A pesar de que a estas alturas de la pandemia no hay muchas razones para defender el cierre de fronteras aéreas, seguirá habiendo países que insistan en prohibir vuelos con el argumento de que protegen la salud pública
Tw: @lolacometa
No está mal sentir temor frente a la llegada de nuevas variantes. Conforme este coronavirus muta (como cualquier otro virus), se espera que aparezcan variantes de mayor o menor importancia. Y es perfectamente razonable que la sociedad, los Estados y las autoridades de salud de cualquier país se preocupen por la posibilidad de que surja una variante que sea más contagiosa o más letal que las ya conocidas.
Lo que es absurdo es que, después de 2 años de pandemia, insistamos en tomar medidas que han demostrado tener impactos nulos o limitados para contener la propagación del virus.
El ejemplo más claro es la prohibición discrecional de vuelos. Con los primeros registros de ómicron en la provincia sudafricana de Gauteng a finales de noviembre, empezamos a ver un efecto dominó de países que decidieron prohibir la llegada de vuelos provenientes de Sudáfrica y, más tarde, de más de una decena de países africanos.
Hoy, cuando la nueva variante ha llegado oficialmente a casi 100 países en menos de un mes, incluidos aquellos que se apresuraron a restringir vuelos, podríamos preguntarnos: ¿sirvió de algo?
La evidencia científica dice que poco. Y lo ha dicho desde hace años. En 2009, cuando surgieron los primeros reportes de AH1N1 en México, decenas de gobiernos decidieron prohibir los vuelos desde y hacia nuestro país con el fin de impedir que el virus llegara a sus territorios. Sin embargo, en cuestión de semanas el virus llegó a cientos de países, lo que nos deja una lección que los científicos no se cansan de repetir: prohibir vuelos o cerrar fronteras no impide la entrada de un virus. A lo mucho, la retrasa.
Y aún el retraso suele ser limitado. Un grupo de investigación concluyó que la caída del 40% del flujo aéreo en 2009 a causa de la restricción aérea solo condujo a un retraso promedio en la llegada de la infección a otros países de menos de tres días. Claramente, menos de tres días resulta insuficiente, si la razón para restringir vuelos es ganar tiempo y preparar a los sistemas de salud.
En la pandemia actual, restringir vuelos tampoco ha revelado efectos impactantes, especialmente en países densamente poblados que comparten fronteras con otros. Un artículo publicado en la revista Science muestra que el confinamiento de las ciudades chinas a principios de 2020 solo logró retrasar la progresión de la epidemia de 3 a 5 días dentro del país.
En otro estudio, publicado en PNAS en marzo de 2020, analizaron el impacto del bloqueo de las ciudades chinas a través de modelos matemáticos y concluyeron que las medidas de restricción de viaje que impusieron varios países a China no impidieron la propagación del virus porque el primer caso importado desde Wuhan ocurrió tres semanas antes del bloqueo. Por lo que recomiendan que si se van a restringir vuelos, al menos se haga en las etapas tempranas de la pandemia.
El limitado efecto de la restricción de vuelos responde a que la propagación de un virus es un tema complejo, y no puede resolverse a través de una sola medida. Se requieren medidas paralelas, como el monitoreo de fronteras terrestres, el fortalecimiento de diagnóstico en los aeropuertos, el seguimiento de contactos y las cuarentenas. Sin ese conjunto de medidas, restringir vuelos termina siendo poco menos que inútil.
La complejidad de este coronavirus también implica saber que la detección de una nueva variante en un determinado lugar no significa que haya surgido ahí o que sea el único lugar donde existe. Para muestra basta con ver el ridículo en el que quedaron varios países de Europa que prohibieron los vuelos desde Sudáfrica para impedir la llegada de Ómicron, cuando en realidad la variante estaba en sus territorios antes de que los científicos sudafricanos la reportaran.
Igual de inverosímil es la decisión de Estados Unidos de prohibir la entrada a personas que hubieran estado en países como Sudáfrica, Lesotho, Zimbabwe o Namibia, con excepción de quienes tuvieran la nacionalidad estadunidense; como si tenerla fuera suficiente para blindarlos contra el virus. O la decisión del gobierno de Canadá, a principios de 2021, de prohibir exclusivamente los vuelos directos a México y países caribeños, a pesar de que la circulación de las variantes era global. Está claro que en muchos casos estas medidas se deciden con base en temas ajenos a la evidencia científica.
Las restricciones aéreas no solo son poco eficaces, sino que pueden ser contraproducentes. En un artículo publicado en Nature a principios de este mes, un grupo de científicos destaca que al restringirlos se reduce la velocidad de la investigación científica que busca proteger, justamente a la población del virus. Además, se amenaza la vigilancia genómica debido a que los países dependen de muestras, equipo e instrumentos que llegan en aviones comerciales.
A pesar de que a estas alturas de la pandemia no hay muchas razones para defender el cierre de fronteras aéreas, seguirá habiendo países que insistan en prohibir vuelos con el argumento de que protegen la salud pública. Pero la salud pública no se protege culpando y castigando a otros, sino tomando decisiones razonables que tomen en cuenta el riesgo/beneficio de cada intervención. Este coronavirus ya nos enseñó que para él no existen fronteras, dejemos de pensar que estaremos más protegidos imponiéndolas.
Periodista de ciencia. Es comunicadora de la ciencia en el Centro de Ciencias de la Complejidad de la UNAM, cofundadora y expresidenta de la Red Mexicana de Periodistas de Ciencia. Escribe para SciDev.Net, Salud con Lupa , Fundación Gabo, entre otros. Estudió Periodismo en la UNAM y tiene estudios de posgrado en periodismo por la universidad española Rey Juan Carlos y el Instituto Indio de Comunicación de Masas, en Nueva Delhi.
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