La acción de “protesta extrema” que Aaron Bushnell cometió ha estado rondando en mi cabeza toda la semana. El suicidio no es algo con lo que yo me sienta cómoda escribiendo o analizando
Por Lydiette Carrión / X: @lydicar
La acción de “protesta extrema” que Aaron Bushnell cometió ha estado rondando en mi cabeza toda la semana. El miembro de la fuerza aérea norteamericana se prendió fuego en protesta por el genocidio queIsrael comete sobre Gaza. El suicidio no es algo con lo que yo me sienta cómoda escribiendo o analizando. En mi familia han ocurrido suicidios y he sufrido en carne viva el hoyo negro que dejan en lo íntimo de los seres queridos. Por eso para mí nunca fue una respuesta válida. De niña, me decían que el suicidio era la respuesta de los cobardes. Luego la persona que sentenciaba aquello lo cometió. Así que a quitar la vida propia le tengo un rechazo casi orgánico. Entre los sobrevivientes del ser amado se queda la sensación de que “el amor que tenemos no es suficiente para tenerte en la vida”, y también la percepción sorda de que la vida misma no es suficiente. En las terapias para sobrevivientes de personas que toman ese camino siempre se nos advierte de lo temporal de las emociones, de que incluso nuestras ganas tremendas de tirar la toalla pasarán. Y así me pasó. El amor a la vida ganó. La vida me volvió a sonreír. Así que siempre he sido firme opositora a cualquier cosa que se parezca a la romantización de un suicidio, no escribo casi sobre ello, me cuesta trabajo calibrarlo, me repele la idea de validarlo. Cuando hay suicidios públicos, como aquel que fue respuesta a una denuncia del me too insisto en que una cosa es la denuncia y otra la respuesta. Sé porque así lo viví, que cuando alguien cercano se quita la vida se siente como una agresión personal. Por ello aquellas protestas que atentan contra la vida siempre me dejan un sabor muy amargo en la boca, una sensación estridente de “por ahí no va”. Y por eso tuvieron que pasar muchos años desde mi experiencia personal para que pudiera considerar siquiera la existencia genuina de, por ejemplo, la inmolación religiosa, que ocurre en culturas muy distintas a la mía. La inmolación como una forma consciente de protesta que existe y que no esté necesariamente vinculada con la desesperación absoluta.
Además, en el fondo de mi alma siempre existe en mí la sensación de que aquellos que protestan son más necesarios vivos, haciendo ruido, trabajando y dando pelea por sus ideales. Lo creo firmemente, somos tantísimos en el mundo –más de 7 mil millones de personas– y tan pocos los que buscamos organizarnos.
Pero debo decir que la “protesta extrema” de Aaron Bushnell me dejó fría. Y me dejó fría porque la entendí. Insisto: esto que escribo no es una incitación a cometer algo similar. Sigo creyendo que la vida es valiosísima, cuantimás cuando vemos desde hace cinco meses precisamente el poco valor que se le da a la vida de los otros, de aquellos que no tienen asientos permanentes en el consejo de seguridad, desde el orden mundial. Pero entendí a Aaron porque cada noche desde noviembre pasado, al menos, cuando me percaté de que los bombardeos indiscriminados contra población civil no iban a parar y cada noche venía un nuevo niño mutilado, un nuevo bebé asesinado, una nueva matanza agregada, y que nada de este horror implicó que las potencias siquiera pestañearan, me empecé a quedar insomne cada noche, reflexionando tratando de encontrar sentido al sinsentido.
Trataba de entender lo que veía. Primero, debo decir que los hechos del 7 de octubre que Hamás cometió me indignaron muchísimo. Me enfadó mucho que agredieran sexualmente a mujeres jóvenes y que se llevaran a bebés que no tienen la capacidad de entender el hecho. Lo primero que pensé fue que en efecto, aunque siempre he tenido simpatía por el pueblo palestino ya que mi padre lo tenía –y esas cosas, como los equipos de futbol también se heredan– me debía convencer de que sí, que su brazo de resistencia estaba enfermo y cometía una atrocidad. Hace mucho que no pensaba en la ocupación ilegal según el derecho internacional, ni en los pueblos desplazados. Llevaba muerto tantos años mi padre y yo llevaba tantísimos años cubriendo horrores que es difícil conservar el paso y la cuenta y el seguimiento de las violencias. Siempre andaba ocupada con la que tenía enfrente. Así que el tema palestino me quedaba demasiado lejos.
Pero recapitulando, con los ataques del 7 de octubre me enojé y pensé que mi padre no tenía razón. Pero luego empezaron los bombardeos de Israel específicamente contra población civil. Entendí rápidamente que una terrible violación de derechos humanos como la que cometió Hamás no puede justificar otra tremenda y multiplicadísima violación de derechos humanos que es el bombardeo a población civil, aunque entendía el enojo generalizado de Israel, trataba de razonar: cuántos niños muertos para compensar niños muertos. Pero luego siguió pasando, y seguían niños despedazados y seguían mujeres llorando niños muertos, y hombres acribillados también en Cisjordania ocupada, y pues también el mapa. El mapa de cómo se ha ido reduciendo el territorio palestino, con total impunidad… Entendía el aspecto problemático en exigir que gente que ya nació en un territorio lo deje, no puede existir el mapa de 1948. Pero hoy, mientras bombardeaban en Gaza había gente desalojada y desplazada en Cisjordania. Por denunciar esto se acusa a la ONU de ser «hamás». ¿Quién es entonces hamás? ¿El derecho internacional? ¿Qué derecho divino permite que en pleno siglo XXI ocurran estas atrocidades?
Para noviembre que me di cuenta de que por más que pidiéramos muchísimas personas un Cese al Fuego humanitario, y que señaláramos que había violaciones graves al derecho internacional, a nadie le importaba. La gente en Estados Unidos se preparaba para celebrar el «Thanksgiving», esa celebración que parece sacada de un cuento de Bradbury: celebramos «el encuentro de dos culturas», sólo que una llevó casi al exterminio a la otra. Y siglos después, nos sentamos a la mesa y «damos gracias», nos sentimos bendecidos, nos sentimos buenos cristianos… la gente salía, empujaba carriolas y llevaba perros de raza a pasear. Mientras, los bombardeos continuaban. Y entonces fue que dejé de dormir.
Y entendí. Entendí que vivimos en un mundo que está controlado por poderes –valga la redundancia– muy muy poderosos, más de lo que nos podemos imaginar. Y que a estos poderes no les importa-mos ni tienen compromiso alguno con la vida, al menos no con la vida de los niños y bebés palestinos. Y en mis reflexiones concluí que probablemente tampoco les importaría una vida como la mía, una mujer de mediana edad proveniente de un país de medio pelo, mi barniz universitario y mi par de “distinciones” no me protegerían ni un ápice si un día mi interponía en su camino. Que tampoco les importaba la vida de los niños y niñas que provienen de vientres como el mío, que la única diferencia entre los niños mutilados en Palestina y los niños que amo era que por suerte no estaban ahí. Todos los Niños el Niño. Pero que si las necesidades de quienes realmente dominan el mundo llevaran a bombardear a mi país, también nos llamarían terroristas, o narcos, o guerrilleros o lo que fuera. Pretextos no faltaban. ¿Qué país de tercer mundo «se comporta» acorde al guión? Si precisamente la colonización deja heridas abiertas por generaciones… Entendí que estaba viendo desnudo el mecanismo del orden mundial al que pertenecemos y que no hemos sido capaces de desarticular: la gente de países como el mío no valemos nada. Somos desechables, incluso salimos sobrando en un planeta que ha sido despojada de sus recursos, del agua, de los bosques…
Me puse a pensar por qué se legitimaba que un Estado pudiera clamar poder sobre unas tierras que supuestamente dejó hace unos mil u 800 años, y los pueblos originarios de mi país o de Estados Unidos o de Argentina no pudieran clamar sus propios territorios. Finalmente a ellos se les había arrebatado a punta de pistola hace unos 500 años e incluso menos. Algunos apenas hace 200 años. ¿por qué? ¿Por qué en un caso importan las personas que viven y han nacido en un lugar y en otro caso no? No entendí hasta que entendí: pueden hacerlo porque pueden. Así como con los feminicidios que tanto he cubierto: un hombre mata a una mujer que ya no le es útil porque puede. Pues igualito acá. Y ese poder viene de las armas, del dinero, del poder, pues. No de la legitimidad, ni de ser el pueblo elegido. Viene del poder. Específicamente el poder armamentístico. Así de simple. ¿Y quienes bombardean tienen mucho dinero? Pues sí ¿Por qué nadie mete las manos por la gente palestina? Quizá porque los palestinos tienen muy poco o casi nada. Sólo su tierra, ese micropedacito de desierto junto al mar. Si tuvieran dinero, un montón de dinero, sería distinto. Pero tenían años como «detenidos» en un lugar que era una cárcel a cielo abierto. ¿Qué poder tienen personas así? ¿Qué relaciones, que recursos?
Al verme sumamente deprimida, algunos amigos me decían: «no puedes cargar con los problemas del mundo a la espalda». Otros me dijeron: “ya está dado por perdido. No podemos hacer nada”. O “yo debo seguir viviendo”. O “si los defiendes es que defiendes a Hamás” (nada más lejos de la verdad), o “bueno, esos son los procesos típicos de la colonización”, como si por tratarse de una “colonización” entonces estuviera bien. Claro, los poderosos han exterminado pueblos muchas veces ni modo, sigamos bebiendo nuestro capuchino. Hay que seguir viviendo. Hay que «ser feliz».
Y seguí pensando que nadie se metía, ningún país, ninguna potencia, porque pues quienes bombardean son poderosos. Y también sentí miedo, miedo de seguir pidiendo un alto al fuego. ¿Perder mi bequita? ¿Perder mi trabajo? ¿Que me dejen de invitar a dar charlas? Muchos llamados defensores de derechos humanos no han dicho un ápice. Qué humanos tienen derechos humanos? ¿Qué defensores se meten enqué agendas? Las que tienen dinero y financiamiento, porque está de moda, es «hype»? Pero si otros pierden miembros, familias, en fin… Y entonces tuve que usar calmantes para terminar el año, poder dormir y no ver en mi ojo de la mente las fotos de niños mutilados a todas horas, cualquier hora. Calmantes para “seguir viviendo» y terminar mi semestre y ser “productiva” y poder estar medianamente presente en el mundo, «celebrar» navidades, día del amor y la amistad. Hablar de «bendiciones». Pero seguía viendo cosas y compartiendo en redes, aunque me “desamigaran” por montones. Porque qué hueva, qué feo se siente, ver en el feed niños despedazados. Ya, hay que vivir, ¿no? No se puede hacer nada. Mejor no levantar la cabeza y hacer como que estamos «thriving» en nuestro planeta sobrecalentado y violento. Hay que seguir viviendo, seguir «alegres», contar las bendiciones que dios nos dio.
Sin embargo, seguí. Pensé como Bushnell, que era lo mínimo que les debía a esas personas que masacraban del otro lado del mundo. Verlos, no retirar la mirada. Quizá me enganché porque los niños se parecen a mis hermanos cuando éstos eran chiquitos. Esos ojos enormes y esos rizos castaños. O Quizá porque recordaba a mi padre que hablaba de Palestina como el lugar lejano, o porque empecé a seguir en redes a una chica que se llama Bisán, que pasó de contar notas culturales a documentar un genocidio, y la vi enflaquecer y radicalizarse. Porque esa chica se parece a mi cuñada. Y yo pensaba que me hubiera gustado conocer esos lugares antes de la guerra: ir a cenar comida beduina, ver los bordados palestinos, las noches estrelladas…
Así terminó el año, vinieron ceses al fuego provisionales, demandas internacionales, pero los bombardeos seguían. Y yo seguí viendo el mecanismo de este horror con tanta claridad: Usted, quien lee esto, yo, mis seres queridos, mis vecinos de la infancia, la gente de mi pueblo, mis amigos de la prepa, no valemos nada según el orden mundial. No hay un mecanismo efectivo en el derecho internacional que detenga un genocidio si una potencia militar decide invadir un país de medio pelo. Tal como ocurre en Ucrania también, sólo que ahí los bombardeos hasta ahora no han sido tan numerosos en territorios residenciales. O en Sudán. O como ocurrió en Guatemala en los ochenta. Pero es lo mismo. No hay mecanismos que nos protejan. Nada. Así es. Así de simple es. No se engañe, o bueno, engáñese, siga tomando su latte venti con chispas de chocolate.
Entonces entendí a Aaron Bushnell. Me asquea profundamente un mundo humano que despedaza niños sin que se le mueva un pelo, ni se detenga la navidad ni los problemas individuales, ni la siguiente historia simpática en Instagram… Me avergoncé de ser humana. El mundo de la esquizofrenia en las redes sociales: niño mutilado, una mujer haciendo un tutorial de maquillaje. Un niño asesinado, un perro que hace cosas graciosas. Un niño muriendo de hambre, una celebridad haciendo twerking. Un pueblo devastado, una historia tierna de alguna persona muy amorosa que rescata a algún perrito callejero. Awwww. Un mundo que no se detiene, no llora, no se conmueve, no se frena, y siguen los bombardeos. Potencias mundiales que se deslizan con facilidad hacia el fascismo. Elecciones en EEUU en la que se propone bombardear México para “acabar con el terrorismo del narco”. Elecciones en México en las que “se firman” cosas con sangre, en la estridencia, en el engaño y la estulticia. A nadie de quien tiene el poder le importamos un comino. Somos hormiguitas bajo el ojo de los drones.
Sí. Entendí a Aaron Bushnell. Pensé que sí hay un factor de salud mental. ¿Pero quién carajos puede mantener la salud mental en un mundo así? ¿Le llamamos salud mental o negación absoluta de la realidad? analicemos honestamente: ¿es verdaderamente un signo de salud mental seguir alegre en este mundo mientras nos acercamos a un probable conflicto mundial y se transmite en directo un genocidio? Es de verdad esa la respuesta orgánica, saludable de las personas? Pero me parece que Bushnell no actuó solo con la desesperación que tan bien comprendo, sino que fue estratégico. Supo que siendo él miembro activo de la fuerza aérea de EEUU sería un escándalo. Planeó. Dejó ordenados sus asuntos legales. Quisiera tener la mínima capacidad siquiera para planear esta columna como el hizo su acto de «protesta extrema». Hace tiempo que sólo puedo ver el mecanismo, y no sé qué hacer con esto. ¿Escribirlo? ¿Callarlo?¿Seguir con calmantes y acabar mi posgrado, buscar una chambita, bajar la cabeza, celebrar el Día de Gracias y hacerme la ficción de que yo tengo cierta «seguridad»?¿Aspirar a que mi próxima historia de instagram sea la comida en el sitio chévere que conocí? ¿Presumir que soy «muy feliz»?
Mi único acto extremo es seguir con los ojos abiertos frente al horror. Lo seguiré haciendo aunque cada día pienso que es completamente inútil. Pero es lo mínimo que les debo a los niños que me acompañan cada noche en el autobús de mis pesadillas.
¿Quién recuerda a los armenios?
Yo los recuerdo
y viajo en el bus de la pesadilla con ellos
cada noche
y mi café, esta mañana
lo estoy bebiendo con ellos
¿A ti, asesino-
quién te recuerda?
Del poeta palestino Najwan Darwish.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
Ayúdanos a sostener un periodismo ético y responsable, que sirva para construir mejores sociedades. Patrocina una historia y forma parte de nuestra comunidad.
Dona