16 mayo, 2019
Poco hace Cuauhtémoc Blanco para resolver el problema de violencia que heredó en Morelos. Su jugada es pretender lavarse las manos y patear hacia el gobierno federal la responsabilidad de pacificar la entidad.
Era un restaurante de mariscos en la colonia Roma de Ciudad de México, con pantallas de televisión casi en cada muro acompañadas de camisetas de fútbol y fotos del Estadio Azteca.
Nada del otro mundo en su comida aunque las cervezas siempre estaban bien frías. Pero el atractivo central de La Palapa del 10, el nombre del negocio, no era ése.
A veces los martes, jueves o viernes era común encontrar al dueño del negocio departiendo con amigos, la mesa llena de platillos, cervezas, tequila y rones.
Los comensales se acercaban para tomarse fotos con él y pedirle autógrafos. El empresario, feliz y de buen modo, siempre atendía a sus clientes.
La anécdota nada tendría de particular si no fuera por el nombre del personaje: Cuauhtémoc Blanco Bravo, exfutbolista, campeón de liga con el equipo América y quien en esos días trabajaba como alcalde de Cuernavaca.
Por eso llamaba la atención verlo ahí, al frente de su negocio en los momentos que, supuestamente, debía atender los graves problemas de la capital de Morelos.
Pero El Cuauh, como lo bautizaron los locutores de Televisa, siempre ha sido criticado por su aparente desinterés por la administración pública.
La historia se repite tras el asesinato de dos líderes de vendedores ambulantes el pasado 8 de mayo.
El crimen, a media mañana, en la plaza central de Cuernavaca, a un lado de Palacio de Gobierno y ante cientos de testigos es la evidencia más reciente de la intensa crisis de inseguridad en el estado.
Y no está claro si el gobernador Blanco Bravo entiende la dimensión del problema.
Desde hace varios meses el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) desplegó en Morelos una agresiva campaña para apoderarse del territorio y desplazar a las bandas locales de narcotráfico, secuestro y extorsión.
En el estado todavía operan grupos vinculados a lo que fuera la organización de los hermanos Beltrán Leyva, principalmente en el trasiego de cocaína.
Desde hace tiempo la banda de Los Rojos, dedicada al tráfico de heroína, movió casi todas sus operaciones al sur de la entidad donde, según especialistas e informes oficiales, mantiene varias bodegas para almacenar la mercancía.
A esto se suma el histórico atractivo del estado para la delincuencia organizada. Morelos es un importante centro de logística con comunicación carretera hacia el sureste y las costas del pacífico.
Desde allí es fácil moverse por carretera a Puebla, Veracruz y Ciudad de México. También hay un aeropuerto con poca vigilancia, y en lugares como Cuernavaca, Tepoztlán, Cocoyoc o Yautepec abundan las casas de descanso con grandes jardines y albercas.
Pocos sospechan si a la mansión vecina llegan camionetas de lujo y los ocupantes se quedan por semanas. Nadie pregunta.
También hay muchas propiedades abandonadas por la violencia que de pronto son ocupadas o reciben una vigilancia inesperada. En los balnearios de Morelos conocen bien estas historias. Les acompañan hace décadas.
Son, pues, sitios ideales para las bandas de delincuencia organizada que encuentran en esos lugares un espacio para “guardar” a capos, sicarios, familias o terminar las operaciones finales de compra-venta de droga y otras mercancías.
Pero hay más. Por la autopista que comunica Ciudad de México con Acapulco; desde caminos vecinales a Tierra Caliente, Guerrero, o con avionetas de vuelos a baja altura, es relativamente sencillo para las bandas mover goma de amapola desde Iguala o Chilpancingo.
Igual con los paquetes de cocaína que desembarcan en playas de la Costa Grande como Petatlán, Guerrero, así como una multitud de caletas en toda la zona ribereña al Pacífico.
Todo se mueve con rapidez. A Yautepec, Jojutla, Cuautla, Amacuzac y sobre todo Cuernavaca.
Y de allí al norte. La cocaína viaja a lugares tan cercanos como las alcaldías de Tlalpan, Tláhuac, Xochimilco y sobre todo Cuauhtémoc.
La goma va más allá. La entonces Procuraduría General de la República (PGR) documentó una red de trasiego de heroína desde Guerrero y el sur de Morelos hasta Chicago, a través de líneas trasnacionales de autobuses de pasajeros.
Es una cara del mapa. La otra está en Huitzilac, municipio morelense en las faldas de los bosques fríos del Ajusco donde hace por lo menos 15 años las bandas de talamontes mantienen el control casi total del territorio.
Los grupos han asesinado a defensores de derechos ambientales. Las bandas secuestran o asaltan violentamente a ciclistas o familias que se atreven a acercarse a la zona más alta de esa región montañosa, conocida como El Pico del Águila.
Y a todo esto se suma la reciente oposición comunitaria a la termoeléctrica en en Huexca.
Es una pincelada en el cuadro de violencia que padece Morelos. Es verdad que el gobernador Cuauhtémoc Blanco heredó el problema. Pero también lo es que poco hace para resolverlo.
En las horas siguientes al asesinato de líderes de ambulantes en el zócalo de Cuernavaca, el exfutbolista pidió al presidente López Obrador que enviara a la Guardia Nacional a Morelos porque “solos no podemos”, dijo.
Es su propuesta para desactivar la bomba de tiempo que se acerca al límite antes de estallar –peor que ahora- en el estado.
En el gobierno del presidente López Obrador, entre académicos y consultores en seguridad, el escenario es distinto.
Como lo hizo en su período como alcalde de Cuernavaca y ahora como uno de los gobernadores más populares del país, Cuauhtémoc Blanco pretende lavarse las manos y patear hacia el gobierno federal la responsabilidad de pacificar a Morelos.
Y de paso al resto de México. ¿Funcionará la jugada a nivel de cancha del popular gobernador de Morelos?
Sepa. Lo único claro es que el presidente López Obrador no está muy contento con el exfutoblista. Y que en Morelos cada día de ausencia de su gobernador le cuesta.
Productor para México y Centroamérica de la cadena británica BBC World Service.
Periodista especializado en cobertura de temas sociales como narcotráfico, migración y trata de personas. Editor de En el Camino y presidente de la Red de Periodistas de a Pie.
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