Aunque sé bien que no llegamos todas, me da esperanza, con “A”, saber que el techo de cristal no se fractura procurando que otras, de rodillas, levanten los pedazos rotos del suelo. Pues si se las nombra, si se reconoce que existen, entonces se reconoce quiénes somos todas. Y no vamos a permitir que se nos enmudezca más
Por Diana Fuentes / Revista Común
Como “abogada”, “científica”, “soldada”, “bombera”, “doctora”, “maestra”, “ingeniera”, así también “Presidenta” se escribe con “A”, nos dice Claudia Sheinbaum en el discurso de apertura a su gobierno. Y nos invita a que se le nombre en forma femenina, rebelándose, una vez más, a que el lenguaje niegue el lugar de las mujeres en la vida pública. Con “A”, como también se escribe “esperanza”, me atrevo a agregar. Lo hizo porque sabe bien que el machismo, la misoginia, la discriminación y la violencia masculinas han sido tan señalados y combatidos que hoy, sin poder defenderse a rostro descubierto, apelan a la inmovilidad de la costumbre, a la “naturaleza humana” o a la integración a un mundo que se afirma neutro e igualitario, pero que en las palabras, así como en muchos actos aparentemente ordinarios e inocentes, ratifica su poder. El dulce encanto del patriarcado supone que a las mujeres se nos debe vencer, así sea simbólicamente, incluso cuando ganamos.
Después, la ahora Presidenta de México, sostuvo “sólo lo que se nombra existe”. La gran verdad condensada en esta frase, que resuena algo ajena a la prosapia propia de la jerga política, proviene del reconocimiento de que las palabras y sus usos siempre expresan nuestra visión de mundo; es decir, que manifiestan nuestras ideas, creencias, prejuicios, límites e inteligencia emocional, y agrega algo no tan evidente: ellas son también una herramienta social que expulsa y estigmatiza. El lenguaje es un modo tan sofisticado como ordinario de someter y negar la presencia de la, le o el otro, al que se le restan humanidad y dignidad —aquella que a las mujeres tanto nos han regateado—.
La invitación a hablar en femenino y reconocer el acto político de la enunciación fue sólo la apertura de lo que siguió, pues, poco después Sheinbaum, rompió ligeramente con lo políticamente relevante, ya que, si bien cabía esperar que en este discurso sostuviera que con ella “llegamos todas”, o que su éxito fractura el techo de cristal más elevado de la vida democrática de una nación, logró ir un poco más lejos, en el mejor discurso que yo le haya escuchado, e hizo algo que no muchas esperábamos: nos conmovió.
A sabiendas de que con ella al frente del ejecutivo federal México se adelanta a los Estados Unidos, Francia, España y buena parte de las naciones latinoamericanas, lo esperado para este momento era que, con su carácter adusto, nos hablara con claridad, elocuencia, precisión e incluso con un tono elogioso del pasado reciente, pero no necesariamente con emotividad. Quizá porque en la política, según la usanza dominante y profundamente patriarcal, se da carácter de protocolo a la represión de todo sentimiento, venga éste de la empatía o del enfrentamiento. Se nos ha enseñado que en el espacio público los afectos obnubilan el juicio, muestran vulnerabilidad y dan ocasión a la discordia. Claudia, además, es poco expresiva —incluso se le ha llamado fría en varias ocasiones—. Quizá por eso la precisa modulación de su discurso de toma de posesión fue más potente.
Todo tenía un ritmo relativamente esperado. Así, cuando emergieron las redimidas Josefa Ortiz, Leona Vicario, Margarita Maza, Adela Velarde, Dolores Jiménez Muro, Elvia Carrillo Puerto, fue fácil que sus evocaciones invadieran el espacio con un discurso que habla del presente como “tiempo de mujeres”. Hasta ahí todo era congruente: sólo aquello que se nombra existe. Incluso después entramos pacientemente al llamado a pensar con la cabeza fría los datos que muestran los logros del sexenio que cierra, así como al esmerado tejido argumental que intenta dar estatus de teoría económica, código moral y corriente ideológica al “humanismo mexicano”. Incluso, algunas levantamos la ceja cuando enfatizó en que nos equivocamos quienes señalamos la militarización.
Pero de pronto el tono del discurso se volvió personal, logró salir del marco represivo y nos tocó fibras sensibles. Habló —es más: nos habló como mujeres— en un código que despierta nuestros más íntimos temores, saberes, pactos, anhelos y fracasos.
Hoy quiero reconocer no sólo a las heroínas de la patria, a las que seguiremos exaltando, sino también a todas las heroínas anónimas, a las invisibles…”, “…hago aparecer [a las] que lucharon por su sueño y lo lograron; las que lucharon y no lo lograron. Llegan las que pudieron alzar la voz y las que no lo hicieron. Llegan las que han tenido que callar y luego gritaron a solas. Llegan las indígenas, las trabajadoras del hogar que salen de sus pueblos para apoyarnos a todas a las demás. Las bisabuelas que no aprendieron a leer y escribir porque la escuela no era para niñas. Llegan nuestras tías, que encontraron en su soledad la manera de ser fuertes. Las mujeres anónimas, las heroínas anónimas, que desde su hogar, las calles o sus lugares de trabajo, lucharon por ver este momento. Llegan nuestras madres, que nos dieron la vida y después volvieron a dárnoslo todo; nuestras hermanas, que desde su historia lograron salir adelante y emanciparse. Llegan nuestras amigas y compañeras. Llegan nuestras hijas hermosas y valientes…
A mí me conmovió justo esto de las “hijas hermosas y valientes”, porque pienso en mi hija, en cuánto merece escuchar que su madre, que las madres pensamos y sentimos así a nuestras pequeñas: hermosas y valientes. Y cuánto merece escuchar esto en el marco de un discurso político, porque lo personal es político, radicalmente político. Me tocó hondo, como recuerdo que me tocaba hace mucho tiempo el mundo colorido, plural, ancestral y profundamente solidario del que nos hablaban los zapatistas. Con esas palabras, Claudia, me recordó el valor que cierto feminismo ha otorgado a los afectos, a la reivindicación de su lugar en la construcción de los órdenes colectivos. Me recordó que las mujeres compartimos un sinnúmero de agravios, pero que el agravio y el dolor suelen enmudecer el futuro y la imaginación política, porque, si bien nos hacen resistir y denunciar, y nos lanzan a la batalla, también nos impiden mirar hacia adelante para construirnos distintas.
No sé si Claudia estará a la altura de este discurso durante los siguientes seis años, pero hoy quiero pensar que sí porque, como dice Gabriela Arévalo, por un día, o quizá por dos, vale la pena no juzgar todo desde la falta. Y, aunque sé bien que no llegamos todas, me da esperanza, con “A”, saber que el techo de cristal no se fractura procurando que otras, de rodillas, levanten los pedazos rotos del suelo. Pues si se las nombra, si se reconoce que existen, entonces se reconoce quiénes somos todas. Y no vamos a permitir que se nos enmudezca más.
Este artículo fue publicado originalmente en Revista Común. Aquí puedes consultar la publicación original.
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