Si se iba a construir una plaza de toros en la Ciudad de México tenía que ser la más grande del mundo. Feo caso de cemento que se extiende como embudo, visible desde los aviones que sobrevuelan la capital mexicana. Pero más que un armatoste de cemento es un reservorio de historias épicas
La Plaza de Toros de la Ciudad de México se construyó sobre los terrenos de lo que fuera la ladrillera Nochebuena. Las excavaciones en la tierra fueron aprovechadas para construir un estadio de fútbol -del Cruz Azul- y la plaza de toros.
Una de las razones para construir aprisa una plaza fueron los entuertos que había en los años treinta entre los toreros mexicanos y españoles: Los matadores del país ibérico sentían un tremendo celo que los carteles con mexicanos llenaban ruedos en su país. Memorables serán siempre Fermín Espinosa Armillita chico o Rodolfo Gaona abarrotando plazas en España.
El conflicto derivó en rompimiento. Los toreros mexicanos fueron vedados para presentarse en España. El afamado Juan Belmonte lo nombró “el boicot del miedo”.
El pequeño toreo de la colonia Condesa, en la capital mexicana, era insuficiente para la afición que acudía a ver a los diestros mexicanos toda la temporada.
El empresario Neguib Simon Jalife encontró nicho de oportunidad. El hombre tenía una inventiva para los negocios que igual lo llevó a poner una fábrica de focos, que de navajas,o a invertir su fortuna en una Ciudad de los Deportes.
Jalife aprovechó las excavaciones dejadas por una ladrillera para instalar lo que sería una zona deportiva que actualmente conserva el nombre que ideò el empresario. El único hundimiento que queda de la antigua vocación de la zona es el llamado “Parque Hundido”.
Pero del magnífico plan que albergaría albercas y canchas para distintos deportes sólo se construyó la Plaza de Toros México y el estadio de futbol Cruz Azul. Lo demás fue un desastre financiero y nunca se llevó a cabo. El caso taurino se construyó en apenas 6 meses. El ruedo quedó a 20 metros bajo el nivel de la tierra, y los tendidos se elevan 15 metros sobre la calle.
El monumento de hormigón se inauguró el 5 de febrero de 1946, cuando el arzobispo de México Luis María Martínez dio la vuelta al ruedo echando agua bendita y dijo: “conste que di la vuelta antes que Manolete (una de las figuras más importantes del toreo)”.
En los alrededores de la plaza se pusieron 24 esculturas, hechas por el valenciano Alfredo Just. Fuera de estas figuras, la plaza no tiene otra fascinación más que ser muy grande. Si uno se coloca en la grada más alta del lugar, seguramente acuda a la imaginación para completar la corrida.
El día de la inauguración se llenaron los 45 mil lugares de la plaza, en el ruedo hubo toros de San Mateo que fueron lidiados por Luis Castro el Soldado, Luis Procuna y Manuel Rodríguez Manolete, quien cortó una oreja al astado Fresnillo, la primera en la historia de la plaza. Pero fue hasta el 16 de febrero que Silverio Pérez, el Faraón de Texcoco, cortó el primer rabo en el caso.
Pero en los primeros días de funcionamiento el público criticó el recinto. Les pareció que se ubicaba en un sitio demasiado lejano al centro de la ciudad. Para ese momento la capital del país tenía 3 millones de habitantes y la plaza se llenaba con la buena presentación de las ganaderías y de carteles. Ahora, en su aniversario, no logra llenar el cupo; en total asistieron unos 30 mil habitantes.
Con los años la plaza de toros acumula vicios, a la fiesta brava se llevan toros mansos. En el 74 aniversario, con una corrida especial y un cartel de primer orden el ganado terminó por echar abajo la conmemoración.
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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