Después de los movimientos emancipadores de América Latina, la región ha hecho un esfuerzo por lograr un desmarcaje ideológico. La búsqueda de lo “original” se convirtió en una utopía. Hoy, esa búsqueda sigue siendo necesaria
Por José Ignacio De Alba
La llamada “segunda emancipación” buscó construir en América un espacio verdaderamente autónomo frente a Europa. Pero ha sido una confrontación constante. Mientras algunos se empeñaron en que la región sirviera al capitalismo global, otros, pretendieron crear una vía nueva, donde el desarrollo consiguiera un impulso propio.
Los intelectuales que tuvieron una posición receptiva a ideas exógenas mantuvieron un pensamiento de integración totalizador, pretendieron borrar a los grupos sociales dentro de un país, para que quedaran ligados a la idea de “unidad nacional”. Bajo una mirada cientificista se exterminó a grupos, considerados como “bárbaros”. El enemigo es quien se opone al “progreso”.
La otra postura fue paternalista, la autoridad ganó notoriedad al extremo que el Estado perdió personalidad. O, mejor dicho, la personalidad del líder permeó sobre las funcionalidades del Estado. La cohesión social se logró con un poderoso discurso moral, casi religioso.
El debate entre cosmopolitismo y nacionalismo ha fraguado una batalla larga en América Latina, uno encontró el enemigo dentro del territorio nacional. Otro, lo encontró fuera. En el continente se han instalado distintos cronómetros ideológicos, en toda la mixtura de ideas la emancipación es un concepto cada vez menos potente. Aunque no dejan de ser necesarias.
Durante los años sesenta y setenta se elaboró una fuerte crítica a los modelos europeos. Por ejemplo, el intelectual argentino Sergio Bagú escribió que mientras occidente se proclama como “cuna del progreso y los derechos humanos”, ninguna cultura como esa se ha construido de forma tan escandalosa en la polarización, esclavitud, pobreza y servidumbre.
El capitalismo se logró gracias a la “sangre y el lodo” de la acumulación originaria, que bien explicó Marx. Desde América Latina se impulsó el desarrollo de Occidente, la gran riqueza y el formidable progreso científico no hubieran sido posibles sin la violencia que se ejerció en nuestros países.
La emancipación del Siglo XIX logró una formal independencia política, aunque en los hechos fuera ambivalente. Prácticamente no se permitió ningún modelo en la región que no fuera tutelado por las potencias occidentales.
En los años sesenta el mundo quedó crispado, basta recordar la ola emancipadora y revolucionaria que recorrió países de África y América Latina. La Teología de la Liberación tocó las puertas de la iglesia, la decolonialidad fue una actitud que circundó desde entonces al mundo intelectual y las ciencias.
Aunque las potencias occidentales fueron reacias al cambio en la región, donde impusieron su voluntad para proteger sus intereses. No dudaron en accionar directamente.
El centro-periferia es una herramienta analítica aún vigente, aunque no solo remite a un problema económico. La periferia es un satélite que también transita sobre el ámbito de las ideas. Desde dónde se piensa la realidad latinoamericana es un problema en sí mismo.
Las “leyes universales” quedaron en entredicho desde los sesenta. Las fórmulas que explican y realizan a sociedades occidentales y burguesas no podían aplicarse a americanas, que viven en circunstancias particulares. Incluso, es destacable que la experiencia del marxismo soviético quedó corta para engranar la realidad regional.
Hoy el sistema occidental vive en crisis, el arribo de la ultraderecha a varias esferas nacionales arroja a varios países a discusiones que se pensaban superadas después de la Segunda Guerra Mundial. La democracia y los derechos universales sufren una regresión. Una vía original es más necesaria que nunca.
Aunque la relación de dependencia que vive la región sigue empeñada. La supervivencia regional depende de nuestra originalidad política. La intelectual Fernanda Beigel propone pensar América Latina desde una nueva frontera:
“Implica pensar las “situaciones de dependencia” en relación con estructuras nacionales e internacionales de dominación, pero también en función de una dialéctica histórica que permita incorporar las contingencias, las condiciones específicas que, a la vez, colaboran para modificar esas estructuras. Significa redefinir las unidades de
análisis, reelaborar nuestras categorías y asumir el compromiso al que nos convoca”.
Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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