22 septiembre, 2021
En el contexto de prohibición de drogas, las mujeres son consideradas sujetos explotables, desechables y reemplazables. Son convertidas en instrumentos y botines de guerra por parte de organizaciones criminales y también ocupan los eslabones más bajos en la cadena de producción, donde están expuestas por su vulnerabilidad
Por Monserrat Angulo*
El uso de drogas suele estar vinculado a los hombres debido a cánones sociales. Esta representación cultural impide visibilizar la experiencia de las mujeres y otras identidades de género. Por lo general esta dimensión queda al margen del diseño de servicios de salud y de políticas públicas en materia de drogas, creando un sesgo importante que desconoce las problemáticas y necesidades que enfrenta esta población.
Como bien explica Ana Burgos, el género “es una categoría de organización social que estructura el mundo”. Establece relaciones sociales basadas en desigualdades que se enmarcan en creencias, prácticas, roles y mandatos. Dichas diferencias responden a la distinción biológica de los sexos fijando relaciones de poder jerárquicas y binarias, donde la mujer y lo femenino es colocado en un estado de inferioridad con respecto a los hombres y lo masculino.
En consonancia con estos esquemas de comportamiento, las mujeres usuarias de drogas son más estigmatizadas y castigadas socialmente al desafiar los mandatos de género o las expectativas que nos colocan como “madre, esposa, cuidadora, guardiana de la moral y los valores sociales”, como bien identifica Angélica Ospina en sus investigaciones. Este hecho incrementa potencialmente los riesgos de vivir algún tipo de violencia, además de legitimar las estructuras que reproducen.
En el contexto de prohibición de drogas, la faceta patriarcal de la violencia se intensifica por motivos de género. Las mujeres son consideradas sujetos explotables, desechables y reemplazables para otros. Por un lado, son convertidas en instrumentos y botines de guerra por parte de organizaciones criminales y, por el otro, ocupan los eslabones más bajos en la cadena de producción, donde suelen estar más expuestas debido a sus condiciones de vulnerabilidad.
Los impactos de ambos sistemas de opresión en la vida de las mujeres son preocupantes. Por ejemplo: en México “los delitos contra la salud representan el 43% de los casos de ingreso de las mujeres por delitos del fuero federal”, según investigaciones de Equis Justicia Para Las Mujeres. Muchas de ellas se ven obligadas a realizar estas tareas debido a su situación económica, la violencia de género perpetrada por sus parejas y las exigencias del ritmo de vida actual. Además de enfrentar sentencias desproporcionadas por la comisión de delitos no violentos.
Otro ejemplo es el aumento de la criminalización de esta población. En una investigación publicada en La Dosis se expone que las detenciones por delitos contra la salud aumentaron en las mujeres usuarias que viven en la CDMX entre 2018-2019. Esto puede deberse a una mayor participación en el mercado ilegal o mayor exposición del consumo en el espacio público. Las detenciones por posesión simple ocurren principalmente en la Alcaldía Iztapalapa y la mayoría no llegan a concluir en una sentencia. Hablamos de mujeres jóvenes que habitan las periferias y se enfrentan al hostigamiento policial.
En general, existen otras prácticas sistemáticas de graves violaciones a derechos humanos cometidas durante el régimen de prohibición y guerra tales como la desaparición y el desplazamiento interno forzado, así como el feminicidio y la tortura sexual en situaciones de detenciones arbitrarias cometidas por autoridades y organizaciones del crimen organizado. Las investigaciones de Intersecta son un recurso indispensable para entender a qué nos referimos cuando hablamos de las dos guerras que vivimos por el hecho de ser mujeres.
Ahora bien, ¿qué sucede en relación con el consumo y el acceso a tratamiento? El consumo de drogas legales al ser menos rechazado por la sociedad es más común en esta población. De acuerdo con el reporte de alcohol de la ENCODAT 2016-2017 el consumo de esta sustancia en ambos sexos es similar, pero los hombres mantienen porcentajes más altos y desarrollan dependencia con mayor frecuencia. En cuanto al reporte de tabaco, ocurre algo similar; de los 14.9 millones de personas que fuman, al menos 3.8 millones son mujeres.
Otro aspecto importante pero que queda al margen de este estudio es el consumo de medicamentos psiquiátricos por parte de esta población. Como bien explica Rebeca Calzada, esta práctica se “acerca más a lo que se espera del rol tradicional de la mujer, es decir, una persona pasiva, dependiente, obediente –que no desafía o cuestiona el sistema patriarcal”. Estos medicamentos intentan paliar las “patologías” que desarrollamos al intentar cubrir las expectativas de género que las sociedades colocan sobre nuestra existencia.
¿Pero qué pasa con el resto de las sustancias? El reporte específico señala que las mujeres consumen menos que los hombres y presentan menos niveles de dependencia. Entre 2011-2016 refleja un repunte del consumo de este sector, especialmente en la cannabis aumentó hasta tres veces, mientras que el consumo de cualquier droga se duplicó y el consumo de drogas ilegales pasó de 0.4% a 1.1% en los últimos años. El uso de crack, alucinógenos, inhalables, heroína y metanfetamina se mantiene constante, con excepción de la cocaína.
De acuerdo con los datos, la edad de inicio para el consumo de drogas ilegales en ambos sexos es de 17.7 años. El consumo en la población adolescente aumentó al doble en el último año. Esto quiere decir que las mujeres jóvenes se encuentran más expuestas a relacionarse con alguna sustancia ilegal. De igual forma, de las 546 mil personas que reportaron tener algún tipo de dependencia relacionada con las drogas, cerca del 2% (10,920) son mujeres y su concentración es mayor en la población adolescente (12-17 años).
Las mujeres adolescentes con dependencia enfrentan mayor dificultad para trabajar o estudiar, mientras que las mujeres adultas de 18-34 años tienen más días perdidos. De las personas que reportaron tener dependencia el 20% asistió a tratamiento, de esto las mujeres reportaron haberlo hecho en un porcentaje menor en comparación con los hombres, 12.8%. Esto es importante porque da cuenta de la falta de acceso que tiene esta población para acceder a tratamiento, especialmente del tipo residencial, mismo que suele realizarse de forma involuntaria.
Existen distintas explicaciones alrededor de ello. Por un lado, se trata del estigma y la discriminación que viven al momento de acudir a los servicios de salud. Estos estereotipos generan barreras de acceso que se traducen en exclusión, desconfianza institucional, tiempos de espera, falta de medicamentos o atención digna, así como cuestionamientos revictimizantes que omiten los roles que ocupan, obligándolas a decidir entre ejercer su maternidad o su derecho a iniciar tratamiento.
Por otro lado, la cantidad de centros de tratamiento dirigidos al uso problemático de las mujeres es mucho menor en comparación con los hombres. Principalmente porque no atienden las necesidades específicas de las mujeres usuarias. El diseño de estos modelos presenta un sesgo androcéntrico que no reconoce su situación real, prácticas de consumo, motivaciones y patrones de violencia que atraviesan, muchos de ellos factores determinantes en el desarrollo de abuso o dependencia hacia las sustancias.
Nuria Calzada explica que muchos de los estudios epidemiológicos que existen ignoran por completo la relevancia de la categoría género. Lo mismo sucede con las intervenciones dirigidas a esta población. No tomar en consideración este componente significa invisibilizar los efectos de un ordenamiento sociocultural que opera en los cuerpos de las mujeres, lo que un antropólogo llama ‘las lesiones de la vida’, como por ejemplo: la medicalización continua para tratar temas de salud mental derivados con la situación de inferioridad de género.
Es así como la visión androcéntrica presente en los servicios de salud pública, en combinación con los principios del paradigma prohibicionista, resulta en un dispositivo que excluye, condiciona, culpabiliza, obliga y castiga los cuerpos a través del encierro y aislamiento. Esto refuerza la construcción de una dicotomía entre las “buenas mujeres” y las “mujeres caídas”. Sin mencionar que la gran mayoría de estos centros de tratamiento no se encuentran regulados.
Las intervenciones de reducción de riesgos y daños son una apuesta alternativa que recientemente intentan poner al centro los derechos de las mujeres usuarias al incorporar un eje transversal de corte interseccional, basado en la ciencia, el trabajo comunitario y la educación entre pares. En México la Ley para la Atención Integral del Consumo de Sustancias Psicoactivas de la Ciudad de México y la NOM-028-SSA2-1999 son herramientas jurídicas que lo respaldan.
Si bien no existen suficientes servicios de salud que integren ambas perspectivas y aún queda mucho por hacer. En México se encuentra 1 de las 4 salas de uso supervisado que existen en el mundo. Este dispositivo implementado por VERTER AC se encuentra instalado en Baja California. “La sala” emerge en 2018 con la intención de crear un lugar seguro donde las mujeres usuarias pueden acercarse y recibir distintos servicios de salud: asesoría en salud sexual y reproductiva, aborto seguro, violencia de género, pruebas de detección de ITS y análisis de sustancias, cuidados prenatales y materno infantil, por señalar algunos.
Los servicios, materiales y el tipo de atención que se desarrolla en este espacio responden a las características de las mujeres usuarias y de sus contextos. Es decir, su estado de salud, el tipo de sustancia que utilizan, las formas de consumo, las problemáticas que viven, entre otras. La continuidad del trabajo de campo ha permitido encontrar características puntuales. Muchas de las mujeres usuarias tienen perfiles distintos, utilizan el servicio de forma recurrente; practican el policonsumo; viven en situación de calle; no cuentan con fuentes de ingreso; realizan trabajo sexual y son hostigadas constantemente por la policía
El cúmulo de experiencias recogido por este dispositivo comunitario centrado en las mujeres permite comprender de primera fuente las necesidades de esta población. Esto ayuda a construir herramientas más focalizadas, conocer trayectorias de consumo, motivaciones y preferiencias, así como identificar factores de riesgo que se encuentran presentes, especialmente aquellos que derivan por su condición de género, como la violencia sexual en los espacios de consumo.
Los servicios de reducción de riesgos y daños con perspectiva de género necesitan devolver la dignidad a las mujeres, reconocer su diversidad y otorgarles herramientas para que puedan ejercer su autonomía, así como construir redes de apoyo que les permitan desarrollarse libremente. ¿Cuáles son los puntos que deben retomarse? A continuación se presenta un breve listado que recoge algunos aspectos propuestos por distintas especialistas en reducción de riesgos y daños que trabajan el tema:
La Fundación Salud y Comunidad en colaboración con el Ministerio de Sanidad en Barcelona han desarrollado principios rectores, propuestas metodológicas e intervenciones que son ejemplos importantes de lo que debemos estar haciendo. El análisis de la matriz de opresión por sexo y género en el uso de drogas desde una mirada interseccional es una tarea urgente e indispensable. El reto ahora es transitar a su implementación y tejer con una perspectiva feminista que cuestione y transforme de raíz las desigualdades que vivimos como mujeres usuarias, corporalidades feminizadas o identidades no hegemónicas.
* Coordinación en ReverdeSer Colectivo.
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