Recuerdo los francotiradores que las autodefensas “importaron” desde EEUU: chavos de origen mexicano nacidos allá, portando armas espectaculares. Recuerdo los coche blindados «de forma artesanal», verdaderos logros del ingenio mexicano.
Tw @lydicar
Mataron a Hipólito Mora. Así, con muchos balazos, en la Ruana. Alguna vez fui a la Ruana. A Mora no lo conocí, pero sí entrevisté alguna vez (ahora parece otra vida) a su archienemigo, el Americano. La Ruana, ese pueblo de Tierra Caliente que es alebrestado y necio como la yegua de color ruano a la que mejor prefirieron rendir culto, antes que adoptar el nombre “oficial” de la población: Felipe Carrillo Puerto.
En esa región hacen las mejores aguas frescas del país, las corundas saben a comida de dioses, la gente es atrabancada y orgullosa, tan orgullosa que sigue enfundada –hombres y mujeres– en esos pesados pantalones de mezclilla, aunque el calor rebase cualquier decoro. Y, aquí la gente anda armada. El pueblo ha visto ir y venir caudillos, caudillos-narcos, narcos-asesinos seriales, narcos-con-síndrome-de-robin-hood, sacerdotes temerarios que combinan el sermón con la supervivencia; pueblo-alzado, pueblo-alzado-y-pagado, cortadores de limón-mercenarios, cortadores de limón-sobrevivientes–víctimas. El pueblo ha visto cómo se llevaron a sus hijos, hijas, niños, que jamás volvieron. Pero el pueblo sigue buscando vivir de alguna forma. Tener esperanza, o al menos amueblar la desesperanza.
Tierra Caliente no es una tierra pobre. Hay tanto; tanta agroindustria, sobre todo. Limón, tanto limón, mango, cultivos de exportación: frutas de colores brillantes y esmaltes brillantes. Una ganadería de casi primer mundo; una leche tan gorda y rica que la capa de nata es mítica. Pero igual que en el resto del país, hay gente pobre. Tanta agroindustria de exportación y tantas familias cortadoras de limón que viven al día, en la miseria, con niños descalzos jugando en calles polvorientas.
La Ruana y el pueblo vecino, Tepalcatepec (el cual, por cierto es más rico, con gente más poderosa) es la cuna de las autodefensas que se levantaron en 2013. Hace más de 10 años. Tantos años, que los héroes-bandidos de entonces han sido olvidados, o se sabe de ellos lo mínimo. Ha pasado tanto en tan poco tiempo en una década. Y este país vive al día en estupefacción por el horror presente. Así que hay pocos que recuerdan con profundidad aquellos años.
Solo un resumen del movimiento, narcos viejos y gente harta iniciaron una revuelta, luego se resquebrajaron las alianzas. Y el gobierno federal movió todas las piezas cual ajedrecista.
Empecemos por lo más denunciado. Algunos rebeldes se volvieron narcos. ¿O es que siempre lo habían sido? ¿Cuál era el ideal por alzarse?, ¿qué dejaran de llevarse a sus hijas a violarlas y embarazarlas?, ¿qué dejaran de llevarse a sus hijos para corromperlos, convertirlos en asesinos y torturadores, hasta que ellos mismos murieran en algún intercambio de balas? Recuerdo los horrores que destapó ese alzamiento. Lo que cada autodefensa denunciaba. Todo lo que habían visto: los niños asesinados, los trailers con carne humana, los ritos de Caballeros templarios, que de forma simultánea creían en un dios y tenían unos retorcidos ideales, y a la vez rendían culto a las fuerzas del mal. Todo de una forma tan intercambiable: rezarle a dios y al diablo, literal. Los cuadernillos evangelizadores de los líderes templarios, un esbozo de marxismo, mezclado con dios y la Tuta como predicador. Y luego, las ridículas mallas de caballero medieval que tenían, que las autodefensas de nuevo exhibieron cual trofeos de guerra en cada pueblo que pasaban.
Recuerdo los francotiradores que las autodefensas “importaron” desde EEUU: chavos de origen mexicano nacidos allá, portando armas espectaculares. Recuerdo los coches blindados «de forma artesanal», verdaderos logros del ingenio mexicano. Recuerdo cómo levantaban a los halconcillos –morrillos menores de edad que trabajan para los contrarios– y cómo los obligaban a pasearse con camiseta blanca para que sus antiguos patrones los creyeran desertores.
En las guerras los que pierden siempre son las niñas, los niños, los adolescentes. Niños al fin.
Recuerdo en particular un «recorrido» en una de las camionetas del Americano, ese enemigo mortal de Hipólito Mora, recién asesinado. Las armas largas, las metralletas, cómo fumaban mota mientras jugaban a balacear un bosque. Prácticas, decían.
Recuerdo el miedo que sentí en aquellos días, y la desazón, y las desesperanza, y la gente muerta de la que hablaban. Recuerdo que México duele hasta la puta médula, y sigue doliendo cada día. ¿Cuántos días más? ¿Cuántos héroes bandidos más tendremos que reportar desde la prensa, tratando de armar una realidad que tenga lógica, sin decir que todos, todos han enloquecido? ¿Cuántos niños de la calle asesinados por psicópatas que esta sociedad tan desigual y tan violenta ha/hemos creado? ¿Cuántos “corresponsales de guerra” no declarados?
Recuerdo que me tocó una balacera. Una muy dura, muy fea. Sentí mucho miedo, miedo a morir, pero extrañamente, lo que más sentía era miedo a quedar desfigurada y vivir. Es que estaba yo recién enamorada. ¿Aquel hombre que acaba de conocer me querría si perdía yo media cara ahí en las calles de la Nueva Italia? ¿Me daba miedo sentir dolor. Nunca sentí con tanta claridad la fragilidad de mi carne. Cuando regresé, unos meses después tomé un café con Narciso Contreras, que ya entonces era un sazonado corresponsal de guerra. Caminábamos por Coyoacán, con unos cafés del jarocho. Debía haber una fiesta de pueblo, algunos cuetes estallaron en el cielo. Me ganaba el sobresalto. «Desde que estuve allá cuando escucho algo así, no puedo calmarme», confesé. «Es el estrés postraumático», dijo Narciso como quien habla del clima. Y después de un rato agregó pensativo: «yo veo más peligroso ser reportero en México que lo que hago». Al menos, recuerdo que dijo, en las guerras hay un código claro, sabes que estás en guerra, y la guerra está declarada.
Recuerdo a las niñas de 14, 15 años que seguían como adelitas a sus combatientes. Jugándose el pellejo por amor, por amor o por desesperanza, o por adolescencia. Porque quién sabe en qué condiciones crecieron, al interior de qué familias cruzadas por las tantísimas violencias, o por esa falta de conciencia de la mortalidad que tienen los niños. Por eso los ejércitos devoran niños.
Recuerdo en particular a un muchacho, cortador de limón, muy pobre, de cabellos crespos. Combatiente por paga, y por ese amor que se crea entre las filas. Todos ellos se hicieron hermanos.
Parecía una revolución.
De lejos lo parecía.
Había quien se lanzó con convicción.
Tenía algo de ejército privado… o ¿cómo le llaman? De mercenarios.
Tenían algo de Robin Hood.
Tenía algo de inflexión histórica.
Tenía algo de necrocapitalismo.
¿Qué faltó en ese enorme movimiento? Creo que careció de lo que ha permitido la sobrevivencia de otros proyectos: sentido de comunidad, de comunalidad, proyecto en común más allá de la rebelión. Ganas de cambiar el sistema y una idea de para dónde. En las autodefensas no todos lo tenían claro. Y luego, además, el dinero del narco, los tejemanejes del gobierno federal…
Por eso es tan importante la educación, la esperanza, los sueños compartidos. Sueños colectivos.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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