Para la paz, eduquemos

8 junio, 2021

Aunque dentro y fuera de las escuelas hay iniciativas muy loables y necesarias, dedicadas expresamente a promover una cultura de paz, la lucha contra la violencia es labor de todas las formas de educación. Las escuelas tienen un adeudo creciente para enfrentar el maniqueísmo fortaleciendo el diálogo, la discusión constructiva, la capacidad de análisis, el pensamiento crítico y autocrítico y el trabajo en equipo

Alina Bassegoda Treviño* / @abassegoda / MUxED

No solo el narcotráfico o el crimen organizado, sino la política, el nivel de ingresos e incluso el género se han convertido en fuerzas que dividen a los mexicanos. Con mayor o menor violencia, se deteriora el tejido social y nos vemos en un conflicto de “nosotros” contra “ellos”; los que tienen diferentes opiniones, los que viven distinto, los que no se enamoran como nosotros. 

Las redes sociales y la mesa del comedor son cuadriláteros donde nos enfrentamos con absolutos extraños y con nuestros más allegados. En este ambiente, vale la pena reflexionar sobre las herramientas que estamos dando a nuestros alumnos para resolver conflictos: cómo educamos para la paz.

La educación para la paz es un enfoque, e incluso una pedagogía, que busca transmitir conocimientos, habilidades y actitudes para vivir sin violencia. Algunos modelos pretenden fortalecer actitudes ciudadanas; otros se concentran en el respeto por el medio ambiente; otros más tienen un enfoque religioso. Desde organismos internacionales como la UNESCO o la OEA, hasta organizaciones como @CISV o @Gendes, en México y en el resto del mundo hay mucha energía puesta en educar en una cultura de paz y no violencia. 

Las escuelas también se han enfrascado en programas de educación para la paz, unas veces integrados al currículum y otras veces promovidos por padres de familia como actividades complementarias. Muchos de esos programas se concentran en la resolución de conflictos en la comunidad escolar. Esas intervenciones son centrales para promover una cultura de no violencia, pero la tarea de la escuela va mucho más allá. En todos los niveles y en todos los sistemas, las escuelas tienen deudas crecientes en la construcción de una sociedad pacífica. 

Los maestros de civismo e historia, pero también los de matemáticas, química, biología o educación física, tienen la enorme responsabilidad de dar a sus alumnos herramientas de resolución de conflictos: fortalecer sus habilidades de análisis, pensamiento crítico, curiosidad científica, capacidad de cuestionamiento, camaradería y trabajo en equipo. Me atrevo a decir que la función primordial de toda forma de educación es la resolución pacífica de problemas.

En suma, cuando la escuela no educa para la paz, no educa. 

Al educar, enseñamos a nuestros estudiantes que no hay verdades incuestionables y que, por lo tanto, todas nuestras convicciones están sujetas a revisión y cambio. Les enseñamos que todos los argumentos merecen ser escuchados. Les enseñamos a persuadir y a ser persuadidos con datos duros y con evidencia científica. Les enseñamos que no hay nociones tan absolutas que merezcan ser impuestas. 

Si, en cambio, con nuestras clases sólo pretendemos verter información en recipientes medio vacíos y no promovemos cuestionamientos y crítica, si no permitimos a nuestros estudiantes idear sus propios procedimientos, y castigamos las equivocaciones en vez de promover el aprendizaje a partir de ellas, no estamos educando. Cuando nos imponemos y valoramos la disciplina por encima de todo, formamos generaciones de personas que aceptan el dominio de otros o aspiran a ser quienes dominen, no por la razón, sino por la imposición. Todo ello, además de limitar la capacidad de aprendizaje de nuestros estudiantes, también los priva de habilidades para enfrentar dificultades de manera constructiva. 

La sociedad mexicana –y otras en el mundo—se ha tornado cada vez más maniquea. Dividimos la realidad en blanco y negro, bueno o malo, sin términos medios, sin sombras. Los malos son irredimibles y, los buenos, infalibles. Por definición, claro está, los buenos son los miembros de los grupos a los que pertenecemos, y los malos, los externos. Twitter, Facebook, y nuestros grupos en Whatsapp, nos alimentan diariamente de información que ratifica nuestras convicciones y no entendemos por qué “los otros”, esos a quienes no seguimos en Twitter, se niegan a ver la realidad –como no sea porque no conviene a sus intereses perversos. 

La educación, en contraste, inculca el hábito de cuestionar nuestras emociones y juicios, buscar evidencia y dar el beneficio de la duda a aquellos con quienes no estamos de acuerdo. Esa es la base del pensamiento científico, y también de la civilidad. La verdadera educación nos da herramientas para enfrentar ideologías que pretenden uniformarnos, porque esas ideologías son por definición intolerantes e irracionales. Las metas ideológicas no se pueden definir mediante argumentos y datos objetivos y, por lo tanto, su competencia solo se puede resolver a través de la violencia. 

Como profesores, tenemos la responsabilidad de mostrarles que no hay un “nosotros contra ellos”, sino que todos enfrentamos desafíos comunes. El problema del otro también es nuestro problema y, cuando lo ayudamos a resolverlo con creatividad, conocimientos e ingenio, también le permitimos ayudarnos a resolver el nuestro.

Desde la época de las cavernas, los seres humanos buscamos pertenecer a grupos. Son los grupos los que nos hacen sentir seguros de las amenazas de fieras salvajes, del clima, o de otros grupos. Es natural que esa necesidad de pertenencia dé lugar al llamado “pensamiento de grupo”; esa irracionalidad que llevó a persecuciones de brujas en Salem, a la noche de los cristales rotos en Alemania y Austria, o al sinfín de linchamientos que cada año ocurren en diferentes estados de la República mexicana. Solo la educación nos da las herramientas necesarias para tomar decisiones racionales y asumir responsabilidad individual sobre ellas, cuestionando las ideas de nuestra “tribu”. Así, la educación nos abre a la posibilidad de conocer, entender e incluso aceptar las ideas de los otros.

Las universidades, universitās magistrōrum et scholārium, fueron creadas para albergar a la totalidad de los pensadores. Han de ser, por definición, universales. Han de estar abiertas a todo aquél que presente ideas bien sustentadas, por más ajenas que nos parezcan, y enseñar a sus alumnos a buscar activamente quien desafíe sus convicciones, para cambiarlas o para hacerlas más rigurosas.

Tenemos que seguir a “los otros” en redes sociales y promover que nuestros alumnos lo hagan también, porque la realidad es demasiado compleja para verla desde una sola perspectiva. Tenemos que enseñarlos a dudar, incluso de lo que nosotros mismos les decimos. En estos tiempos en que la tecnología permite distorsionar y difundir cualquier tipo de información, tenemos que enseñarlos a discriminar entre fuentes de distinta calidad, y poner en tela de juicio textos, fotografías, videos; incluso aquellos (quizás sobre todo aquellos) que ratifican sus propios prejuicios.

Crédito: Luis_Molinero vía Freepik.es

Cuando hablamos del papel de la escuela en la construcción de una sociedad más justa y menos violenta, solemos concentrarnos en su importancia en el desarrollo de la productividad y la generación de riqueza. Pero su papel es todavía más importante. Desde preescolar hasta el posgrado, las escuelas desarrollan la razón y promueven estrategias constructivas para solucionar problemas. Si lo hacen bien, son un factor central del fortalecimiento del tejido social. En México, han de asumir su responsabilidad en repararlo.

Alina Bassegoda Treviño, es integrante de MUxED. Profesora de negociación internacional en la UIA. Fundadora de Mente en Forma SC.

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