4 febrero, 2022
Antes de la llegada de la COVID-19, la comunidad migrante en EU ya enfrentaba otra pandemia, una para la que no hay vacunas: la desigualdad. Entonces a la tragedia se le sumó la incertidumbre y a la marginación, el luto. Hace años, cuando Vicente, Guadalupe y Rosa cruzaron al norte en busca de una vida mejor, jamás pensaron en que su vulnerabilidad como migrantes les pondría tan cerca de la muerte
Texto: Ray Ricárdez/ Lado B
Ilustraciones: Conejo Muerto
PUEBLA.- “Mi hermano ya llevaba años allá en Estados Unidos, cerca de 12 o 13”, cuenta Germán López Cruz desde el estado de Puebla. “Todo estaba bien, él nunca dejó de llamar, estaba trabajando, siempre apoyó a mis papás económicamente, hablaba muy seguido, pero de hace un año o año y medio para acá, cambió todo”.
Hace año y medio Vicente López Cruz, dedicado a la construcción, originario de Zacatlán, un municipio en la sierra norte de Puebla, perdió la vida en un hospital de Manhattan. A su muerte, le siguió su desaparición: su familia localizó sus restos hasta un año después, en una fosa común que los servicios de sanidad locales utilizaban para arrojar los cuerpos no identificados durante la pandemia.
Antes de la tragedia, conocidos de Vicente le contaron a su hermano Germán que él tenía un problema de salud debido a un accidente en el que se había golpeado la cabeza. Su familia no lo sabe bien, pero quizás por eso, a finales de marzo del 2020, se desmayó en la calle y Martín, otro de sus hermanos que también vivía en EU, lo llevó de emergencia al hospital.
A Vicente lo ingresaron al hospital Mount Sinai, ubicado en Queens, Nueva York, el 28 de marzo del 2020. Y esa fue la última vez que Martín lo vio con vida.
–Perdimos comunicación con él–recuerda Germán.
Martín y otros amigos quisieron visitarlo en cuanto lo internaron, sin embargo, el personal médico les impedía el acceso argumentando las restricciones sanitarias por la pandemia. Tampoco les proporcionaban alguna información sobre su estado de salud. Y, poco después, el hospital ya no tenía reporte alguno del ingreso de Vicente.
“No hay ningún Vicente aquí”, le decían a su familia.
Entonces Martín emprendió su búsqueda, mientras su familia en Zacatlán hacía lo que podía para intentar dar con él a la distancia.
Martín recorrió las calles de Nueva York, sus hospitales, centros psiquiátricos, morgues y demás lugares donde pudiera existir la posibilidad de encontrarlo. No dejaba de recordar aquella tarde cuando lo acompañó en la ambulancia y lo vio ingresar en aquel hospital donde, de la nada, ya no sabían nada de él.
El tiempo pasaba y Vicente no aparecía. Ni desde Zacatlán, ni en Nueva York, sus amigos y familiares lograron obtener información. Incluso Germán viajó a Puebla para buscar ayuda del gobierno estatal, pero tampoco ahí le dieron apoyo.
“Los consulados están rebasados porque ni tienen el personal, no cuentan con el equipamiento, a veces las personas al frente de ellos no son sensibles con los problemas de las comunidades y además no tienen recursos económicos (…), ni la voluntad política para atender esta situación”, dice Arturo Villaseñor, coordinador de Puente Ciudadano en Puebla, una organización que atiende población en contexto de movilidad.
Martín seguía la búsqueda de su hermano hasta llevarse a sí mismo al límite. Sin trabajo, terminó con sus ahorros al grado de quedarse sin casa; ya no pudo pagar la renta. A veces dejaba de comer y, cuando la vergüenza no le ganaba, se quedaba a dormir en casa de algún amigo. Desgastado y sin ánimos, luego de seis meses regresó a Zacatlán sin éxito.
Seguían sin saber de Vicente.
Un año después, cuando Germán y sus hermanos estaban planeando viajar a los Estados Unidos para continuar la búsqueda, un amigo suyo les compartió una foto que había salido en una página de desaparecidos en Nueva York: era Vicente.
–Desafortunadamente sí era él; es como nos enteramos que ya había fallecido–, lamenta Germán.
En más de una ocasión revisaron los registros del sistema forense en Nueva York y no encontraron información alguna de Vicente. Fue hasta que apareció su nombre en aquella publicación de personas desaparecidas, cuando por fin se mostraron también sus datos.
–Increíblemente en el papel, en el reporte, dice que venía del hospital Mount Sinai de Manhattan; sí tenía los datos, no sé por qué un año buscándolo y no nos dijeron nada–, reprocha Germán.
A Vicente lo trasladaron del hospital Mount Sinai de Queens al Mount Sinai de Manhattan, donde, según el informe, finalmente falleció el 31 de marzo del 2020, por un derrame tras una lesión en la cabeza. Su cuerpo fue enviado a la morgue y finalmente a la fosa común en la isla Hart, destinada a las víctimas de coronavirus, aunque él no había muerto por eso.
–Algunos migrantes nos cuentan que muchos paisanos cayeron en la fosa común–advierte Arturo Villaseñor. Y dado que la estadística de muertes abarca solamente a cierta población, la que sí pudo ser contada e identificada, hubo personas que quedaron fuera de los registros y por ende sin identificar en estas fosas, ya que no tenían una familia que reclamara sus cuerpos, y ni siquiera un nombre tras su muerte.
Incluso, en su momento, Martín sí fue a solicitar información al hospital donde su hermano murió en Manhattan, sin embargo ahí también le dijeron que no existía registro alguno de Vicente.
–Nosotros no nos explicamos por qué, si salió de ese hospital, si tenían el nombre y el registro de todo, ¿por qué cuando hablamos nosotros o por qué cuando se buscó no nos dijeron que sí salía de ahí? Desde el primer día nos hubiéramos ahorrado toda esa búsqueda, toda esa preocupación–, lamenta Germán.
Villaseñor explica que cuando fallece una persona migrante en EU se complica su localización por la falta de documentos de identidad oficiales, lo cual impide a su familia saber dónde y cómo está.
Fue la familia de Vicente la que, mediante la adquisición de una deuda, asumió todos los gastos funerarios y de repatriación de sus restos. “Lo incineraron y lo trasladaron aquí a México”, cuenta Germán, pues a pesar de que la situación económica era difícil, no encontraron apoyos de ningún tipo. La funeraria cobró entre 7 y 8 mil dólares, y ni los gobiernos de México, del estado de Puebla o de Nueva York aportaron.
La repatriación de cuerpos ha sido en incertidumbre, es un proceso muy largo y costoso, que afectó a las familias en México, sobre todo en lo económico pero también en lo emocional.
Ángelo Cabrera, líder comunitario migrante en el Bronx, investigador en temas de movilidad y fundador de la organización Masa, recuerda casos de familias a las que les llegaron a cobrar entre 10 mil y 15 mil dólares por gastos funerarios, y no recibieron ningún apoyo de parte de las autoridades.
En el caso de Vicente, la repatriación fue lenta: sus cenizas llegaron a su natal Zacatlán tras haber transcurrido cuatro meses, sumándose así a otros casos de Puebla en los que se vivió un proceso largo y complejo.
–Era inaudito pedirle a alguien que hiciera todo ese proceso (de repatriación) cuando está lidiando con el dolor de la pérdida de un familiar –sentencia Cabrera.
Además, al momento de que la familia de Vicente analizó la posibilidad de buscar una indemnización por parte del hospital Mount Sinai, un abogado desde Nueva York les explicó que los hospitales, en tiempos de pandemia, estaban protegidos por el gobierno y por ende, deslindados de toda responsabilidad por las personas fallecidas.
Intubado y con escasos signos vitales, el esposo de Guadalupe, Eriberto Zurita, se despidió de ella a través de una videollamada desde el hospital donde estaba internado, el 6 de mayo del 2020, justo antes de morir a causa de un paro cardiaco resultado del desgaste que le ocasionó el coronavirus.
A su muerte, a ella le aguardaban más problemas: lidiar con los gastos funerarios, el cuidado de sus tres hijos, las deudas y el desempleo.
–Se enfermó, lo internaron por 20 días; de ahí, como tres días antes de que él falleciera le metieron el tubo, me avisaron que, lamentablemente, le había dado un paro–, narra Guadalupe Ángel Benítez, originaria de San Felipe Ayutla, una comunidad en Izúcar de Matamoros, municipio ubicado en la entrada de la mixteca poblana.
–Cuando empezaron a llegar los contagios, empezó la tragedia–. Así lo recuerda Luis Gallegos, especialista en estudios migratorios, que llegó a Nueva York para trabajar con las comunidades migrantes en marzo del 2020, cuando se cerró el tránsito de personas.
«Entró el pánico muy acelerado dentro de la comunidad, pero empezó más cuando los contagios estaban mucho más fuertes y la gente empezó a morir».
Luis Gallegos, especialista en estudios migratorios
La primera muerte por covid-19 en la urbe se registró el 14 de marzo, pero el punto alto se alcanzó el 19 de abril, registrando mil 221 decesos. Hasta abril del 2021, el gobierno de Puebla había reportado la muerte de 660 poblanas y poblanos en EU a causa de covid-19.
El esposo de Guadalupe era originario de Tepeacatzingo, Puebla, ubicado al suroeste del estado, en el municipio de San Juan Epatlán, caracterizado por la pobreza y vulnerabilidad en la que vive el 75 por ciento de sus habitantes, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).
Eriberto enfermó a mediados de abril y tras no responder a los medicamentos, tuvieron que internarlo de emergencia. Y a pesar de que no estaban permitidas las visitas familiares debido a las restricciones sanitarias, cuando la situación se tornó más grave, permitieron que Guadalupe, sus hijas e hijo, de uno en uno, pasaran a verlo.
En el hospital les dijeron que buscarían “limpiarle los pulmones”, pero con la advertencia de que tal vez no sería suficiente.
Cuando su estado de salud pasó de grave a crítico, el hospital permitió que su hija e hijo mayores entraran a verlo. A pesar de que “su corazón ya latía despacito”, él podía escucharlos. Y así, vestidos con equipo de protección sanitaria pudieron entrar. Con ambos a su lado, Eriberto falleció.
Paralelamente, mientras la enfermedad desgastaba a su padre, su hijo empeoraba también a causa de esta. Guadalupe, también contagiada, tuvo que gestionar su recuperación. Ella recuerda que a su hijo “se le estaban tapando los pulmones”.
Yo ya chillaba, yo estaba mal, ya no podía caminar, estaba yo sin comer por seis días, y aún así yo me lo llevé al hospital arrastrando; no sé cómo tuve fuerzas de ver a un hijo que se me está muriendo.
Guadalupe Ángel Benítez
Viuda y sin papeles de residencia permanente –también conocida como green card–, Guadalupe no pudo acceder a los apoyos de asistencia económica del gobierno de Estados Unidos, de modo que atravesó el duelo en incertidumbre.
Y es que, de acuerdo con Ángelo Cabrera, durante la pandemia, tener un documento de identificación (como el pasaporte) se volvió crucial para acceder a servicios que daba el Estado, tales como: salud, fondos de apoyo para trabajadores, apoyos de asistencia en la renta, apoyos para infancias, entre otros.
–Muchas de estas familias quedaron excluidas por la ineficiencia de la representación del gobierno mexicano a través de sus consulados aquí en Nueva York -dice el líder comunitario, pues muchas personas migrantes ingresan al país sin estos papeles y necesitan tramitarlos; pero en pandemia, tardaban mucho en entregarlos.
Desde antes de la pandemia ya se documentaba la precariedad laboral, la carencia de servicios y la falta de acceso a seguridad social y programas de asistencia en que viven las y los migrantes mexicanos en este país. Tan solo en 2017, 8 de cada 10 inmigrantes (principalmente de nacionalidad mexicana) carecía de un plan de pensión y no tenía acceso a servicios de salud a través de un seguro brindado por sus empleadores.
Y sin embargo, las y los migrantes sí pagan taxes (impuestos). Según datos de New American Economy, una organización bipartidista de investigación y defensa de la inmigración, consignados por Los Angeles Times, en 2018 los inmigrantes indocumentados pagaron aproximadamente $31.9 mil millones de dólares.
Con la enfermedad vino el desempleo, y lo primero que Guadalupe tuvo que enfrentar fueron los gastos funerarios, para los cuales la familia de Eriberto y sus amistades le prestaron dinero. En contraste, el gobierno mexicano en EU respondió con negativas.
–Mi hija con amistades, yo con amistades, juntamos (dinero) gracias a Dios, pero se siente bien feo que el propio consulado no me quiso ayudar sabiendo que yo soy mexicana, él es mexicano; no les estaba pidiendo para que yo comiera, les estaba pidiendo para su funeral– reclama. Ni el consulado, ni el gobierno de Puebla la ayudaron con el proceso administrativo y mucho menos con los gastos.
Al respecto el especialista en estudios migratorios Luis Gallegos, considera que no hubo una respuesta adecuada a las circunstancias por parte del gobierno mexicano: “cuando los paisanos empezaron a fallecer y a tener más complicaciones en su vida diaria no fueron apoyados por sus autoridades, por quienes los representan”.
Guadalupe estuvo alrededor de cuatro meses sin trabajo. Antes tenía empleos de limpieza en diferentes apartamentos, después, con la crisis sanitaria, le avisaron que no se presentara.
“Me afectó demasiado porque se me juntó la renta, la luz… se me juntó todo, como no te imaginas”. En el peor auge de la crisis, con las secuelas que le dejó el coronavirus, con las deudas encima y el duelo de su esposo, salía a buscar despensas regaladas por las organizaciones civiles para alimentar a su familia.
Hoy en día ha recuperado algunos de sus antiguos trabajos y pagado algunas deudas.
Cuando Rosa y José Juan no pudieron enviar dinero a México sintieron frustración. “No tenemos qué comer”, les decían por teléfono la madre y el padre de él. Entonces pedía prestado para mandar algo. De acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), 7 de cada 10 migrantes en el mundo dejaron de enviar remesas a causa de la pandemia.
Rosa Mota, originaria de Tehuacán, un municipio a 132 kilómetros de la capital poblana, lleva 17 años en el estado de Nueva Jersey viviendo con su hija y esposo. Actualmente funge como niñera, aunque antes de la pandemia se dedicaba a la limpieza de hogares pero, igual que 335 mil 430 inmigrantes mexicanos en EU entre diciembre del 2019 y diciembre del 2020, según cifras del Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos (CEMLA), perdió su empleo y con ello la oportunidad de enviar remesas a su familia en México.
–Mi hermano falleció y la mamá de mi nuera también (en México)– a causa del virus, recuerda Rosa. –Fueron situaciones bien tristes y dolorosas, la verdad: no poder hacer nada, no poder ayudar. Me sentía bien mal.
Su esposo José Juan Montoya se dedicaba a la fabricación de colchones, pero también perdió el trabajo en la pandemia. Ambos quedaron sin sueldo, compensaciones o apoyos del gobierno para resistir la crisis sanitaria con su hija, Celeste.
–Somos inmigrantes, no gozamos de los mismos privilegios que los ciudadanos de aquí, de este país. Ellos dejaron de trabajar, pero seguían recibiendo su cheque por desempleo, nosotros no–. Así lo expresa José Juan, quien también tuvo que experimentar la angustia de tener a un ser amado enfermo en México por covid-19: su padre
En casa también enfermaron Rosa, José Juan y su hija. “Yo estuve tan enferma que tuve miedo, mucho miedo y más que nada por mi nena, porque ella me tiene a mí y a mi esposo”.
Ambos creen que en México existe la sensación de que las y los migrantes que viven en Estados Unidos “viven bien y no les falta nada”. Sin embargo, Rosa asegura que se vive en condiciones complicadas, rodeadas de discriminación y racismo.
–Quiero decirles que se borren esa idea de la cabeza de pensar que aquí los que venimos a este país a trabajar vivimos como reyes, no es cierto, nos rompemos el lomo para ganar un peso y para poder ayudarnos, que no piensen eso de que nosotros somos malos hijos, malos hermanos o malos padres (por no enviar remesas)– sentencia José Juan Montoya.
«Nueva York es una ciudad de muchísimos recursos, con una infraestructura de gobierno vasta y desarrollada, pero profundamente desigual; y durante la pandemia estas desigualdades se exacerbaron y la gente que vivía marginada económica, social y políticamente se vio sumamente afectada». este es diagnóstico de Marco Castillo, presidente de la junta directiva de la Red de Pueblos Transnacionales, una organización migrante integrada principalmente por personas de origen poblano.
Cuando los gobiernos de México, Estados Unidos y Puebla fueron omisos para atender las necesidades de las y los migrantes, fue la generosidad de la comunidad la que les permitió salir adelante. Berenice Santiago, integrante activa de la Red de Pueblos Trasnacionales y migrante poblana, recuerda que a través de despensas, acompañamiento y entregas de bienes básicos pudieron ayudar a las familias que más lo necesitaban.
«Para nosotros hablar de la respuesta del gobierno mexicano para enfrentar el problema de COVID en Nueva York, y especialmente para brindar apoyo a los connacionales poblanos, fue fatal, fue un insulto».
Ángelo Cabrera
Rosa Mota lo veía como un compromiso moral, no “soltar la toalla” hasta que la gente saliera de la enfermedad. “Nos ayudamos de parte y parte, porque aquí así es, no hay de otra”.
–Durante la pandemia, las comunidades más devastadas por el COVID fueron las comunidades migrantes, porque ellos no tuvieron el lujo de quedarse en casa para resguardarse por su estatus migratorio, por las leyes anti inmigrantes, desde este proceso
*Este trabajo forma parte del especial Covid y Desigualdad. Aquí puedes ver el resto de los trabajos.
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