No pasaron más de dos días después del terremoto 19S en el 2017, cuando el presidente Peña Nieto y el gobernador de Puebla Antonio Gali recorrieron esta localidad de Chiautla, donde todas las viviendas resultaron dañadas, les prometieron reconstrucción total. Hoy, las personas siguen esperando.
Por Mely Arellano / LadoB
Fotos por Marlene Martínez / LadoB
Ricarda Herrera García estaba bordando cuando sintió la tierra trepidar. Y gritó lo obvio.—¡Está temblando!
—Ahorita pasa —le contestó su hijo menor, que estaba recostado en otra habitación.
Pero no pasaba. Al contrario, el arrebato era cada vez más violento. A la mujer le ganó el miedo y salió corriendo.
—¡Salte! —le insistía a su hijo que neceaba con lo mismo: ya va a pasar.
Era la 1:14 y Ricarda Herrera no había almorzado. No comería nada en varios días.
—Es que no me sentía yo —recuerda entre llanto.
Cuando al fin su hijo salió de la casa, en medio del polvo y el susto, se abrazaron.
—No alcancé a detener tus cosas, se cayó tu casa, mamá.
Perdieron prácticamente todo.
Luego del sismo vino la lluvia y los techos improvisados de plástico sucumbieron a la cantidad de agua que se soltó en los siguiente días, agravando la situación en toda la mixteca poblana, pero más ahí en Pilcaya, epicentro del temblor del 19 de septiembre del 2017 que partió todas las casas.
Dos días después, el entonces presidente Enrique Peña Nieto llegó a esa comunidad del municipio de Chiautla, donde 6 de 10 viven entre pobreza extrema y moderada, 150 kilómetros al suroeste de la capital poblana, en esa esquina donde el estado limita con Morelos y Guerrero.
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Acompañado del ex gobernador Antonio Gali, Peña Nieto recorrió las calles de Pilcaya, habló con la gente y explicó cómo sería la reconstrucción.
—Estas son las primeras casas que se van a levantar —dijo alguien a Peña Nieto mientras señalaba la esquina donde vivía Ricarda Herrera. Su esposo, Mario Ramírez Soriano, alcanzó a oír la promesa incumplida, la misma que ahora se ha vuelto un pesar.
—Le hubiera yo dicho “estas son las que NO van a levantar” —se burla Mario Ramírez, parado en una de las habitaciones de la casa que le construyeron hace un año, pero sin techo.
El 19s dejó en Pilcaya pura destrucción, no había lugar a donde se mirara que no causara pena: cuarteaduras, derrumbes, desesperanza y desolación. Hoy, si bien es evidente que hubo apoyo para reconstruir, es desconcertante ver las casitas de 42 a máximo 60 metros cuadrados en medio de grandes terrenos, árboles frondosos y gallineros. Es como si algo estuviera mal puesto, en un lugar en el que no pertenece.
Aunque inhabitable, la casa de Mario Ramírez es “de las grandes”. A diferencia de la que le hicieron a su hijo, la suya es de tres cuartos y fue construida por Grupo MIA, cuyo eslogan es “Cambiando vidas” y que desde 2016 es una de “las mejores empresas de México”, según Deloitte, Citibanamex y el Tecnológico de Monterrey.
Por el momento en la casa chica –dos cuartos, un baño y una estancia– viven ocho personas, o quizás lo correcto sería decir que duermen, porque comen afuera, en una mesa de madera con sillas desiguales y un techo de plástico, a un lado de la cocina improvisada en el patio, alrededor de un árbol.
El censo del Inegi de 2015 contó 242 viviendas habitadas en Pilcaya; de acuerdo con la última actualización disponible del reporte oficial de viviendas dañadas, con fecha 21 de marzo del 2018, el sismo dejó 270 afectadas, 181 de manera parcial y 89 total. Solo tres tienen el estatus de “No entregada”, aunque Hugolino Rojas, regidor de Gobernación de la Presidencia Auxiliar de Pilcaya, calcula que al menos son seis las casas que, como la de Mario Ramírez, no tienen techo, y otras tantas que por fuera ya se ven bien, pero por dentro aún están en reconstrucción.
Sin embargo, el recuerdo más evidente del sismo es la propia presidencia auxiliar, en ruinas y llena de escombro, con grietas tan grandes que se pueden ver del otro lado del muro; incluso una pared que dividía la oficina del presidente y la cárcel, ahora es solo un marco de piedras.
A la vuelta, junto al centro de salud, está lo que queda de la tienda popular donde se vendían productos de la canasta básica que mandaba el gobierno federal. Dos cuartos largos que amenazan derrumbe.
Hugolino Rojas reprocha el olvido del gobierno. Recuerda la visita de Enrique Peña Nieto y Antonio Gali; sus promesas:
—Dijo [Peña Nieto] que todo lo que se había dañado, él se iba a ser responsable de mandar lo más necesario; que todo se tenía que llevar a cabo; que todo tendría que ser como antes; y que él se iba a encargar de hacer todo eso, inclusive se topó con Tony Gali, y quedaron que todo Pilcaya tenía que ser un cambio, que estuviéramos con la confianza en ellos.
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Pero en Pilcaya, a donde se llega por un camino serpenteado, traicionero y lleno de baches –aunque antes del sismo no llegaba nadie que no viviera ahí–; donde la temperatura alcanza los 38 grados, y la mitad de la población se fue al otro lado, la confianza es flor de un día y Hugolino Rojas lo sabe.
Por eso se anima a hablar frente a la cámara, amablemente explica la situación y pide ayuda “a quien corresponda”; lanza una botella al mar mientras cruza los dedos.
La misma esperanza mantiene Mario Ramírez Soriano, aunque sin entusiasmo, quizás para que su esposa no se ilusione: sin expectativas, no hay decepción.
—Vinieron dos señores, me tomaron fotos, pero mire, hasta la fecha…
Deja que a su frase la concluya el silencio. El mismo que guarda, tanto como puede, Ricarda Herrera, porque si habla recuerda, y si recuerda llora. Su dolor no amaina ni con terapia, ya lo intentó. Pero cómo superarlo si su vida sigue sin ser suya desde entonces.
—Ni la ropa que traigo no es mía —dice mientras se mira el suéter y se sacude la falda, como si el polvo de aquel día todavía le cayera encima.
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