La crueldad no se hereda por algún infausto tipo de principio o predestinación fatal; al contrario, se enseña y se aprende, no sólo por un proceso de transmisión social o cultural, sino además, más precisamente, por medio de procesos sofisticados
Elideth Fernández*
Recientemente me invitaron a participar en un foro con notables personalidades antitaurinas. El tema en cuestión: ¿cómo me hice antitaurina? suscitó en mí una reflexión al respecto cuando, pensando en el foro días previos al mismo, reparé en que los valores a veces se encuentran invertidos. Nadie se hace antitaurino, se nace antitaurino. ¿No sería mejor preguntarnos por qué la gente se hace taurina? En efecto, los niños generalmente venimos al mundo con empatía natural e innata hacia los animales. La crueldad no se hereda por algún infausto tipo de principio o predestinación fatal; al contrario, se enseña y se aprende, no sólo por un proceso de transmisión social o cultural, sino además, más precisamente, por medio de procesos sofisticados y sistemáticos de inculcación y formateo metódicos diseñados y transmitidos expresamente para ese fin específico.
Y no me refiero estrictamente al espectáculo bárbaro que niños y adultos presencian en una corrida de toros pública, sino a lo que hay tras bambalinas… algo que la inmensa mayoría ni siquiera se cuestiona. Dejo a su imaginación cómo deben ser los entrenamientos de formación de esta tradición, prácticas correspondientes a lo arriba mencionado y que tienen inicio en la infancia muy temprana, enfrentando a dos inocentes creaturas: niños y becerros. ¿Se imaginan, más allá de una imagen, a un niño lastimando e hiriendo a un becerrito hasta verter su sangre, incluso hasta la muerte agónica de éste último, entre bramidos y estertores de miedo y de dolor? Es simplemente abominable el imaginarlo. De pronto circulan en las redes algunas de esas terribles escenas; muy pocas, por cierto. La condena sería peor si se filtraran a la opinión pública. Desde luego, tiene el niño que violentarse a sí mismo para aprender a torturar y a matar. ¡Cuántas víctimas de ese escalofriante aprendizaje!
Hay ópticas subjetivas como lo es la apreciación artística de cada individuo, tanto como artista como espectador. Cada uno de nosotros nos exponemos a la obra de arte de diferente manera, y se puede o no tener con ello una experiencia estética. En ese sentido, no nos podemos poner en el lugar del otro. Esto dicho, estudiar la Historia del Arte o realizar una actividad con excelencia y pericia atribuyéndole subjetivamente cualidades y valores relativos según una apreciación estrictamente personal, no necesariamente es arte, e incluso, podría estar lejos de serlo. En fin… expresar una idea tan subjetiva como ésta o debatir los innumerables ensayos sobre el Arte o sobre nuestra propia percepción del mismo, no es materia de este escrito. Sin embargo, tenía que mencionarlo porque, en nombre del « arte », y para satisfacción de una minoría cada día más marginal, se justifica la tauromaquia y un cierto comportamiento humano –o mejor dicho, inhumano– en torno a ésta.
En ese sentido quiero hacer énfasis en las verdades objetivas que son irrefutables, porque están a la vista, como es el infligir dolor y sufrimiento a un individuo de forma consciente, voluntaria, meticulosamente codificada y, retomando la conocida fórmula, con toda premeditación, alevosía y ventaja. Sin duda, estas acciones no son éticas. En este caso, sí es posible ponernos en el lugar del otro porque anatómicamente compartimos por naturaleza el mismo sistema nervioso central que el toro y otros mamíferos. Es muy simple entenderlo: si te sacan un ojo en una riña, la experiencia será en la misma magnitud tan traumática y dolorosa para ti como lo sería para tu perro si le sucediera a él, ambos quedarán tuertos porque nuestro amigo cuadrúpedo dispone de cinco sentidos, terminaciones nerviosas y experimenta sensaciones y sentimientos.
Asimismo, empieza el calvario del toro desde que lo apartan de su manada para trasladarlo a lo que será su tumba circular. Cuando da inicio la corrida, de entrada le clavan en el lomo una lanza que cercena sus músculos, tendones, ligamentos, arterias y venas; perderá así una cantidad muy importante de sangre desde el principio de la faena. Posteriormente, le ensartarán en dicho lugar tres pares de banderillas – es decir, de arpones acerados – para provocarle más dolor y siga desangrándose… Acto seguido, introducen en su capacidad torácica una espada de casi un metro de longitud, misma que seccionará todas las estructuras anatómicas que encuentra a su paso, provocándole una abundante hemorragia interna. El toro se irá asfixiando poco a poco, ahogándose en los borbotones de su propia sangre. La estocada ideal es aquella que dicen que « mata rápido » pero que evidentemente no se logra en todas las ocasiones, incluso son las menos, aun por matadores experimentados. Fue lo que yo constaté. Y si no muere por la estocada, proceden a moverlo de un lado a otro por medio del capoteo, obligándolo a girar sobre sí mismo para seguir destrozando sus órganos por dentro. Yerto sobre sus patas rígidas y resistiéndose a caer, en carne viva le bajan y le suben la espada que ha cruzado su cuerpo… Por último, le seccionarán la médula espinal y se desplomará tetrapléjico, dicho de otra manera, paralizado en todos sus miembros pero aún vivo y consciente. Después de varios minutos, acabarán con su agonía apuñalándole la nuca, tras lo cual lo arrastrarán fuera del ruedo cual harapo.
Disculpen los lectores mi forma tan llana de describir y mostrar estas sevicias grotescas de las que he sido testigo y he documentado en múltiples ocasiones. Es lo que he registrado con mi lente. El sufrimiento psíquico y físico del toro ha sido desde hace muchas décadas certificado científicamente. Sin embargo, no necesita uno de la ciencia cuando se estáa escasos centímetros de distancia de semejante espectáculo y se oye mugir al toro de angustia y dolor… no hay forma de describir, y menos de justificar tal barbarie, a la que algunos le imputan artificiosas «virtudes», pero esas -las de la tortura- justamente no lo son. Muchos dirán: entonces que no se mate el toro durante la lidia… Finalmente, al toro, si no es masacrado en la plaza, lo acabarán matando de cualquier manera y de otras formas, misma suerte que correrá el caballo, otra víctima de la tauromaquia, pero esta es otra historia: la de los derechos animales. Contados son los toros a los que se les permite conservar la vida y pastar libremente en las dehesas. La opción ética de crear santuarios para su preservación sería motivo de reflexión para los que, como decíamos más arriba, fueron hechos taurinos, si quieren seguir reproduciendo toros « de lidia », recintos patrocinados por aquellos mismos que fueron sus verdugos, y pretenden, según sus chocantes decires, « amarlo »; ésta sí sería una real y verdadera muestra de amor y de valentía. Paralelamente, erigir un museo para recoger el recuerdo de la tauromaquia si así les apetece, ¿por qué no? Después de todo, en su lado más siniestro, ha sido parte de nuestra cultura y de la historia del país, y así contribuirían ellos mismos a remembrar los crímenes y faltas que no deben repetirse nunca más como humanidad. Un museo pues que nos hable del principio y fin de una época. Una triste y sombría época, por fin superada.
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