cosas que nos han ayudado y las que hemos aprendido para el «buen vivir», que no es una idea sino un camino para conducirnos dignamente. Pero tenemos que reinventarnos, porque estamos en una situación de prevención del contagio. Ya lo advierte el Nodo al referirse a la situación de ahora: «porque es una amenaza más a la vida de la que hay que defenderse y que requiere una actitud diferente, a la que no estamos acostumbradxs». Y ahí sirven mucho las cosas bellas de la vida.
Un paréntesis al análisis estructural. O a lo mejor es algo de lo mismo. Ya decidirán ustedes. La situación es la siguiente: al ver la larga fila de camiones militares que transportan los ataúdes en los cuales descansan los restos de las personas fallecidas en Italia a causa del virus, un dolor profundo me invade, una angustia no me deja dormir.
A media cuadra del edificio en donde vivimos, en pleno Manhattan, hay un hospital en donde con regularidad solían escucharse las sirenas de las ambulancias, algunas de noche y otras de día, pero ahora tenemos un aumento considerable en estos sonidos de muerte. Digamos que las imágenes de Italia y sus personas fallecidas, sin poder despedirse físicamente de sus familias, tienen el sonido de las ambulancias que abundan en el aire que respiro.
Respiramos la muerte y no nos damos cuenta.
Pero esa muerte es nuestra también, esa muerte debemos recuperarla para que no vuelva a ser una muerte en soledad, con el consuelo de unas tablets que sostienen doctores y doctoras, para que las miles de víctimas se despidan por video llamada. Tiene que haber un mecanismo que supere las videollamadas de la muerte.
Es terrible normalizar la existecia de estas caravanas de la muerte, que se llevan a nuestros muertos con el fin de proteger a la población no infectada, mientras que algunos periodistas consiguen trajes especiales para ingresar a los hospitales y grabar escenas de las mismas personas que no podrán recibir ni siquiera un apretón de manos con guantes de látex de sus familias.
Ojalá no pasemos al momento en que, según lo plantea el New York Times, el personal médico tenga que decidir a quién le otorga un ventilador dependiendo de quién tiene, según los protocolos y las consideraciones de provisiones médicas, la posibilidad de recuperarse. Una moneda más del biopoder del capitalismo convertido en una obligación impuesta a las y los doctores.
Recuperar la muerte y volverla nuestra, recuperar «el derecho de vivir –y de morir– en paz» en contraposición al derecho de decir adiós a través de un aparato.
La lingüista ayuujk, Yásnaya Aguilar recientemente hizo un recuento de las pestes en su comunidad, ubicada en partes montañosas de lo que hoy se conoce como Oaxaca, México. Entre lo más lúcido que he leído está la enseñanza principal de su tatarabuelo: «el bien individual no se opone al bien colectivo, el bien individual depende del bien colectivo».
En momentos de crisis y del distanciamiento social como recomendación, muchas personas se han tomado esto como una oportunidad para desvincularse, para defender su individualismo y mostrarse agresivos hasta en el supermercado. Momentos de xenofobia y racismo fueron frecuentes al comienzo de esta pandemia, se acusaba a la población originaria de China de ser la causante de este mal. Todavía hay quien piensa que es una falsedad y que la crisis no es más que un buen momento para saquear por saquear, sin recordar que las estrategias de sobrevivencia y de lucha se han usado para beneficiar a las colectividades y no al individuo.
Ya lo dijo el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en dos apartados finales de su reciente comunicado frente a la crisis del COVID-19: «Llamamos a no dejar caer la lucha contra la violencia feminicida, a continuar la lucha en defensa del territorio y la Madre Tierra, a mantener la lucha por l@s desaparecid@s, asesinad@s y encarcelad@, y a levantar bien alto la bandera de la lucha por la humanidad. Llamamos a no perder el contacto humano, sino a cambiar temporalmente las formas para sabernos compañeras, compañeros, compañeroas, hermanas, hermanos, hermanoas».
No perdamos la perspectiva de que es este modelo de desarrollo lo que nos ha traído hasta aquí, a la angustia de las mascarillas y los ventiladores, a la respiración mortuoria y a la paranoia del rechazo.
Hace pocos días, Judith Butler señaló que el virus no discrimina, puede alcanzar a todas las personas. Sin embargo, el no reconocimiento del derecho universal a la salud para todas y todos, es decir, uno de los regalos más costosos del capitalismo, hará que el virus sí discrimine, que discrimine en el instane que una vacuna sea patentada. En contraposición a las posibles fuentes de la colectividad, asegura que Bernie Sanders tiene una respuesta en su proposición de un sistema de salud universal en Estados Unidos.
¿Vendrá del Estado la respuesta?
Hemos sobrevivido, vuelvo a señalar, a la mayor pandemia de la historia: al capitalismo. Tantos pueblos han luchado y han sobrevivido que es nuestra responsabilidad aprender de ellos y persistir sobre la faz de la tierra. Porque además de ser nosotros, una especie de hongo cancerígeno, también somos capaces de cosas que valen la pena. Como, por ejemplo, aprender que es falso que el bien individual se opone al bien colectivo. Yásnaya agrega que «la colectivización del cuidado puede parar la pandemia».
No todo es tristeza e individualismo al permanecer en nuestras casas, también podemos comenzar a sacudirnos la pesadumbre y el nihilismo y comenzar a construir un camino distinto. Mientras tanto, seguiré con los apuntes en la bitácora de esta pandemia.
Fotógrafo y periodista independiente residente en México con conexiones en Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Cuba, Brasil, Haití y Estados Unidos.
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