Al cerrarse al diálogo y el acuerdo, la clase política descarrila la posibilidad de mejorar las leyes y las instituciones que no están resolviendo problemas graves del país, como el de violencia e inseguridad
Twitter: @chamanesco
Puede parecer absurdo, pero la clase política va tomando por costumbre renunciar a la política.
Negarse a discutir iniciativas de reformas al marco legal, y anunciar la “moratoria constitucional” como punto principal de la agenda legislativa, es renunciar a la política.
Se entiende la estrategia de la oposición, sobre todo después de que sus votos en contra del dictamen de reforma energética provocaran una campaña en la que se les tildó de “traidores a la Patria”. Pero anticipar la negativa al análisis de futuras iniciativas implica descalificarlas de antemano y clausurar la posibilidad de mejorar las leyes.
Dar por hecho que el “bloque conservador no ayuda” y sólo quiere “boicotear el proyecto transformador”, y hacer del arrebato mañanero la única vía de relación con la oposición, es renunciar a la política.
Se entiende que al presidente le moleste que la oposición anuncie que no habrá ninguna reforma constitucional en el futuro, pero responder a ello airadamente -con la descalificación desde el Palacio Nacional- implica negarse al diálogo, la negociación y la construcción de acuerdos.
Al entramparse de esta manera, la clase política descarrila la posibilidad de mejorar las leyes, las instituciones y los procesos que hoy no están resolviendo algunos de los principales problemas del país.
Esta actitud permite a nuestros políticos capotear el día a día, animar a sus huestes e incendiar la conversación en las redes sociales, pero a quien entrampa es a la ciudadanía, que se queda siempre con la gran duda de qué fue primero: el huevo o la gallina; el boicot opositor, o el arrebato presidencial; la moratoria constitucional o el “apruébese sin moverle una sola coma”.
La trampa en la que ha caído el debate en torno a la Guardia Nacional, en medio de una situación crítica en materia de inseguridad y violencia, es un buen ejemplo de las consecuencias del fracaso de la política.
Cuando se aprobó, en 2019, la Guardia Nacional fue el primer gran acuerdo entre el nuevo gobierno y las oposiciones.
Crear un cuerpo de seguridad semi-militarizado, con un régimen transitorio para consolidarlo como una institución civil en un plazo de cinco años, sonaba razonable. Parecía una buena idea, producto de los acuerdos a los que entonces llegaron los legisladores de la 4T con sus opositores.
Y, aunque el presidente nunca se sentó a dialogar con los dirigentes o coordinadores parlamentarios del PAN, PRI, PRD y MC, el acuerdo fue construido a partir del diálogo, sobre todo en el Senado, donde Ricardo Monreal tuvo que conseguir los votos de las oposiciones haciendo lo que hoy ya no se hace: diálogo, concertación… política.
Tres años después, es evidente que el régimen transitorio fracasó, y que la Guardia Nacional está muy lejos de constituirse en la institución civil que había sido pactada por las fuerzas políticas.
La Guardia Nacional nació en sustitución de la Policía Federal, pero como suele ocurrir, las nuevas leyes y nuevas siglas en una institución no cambiaron la realidad.
Y, ante el agravamiento del problema, el presidente anunció, desde mediados de 2021, una iniciativa de reforma para que la Guardia Nacional pase a formar parte, de manera abierta y total, de las Fuerzas Armadas.
Pero como ello implica una nueva reforma, que la oposición ha anunciado que le va a negar, ahora el presidente anticipa que buscará cumplir con ese objetivo por decreto.
Un presidente que nunca ha recibido a los líderes de la oposición en lo que va de su sexenio, que se jacta de ni siquiera conocerlos, y que disfruta descalificándolos desde las conferencias mañaneras, no será el presidente que convoque a un diálogo que construya un nuevo acuerdo político para resolver el problema que más afecta a la ciudadanía.
Se entiende que el presidente crea que no debe acordar su política de seguridad con partidos a los que considera conservadores, corruptos y moralmente derrotados.
Pero ello anticipa nuevos desencuentros, más confrontación, nuevas descalificaciones y acciones legales de los partidos opositores para cuestionar la constitucionalidad del acuerdo presidencial… el fracaso de la política.
Todo ello se traducirá en un hecho concreto: la imposibilidad de que la clase política plante cara, de manera conjunta, a las bandas criminales que, por definición, imponen la fuerza y la violencia sobre la convivencia democrática.
Renunciar a la política no debería ser opción en un país con los niveles de violencia e ingobernabilidad que se respiran cotidianamente en México. Y, sin embargo, hacia allá parecemos encaminarnos.
Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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