A las más de setenta personas asesinadas por el gobierno de facto de Dina Boluarte a menos de dos meses de tomar el poder se suman los cientos de heridos y las vergonzosas detenciones arbitrarias, que en conjunto nos remontan a los cruentos periodos de dictadura en el Perú. Pero existe otra arma empleada por quienes defienden la actuación de su gobierno y que sirve para justificar la represión al pueblo movilizado: el lenguaje.
Por: Étienne von Bertrab
En marzo de 1984, un comunero de Rancagua fue detenido como sospechoso por soldados que inmediatamente empezaron a insultarlo: “Terruco de mierda, ahora vas a contar todo, si quieres vivir”. Luego le cortaron una oreja y lo obligaron a comérsela. El comunero tuvo que obedecer la orden. Calladito, entre lágrimas se comió su propia oreja.
M.G.A. fue detenida en marzo de 1985 en Manta, distrito de Huancavelica, conducida a la base militar y abusada sexualmente por seis soldados. “Ahora te voy a colgar, terruca —le decían mientras era violada— ahora vas a declarar cuántas torres [eléctricas] has tumbado”.
Estos son algunos de los abundantes testimonios de víctimas de la violencia ejercida por las fuerzas armadas del Perú durante la guerra sucia (1980-2000) que fueron plasmados en el informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), dado a conocer en 2003. Dicho informe —plantea el investigador y escritor peruano Víctor Vich— fue insistentemente desprestigiado por medios de comunicación y por los sectores más conservadores de la sociedad peruana, que consideran que la violencia fue ejercida únicamente por Sendero Luminoso (y en menor medida por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru o MRTA) y que, en dado caso, el Estado simplemente hizo lo que tenía que hacer para que cesaran los actos terroristas de dichos grupos y reestablecer el orden en el país.
En efecto, la apuesta de los sectores dominantes en el Perú fue que se dejara de hablar del pasado e imponer un discurso abocado en el futuro, anclado en la promesa de la globalización capitalista, y que solo esto —plantea Vich— podría reconciliar a todos los peruanos. Veinte años después del menospreciado informe de la CVR y provocado por el arrebatamiento de un presidente democráticamente electo, Pedro Castillo, los excluidos del sistema demandan, a lo largo y ancho del país, arriesgando sus vidas, una democracia que les incluya.
Viajé por primera vez al Perú en el año 2000 y pude apreciar lo profundamente politizado del pueblo peruano, así como, comprensiblemente, lo divisiva que resultaba la coyuntura que vivían. Recién habían pasado las elecciones, señaladas como fraudulentas, con las que Alberto Fujimori buscaba un tercer mandato, mismo que no consumó por los escándalos de corrupción que llevarían a su caída y a su posterior enjuiciamiento por diversos crímenes, incluyendo graves violaciones a los derechos humanos en esos años de intensa violencia política.
Volvería al año siguiente y posteriormente cada año entre 2013 y 2019 para realizar trabajo de campo en comunidades marginadas de Lima, así como en la Amazonía. Consideré, y aún lo hago, a Perú como un segundo país y, como seguramente a muchas personas en el mundo, lo que les sucede me duele enormemente. Durante esas estancias, además de constatar los apabullantes niveles de marginación y las múltiples injusticias —en un país que ‘prosperaba’ económicamente, me llamaba la atención la facilidad con que emergía el término terruco, sobre todo en los medios de comunicación. Fue particularmente notable en 2016, cuando Verónika Mendoza era candidata presidencial por parte del Frente Amplio. La candidata de izquierda enfrentó una dura campaña de desprestigio en la que se le llamaba, precisamente, terruca.
Dada la represión y el abuso policiaco que el mundo despierto ha podido atestiguar desde que Pedro Castillo fue removido de la presidencia y encarcelado, quise indagar un poco más sobre el origen del término terruco y su influencia tanto en la guerra sucia como en el periodo posterior y hasta la actualidad. Fue así como di con la obra del historiador Carlos Aguirre, a quien recomiendo leer para entender las profundas implicaciones del lenguaje en el devenir de una sociedad, y particularmente de la peruana con la utilización del término terruco —entre otros insultos estigmatizantes a los que aún se recurre. Comparto aquí algunos apuntes de su ensayo “Terruco de m… Insulto y estigma en la guerra sucia peruana” (2011).
El término terruco, neologismo peruano empleado como sustituto coloquial de ‘terrorista’, empezó a utilizarse después del comienzo de la lucha armada protagonizada por Sendero Luminoso en mayo de 1980. Su uso se fue extendiendo a lo largo de las décadas de 1980 y 1990 y, aunque declinó considerablemente luego de Sendero Luminoso fue derrotado militarmente, todavía se emplea para denominar a reales o supuestos integrantes de grupos armados y para intentar desacreditar a personas que tienen posiciones políticas progresistas o de izquierda (como le ocurrió a la candidata Mendoza), a organismos e individuos comprometidos con la defensa de los derechos humanos, e incluso personas de origen indígena por el solo hecho de serlo.
Para Carlos Aguirre, el uso insidioso y al mismo tiempo coloquial del término sirvió para reforzar y naturalizar la asociación entre ‘terrorista’ (alguien sospechoso de pertenecer a Sendero o al MRTA) y la población de origen indígena, es decir ‘indios’ o ‘serranos’. En algunos casos bastaba nacer en un lugar, como Ayacucho —en donde surgió Sendero— para ser llamado terruco. El estigma se propagó por toda la sociedad —comenta Aguirre: Tener amigos ayacuchanos, viajar a Ayacucho o simplemente mostrar algún interés por la historia o la cultura de esa región se convirtieron en fuente de sospecha, lo que mucha gente buscaba entonces evitar.
Dicha estigmatización seguramente influyó en la insidia con la que Dina Boluarte envió policías y soldados para masacrar a sus ciudadanos. “Ayacucho perdió a 10 hijos e hijas el 15 de diciembre. Los disparos se oyeron por toda la ciudad”, da cuenta este reportaje del medio comunitario Wayka —a su vez denuncia por la detención arbitraria de líderes sociales que fueron llevados a una cárcel en Lima. Los motivos de la detención, según los fiscales, es que pedir una Asamblea Constituyente configura como acto de terrorismo. ¡Imagínense!
Y es que, de acuerdo con la analista peruana Laura Arroyo, ese es justamente uno de los cuatro puntos en que coincide este nuevo sujeto social que es la unión de los excluidos de ese país: 1) apoyo y solidaridad con las legítimas protestas y condena a la represión policial; 2) exigencia de la renuncia de Boluarte y adelanto electoral en 2023; 3) cambio de mesa directiva del Congreso para formar un gobierno de transición temporal y excepcional; y 4) convocatoria de una Asamblea Constituyente para redactar una nueva constitución.
Como ilustran los desgarradores testimonios, que también pueden escucharse en el Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social (LUM) junto con aquellos que narran la violencia infligida por Sendero Luminoso y el MRTA, la designación de una persona como terruco/a viene acompañada de un proceso de deshumanización. Por ende, plantea Aguirre, durante la guerra sucia las personas consideradas terrucas no eran merecedoras de ninguna consideración y menos aún de los derechos civiles y legales que todo ciudadano tiene garantizados según la Constitución y las leyes. De ahí, continúa Aguirre, que existiera una muy estrecha relación entre el uso de la palabra terruco como insulto incriminador y el ejercicio de la violencia física, incluyendo la tortura, la violación y la muerte.
“Nos desvistieron total y nos colgaron a nosotros y a mi abuela […] en la viga con las manos atadas atrás, ahí le rompieron los brazos” a la anciana. Posteriormente la anciana fue soltada de la viga y sometida a violación sexual: “la estiraron encima de la mesa, en la sala. Por la vagina y por el ano le metieron fierro caliente”. Los perpetradores fueron aproximadamente 5 militares, diciéndole: “dónde está tu hijo terruco”. Después le “echaron kerosene y le prendieron fuego”. Aproximadamente a las 11 de la mañana, uno de los jefes llamó a los soldados y les dijo: “Llévense a esta vieja y por ahí mátenla”.
En el ensayo de Carlos Aguirre se narra el testimonio de un periodista injustamente detenido en 1993 y que habría de pasar tres años en prisión. Cuenta que los guardias se ensañaban con los detenidos cada que Sendero perpetraba un atentado terrorista y eran obligados a permanecer largas horas echados en el piso sin moverse, mientras los policías les gritaban: “¡Terrucos de mierda! ¡Un solo movimiento y les volamos la cabeza!”. La narración me remontó a las imágenes de hace solo unos cuantos días, cuando las fuerzas armadas tomaron por la fuerza las instalaciones de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la más antigua de Sudamérica. Así doblegaban, en el piso, humillándoles, a quienes ‘portaban cara’ de terruco, es decir, que tenían rasgos indígenas o claramente venían de ‘las regiones’. Allí, más de 200 personas fueron detenidas arbitrariamente.
¿De dónde viene tanta malicia, tanta crueldad? ¿Cómo es que no se caen de la vergüenza la clase política y los sectores sociales que sobre todo desde Lima apoyan este gobierno dictarorial? Lourdes Huanca, presidenta de la Federación Nacional de Mujeres Campesinas, Artesanas, Indígenas, Nativas y Asalariadas del Perú tiene una hipótesis: este año las concesiones mineras y petroleras, otorgadas a partir de la Constitución de 1993, están por vencer, y el presidente Pedro Castillo se comprometió a revisarlas y a no renovar aquellas que hubiesen cometido violaciones a los derechos de los pueblos o a las leyes del país. Huanca, quien viaja por Europa informando lo que acontece y tejiendo solidaridad, estima que ese fue el error fatal que permitió a la derecha detener a Castillo.
El Estado peruano, y parte de los sectores más privilegiados, parecen no tener problema con el abandono que sufren regiones enteras mientras puedan echar mano de los recursos de sus territorios. Es más, están dispuestos a terruquearlos hasta la muerte. “Métele bala, weón” dijo un joven universitario a los policías que formaban una valla y eran increpados por una protestante, apenas hace unos días, en Lima. En esta ocasión no hizo falta decirle terruca a la anciana pues sus rasgos indígenas mostraban el delito y para el joven y su amigo que reía, la señora era una subhumana más que no merecía vivir.
Ya en 2015 lamentaba Víctor Vich que, a diferencia de otros países que también vivieron situaciones de violencia interna, no se generase en el Perú un mínimo consenso acerca de cómo recordar el pasado vivido. Pienso que lo que hoy ocurre puede ser, al menos en parte, producto precisamente de ello. Lo cierto es que hoy día los nadie de ese país, como diría Eduardo Galeano, han dicho hasta aquí.
Nota: un renovado agradecimiento a Natalia Iguiñiz por obsequiarme en Lima el libro de Víctor Vich que me permitió conocer más sobre la resistencia a la violencia en el Perú (Poéticas del Duelo: Ensayos sobre Arte, Memoria y Violencia Política en el Perú), así como a Paulo Drinot por recomendarme el trabajo de su colega historiador Carlos Aguirre. Mis pensamientos para el generoso y valiente pueblo peruano.
Profesor de ecología política en University College London. Estudia la producción de la (in)justicia ambiental en América Latina. Cofundador y director de Albora: Geografía de la Esperanza en México.
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