Por primera vez habla el estudiante acusado de ser infiltrado en la Normal rural de Ayotzinapa. Cuando 43 normalistas fueron víctimas de desaparición forzada, la noche del 26 de septiembre en Iguala, Guerrero, la CNDH señaló al normalista David Flores de tener vínculos con el crimen organizado. Para él, esto es una infamia.
Texto: Margena de la O / Amapola Periodismo
Fotografía: María Fernanda Ruiz, Andalucía Knoll y José Luis de la Cruz
CHILPANCINGO, GUERRERO.- A los 20 años fui el dirigente estudiantil de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Cuando ocurrió la noche de Iguala, 26 de septiembre de 2014, tenía un mes que la base estudiantil me había elegido. Viajar a esa ciudad para ayudar a salir a mis compañeros era una responsabilidad ineludible.
Mi nombre completo es David Flores Maldonado, pero en la normal me pusieron La Parka. En la primera ronda musical en la que participé como estudiante, poco después que ingresé en el 2012, montamos la canción A Genaro Vázquez, que habla sobre la muerte de este líder guerrillero. Interpreté a la calavera, estaba más flaco que ahora y por eso gané el personaje y el apodo.
Con este mismo mote aparezco en el informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), el que publicó en noviembre de 2018, donde me señalan de ser un dirigente estudiantil relacionado a un grupo criminal que consintió la venta de drogas en Ayotzinapa.
En la Normal sabíamos de estudiantes que bebían alcohol y de algunos otros que les ponían apodo por, decían, consumir mariguana. Pero existe una diferencia entre los casos que cito a tener una relación directa con un grupo criminal y a aprobar la venta de drogas en mi escuela. No lo acepto.
Los cinco integrantes del Grupo Interdisciplinarios de Experto Independientes (GIEI) investigaron el tema y descartaron vínculos de estudiantes de Ayotzinapa con grupos delictivos.
La diferencia entre los investigadores independientes y Luis Raúl González Pérez, el defensor de los derechos humanos en México, es que ellos sí se acercaron a las víctimas.
Para mí la CNDH construyó una infamia. El organismo basó las conclusiones del informe en confesiones de procesados que se obtuvieron, según los organismos internacionales, con tortura, y que ahora tiene a casi todos los implicados fuera de la cárcel.
Ahí está Gildardo López Astudillo, alias El Gil, supuesto líder del grupo criminal de Guerreros Unidos, acusado por la desaparición de mis 43 compañeros Ayotzinapa, recuperó su libertad hace menos de un mes porque un juez federal desestimó las pruebas presentadas por la entonces Procuraduría General de la República (PGR).
A la CNDH le resultó más fácil manchar mi imagen, hacerme ver como victimario y tratar de arruinar un movimiento que contribuir a saber dónde están 43 estudiantes. No me extraña, siempre avaló la verdad histórica del ex procurador Jesús Murillo Karam y buscó imponerla.
Ahora, gracias a eso, soy de manera pública, uno de que los que provocó los ataques contra mis compañeros en Iguala.
Toda esta información también sucumbió en mis demás compañeros.
Es verdad, después de egresar de Ayotzinapa aparecí en algunas fotografías con el ex secretario de Educación, Aurelio Nuño, y en un video como orador de un acto oficial de la Secretaría de Educación Pública (SEP), pero no era el único egresado.
Formé parte de una comisión de egresados y autoridades educativas de Guerrero que gestionamos plazas ante el gobierno federal. Por esa gestión es que nos entregaron nombramientos a más de 600 maestros en enero del 2017.
Son dos los momentos más mediáticos de mi relación como egresado con la SEP.
El primero fue en 2016, durante la primera reunión con gente de la SEP en Ciudad de México. El entonces subsecretario de Planeación y Evaluación de Políticas Públicas, Otto Granados Roldán, quien nos atendió, dijo que el secretario Nuño quería saludarnos y nos llevó a su oficina. Su equipo de Comunicación Social sacó unas fotos donde aparecemos la comisión de egresados.
Debo de admitir que de todas las fotos, la mía fue la que más repercusiones tuvo.
El segundo momento fue en enero del 2017, cuando nos entregaron las plazas en un acto en el Forum Imperial Acapulco. No sé si para mi fortuna o desgracia, pero los compañeros egresados me pidieron, desde que inició la gestión, que yo encabezara la negociación, porque me expresaba mejor. Lo hice, me encargué del discurso en el acto de entrega de plazas.
Esa ocasión dije: “No creo que las autoridades se levanten todos los días pensando cómo afectar la educación, el estado, el país”. También mencioné que en últimas fechas, normalistas y autoridades, nos habíamos visto como enemigos, pero que cuando se da el diálogo se logran cosas importantes.
Después aparecí en el organigrama de la SEP como subdirector de Atención a Docentes.
Para mí no hay nada de perverso en eso, todo fue transparente.
En cuanto al informe de la CNDH deberá aclararlo la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia.
En lo que sucede, es importante que se conozca mi versión, porque nunca me la preguntaron. La última vez que hablé sobre el caso Aytozinapa fue entre mayo y junio del 2016, poco antes de egresar de la Normal Rural. Lo hice con los investigadores del GIEI.
Esta es la primera vez que responderé en medios de comunicación a lo que la CNDH reportó sobre mí.
Comenzaré relatándoles cómo viví los hechos de Iguala, porque con la sospecha puesta en mis hombros existen dudas de lo que hice ese 26 de septiembre.
Salí de la Normal al mediodía rumbo a Chilpancingo. Me esperaba mi novia de entonces, también normalista de otra escuela de Guerrero. Toda esa tarde estuvimos entre el centro de la ciudad y Galerías Chilpancingo, una plaza comercial que está al sur de la ciudad. Paseamos, tomamos café y comimos juntos.
Pasaban de las siete y media cuando recibo la llamada del compañero Güicho, uno de los dos delegados nacionales en la Normal, que salió a la actividad planeada de retener autobuses para la marcha del 2 de octubre del 2014 en la Ciudad de México.
Él es quien me informa que se fueron hasta Iguala y que en ese momento los agredía la Policía Municipal. La información que recibo fue: disparan a los autobuses en que viajan normalistas. Un grupo de ellos estaban retenidos en la calle Juan N Álvarez, esquina con Periférico norte. Les atravesaron una patrulla.
También ya habían herido a Aldo Gutiérrez Solano. Los policías le dieron un balazo en la cabeza cuando junto a otros compañeros intentaban mover la patrulla que les impedía seguir. El estudiante, cinco años después, sigue en coma. Enseguida me comuniqué con mi compañero Emanuel, uno de los encargados de Transportes en la Normal. Le pedí que fuera por mí a Chilpancingo. En Ayotzinapa había tres unidades disponibles de las que maneja la dirigencia estudiantil, una camioneta de tres toneladas y media y dos tipo urvans color blanco. Llega en la camioneta grande por mí.
En lo que nos organizábamos para salir a Iguala –pusimos gasolina en un establecimiento del norte de Chilpancingo–, llamo a otros compañeros que están en la escuela y les cuento, sin tener claro la magnitud del problema, que algo sucedía con algunos de nuestros compañeros en esa ciudad.
No sé si es cosa del destino, pero de ninguno de los dos autobuses que ya retenidos había en la Normal, además de en los que se fueron normalistas a Iguala, estaban sus choferes. Creo que eso pudo ser peor para nosotros. Las únicas unidades disponibles eran las dos urvans y en ellas salieron 25 o 30 normalistas más.
Varios eran de mi academia, tercer grado. Edgar Andrés Vargas salió en ese grupo. Él es el estudiante a quien le destruyeron el maxilar superior de un balazo al auxiliar a nuestros compañeros.
Emanuel y yo salimos de Chilpancingo y los de las urvans de Tixtla.
Nosotros llegamos poco antes a Iguala, alrededor de nueve y media de la noche. El atentado a Los Avispones de Chilpancingo, frente al crucero de Santa Teresa, Ocurrió después.
Al llegar a la altura del puente que dice ‘Bienvenidos a Iguala’, vimos dos autobuses destrozados y unas patrullas con policías que parecían cuidar la zona, pero no se veía mucho movimiento.
La camioneta de la Normal en la que viajamos tenía rotulado en las puertas Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, Ayotzinapa, Guerrero. Emanuel sugirió que paráramos y lo hicimos.
Había una entrada cerca del entronque que te conecta a la autopista en dirección hacia la Ciudad de México. Ahí encajó bien la camioneta. La acomodamos cerca de lo que parecía un ranchito. Había lodo y lo ocupamos para tapar los logos de las puertas.
Después nos cruzamos la calle a pie. Había un puesto donde vendían cena. Compramos y aparentamos cenar hasta que los policías se movieron. Al poco tiempo pasaron por donde estábamos y enseguida volvimos a la camioneta y continuamos hacia la ciudad.
Paramos hasta cerca de la central de autobuses Estrella de Oro y la tienda Oxxo que está entre la calle Juan Aldama y carretera federal. Ahí nos encontramos con nuestros compañeros de las urvans. Emanuel y yo estacionamos la camioneta y seguimos con ellos en las urvans hasta Juan Álvarez y Periférico.
Aldo y Carrilla, los dos heridos durante el primer ataque ya no estaban ahí. Se los llevaron al hospital. A Carrilla lo hirieron en una mano y de Aldo suponíamos que había muerto.
Tampoco estaban los compañeros del último de los tres autobuses que policías no dejaron avanzar hacia Periférico. Ellos son algunos de los 43 normalistas desaparecidos.
A quien alcancé a ver es a Julio César Mondragón Fontes. Nos saludamos.
– ¿Me preguntas por los policías?
No había ningún policía cerca. Mis compañeros ya estaban solos. Bueno, llegaron unos cuantos periodistas y maestros de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación en Guerrero (CETEG).
Recuerdo al corresponsal de una televisora nacional que grabó video de la entrevista donde denuncié el ataque contra mis compañeros.
A esas alturas, ya la medianoche, ninguna autoridad nos había auxiliado.
Todavía daba la entrevista cuando escuché balazos. Estaba justo en la esquina de cruce de calles y de espalda hacia Periférico. Un carro se detuvo, bajaron unos hombres y nos dispararon.
Fueron muchísimos balazos y muy cerca. Las urvans en las que llegamos y estacionamos sobre Periférico, nos taparon un poco. Veía chispitas por todos lados.
De todos los que estábamos, unos corrimos, otros se tiraron al suelo. Yo corrí en dirección a Juan N Álvarez, donde estaban los autobuses que partieron de la central camionera cerca del mercado municipal.
Cuando llego a la altura del segundo autobús escucho que me dicen, David, hirieron al Oaxaco. Se trataba de Édgar Andrés Vargas. Se cubría la boca con una chamarra que ya traía humedecida de sangre.
Cuando pararon los disparos por unos instantes, otros estudiantes y uno de los maestros de la CETEG, ayudamos a caminar a Édgar y nos dirigimos a lo que, a la distancia, distinguimos como un centro médico. Se trataba de la clínica Cristina.
Al llegar, el hombre y las dos enfermeras que estaban dentro nos negaron el paso, pero nosotros entramos por la fuerza. La intención es que atendieran a Édgar, pero se salieron y nos dejaron solos en la clínica.
– ¿Que si ya había había militares?
No, todavía no llegaban.
Édgar seguía desangrándose. Recuerdo que nos escribió en su teléfono, la única manera que tenía de comunicarse: ayuda, me estoy muriendo. La boca se le veía destrozada.
Fue un momento desesperante. A un lado, veíamos a Édgar palideciendo, y por el otro, a hombres recorrer en sus motocicletas la calle del frente. Muchos de los compañeros lloraban.
De pronto se paró un convoy de militares frente a la clínica. Nunca me sentí tan contento de ver a unos soldados como esa ocasión. Salimos a recibirlos. Unos ocho que se bajaron, cortaron cartucho y nos apuntaron. ‘¡Métanse!’, dijeron.
Luego les dijimos que éramos normalistas, pero no funcionó.
Nos ordenaron reunirnos en los sillones que había en el primer piso. La clínica era de dos niveles. De hecho algunos de mis compañeros se escondieron en el segundo nivel y también los bajaron.
Forzados pusimos nuestras carteras y celulares en una mesa que estaba cerca y nos subimos la camisa hasta el pecho. Algunos se la quitaron.
Sólo Édgar seguía sentado, desangrándose, casi inconsciente.
Hasta entonces entró otro militar que parecía de un rango mayor, aunque ninguno de los soldados traía placa con su nombre y grado. Pero a éste sí le colgaba un arma en el hombro.
De inmediato nos soltó: ‘¡Ahora sí hijos de su puta madre, se los cargó la verga, se enfrentaron con alguien de deveras!’.
Le contamos lo que nos había pasado y él seguía insultándonos.
Mi teléfono junto al de los otros no paraba de sonar. Otros compañeros que estaban en la Normal me marcaron. Querían saber dónde estábamos.
El jefe militar pregunta: ‘¿de quién es este teléfono?’. Digo: ‘No, pues, mío’. Me ordena que vaya hasta donde él está y conteste el celular. Lo hago.
‘Parka, qué está pasando esto, cómo están los muchachos, andamos viendo cómo irnos’, escucho del compañero que marcó. Mi respuesta fue que se tranquilizaran y que nadie más viajara a Iguala.
Antes de colgar le dije, oye, hazme un favor, dile a los otros compañeros de la cúpula, que se comuniquen con el gobernador Ángel Aguirre Rivero o con la secretaria de Educación, Silvia Romero Suárez, y que les cuenten lo que nos está pasando.
Nosotros ni siquiera hablábamos con Aguirre Rivero, sólo tratábamos con el coordinador de sus asesores, su sobrino Ernesto Aguirre. Desde el asesinato de nuestros compañeros Gabriel Echeverría de Jesús y Jorge Alexis Herrera Pino, cometido en un desalojo de normalistas por policías en la autopista del Sol el 12 de diciembre de 2011, se decidió no tratar con él. En ese tiempo apenas comenzaba su gobierno.
En cuanto dije eso la cara del militar fue de ‘qué está pasando’.
Antes de que contestara el celular me dijo que no revelara que había militares con nosotros, pero antes de colgar mi compañero me preguntó que donde estábamos y les contesté que en una clínica de la calle Juan N Álvarez acompañado de militares.
El jefe militar se enojó. Me apretó el pezón. Durante toda la llamada sostuvo de la playera, a la altura del pecho.
Cuando colgué me miró fijamente.
También cambió su tono de voz, fue menos agresivo cuando nos dijo que esperáramos ahí, que pronto llegaría una ambulancia y también la Policía Municipal.
Salieron todos los militares y se fueron.
Antes nos fotografiaron. A Édgar le sacaron una foto frontal. Esas imágenes están disponibles en internet.
– ¿Te refieres a que si nos iba a entregar a la Policía Municipal?
Bueno, nos dijo: “vienen los municipales por ustedes”. Nos asustamos y salimos de la clínica.
El maestro de la CETEG que era de Iguala y que nunca se apartó de nosotros, sabía cómo llegar al Hospital General y se ofreció a llevar a Édgar. No podíamos ir todos, era arriesgado andar en grupo.
Él y el compañero normalista que se presenta como Omar García lo llevaron al hospital. Todos los demás nos dispersamos y buscamos escondernos.
En una de las calles nos encontramos a una muchacha normalista del Centro Regional de Educación Normal (CREN) de Iguala que conocimos en las marchas. Escondía a un grupo de muchachos en el patio de un domicilio. También nos metió a nosotros.
Después de media hora su papá, también maestro cetegista, fue por ella. Llevaba un coche rojo y le pedí que me sacara, debía pedir ayuda. Fuimos a su casa. Había otros compañeros refugiados.
Estuve ahí hasta que hice contacto con los integrantes de un movimiento de egresados de las normales públicas de Guerrero y maestros que fueron en un camión desde Chilpancingo a auxiliarnos.
Salí otra vez a la calle con otros compañeros, eran alrededor de las tres de la mañana del 27 de septiembre. Fuimos al mismo lugar del que huimos cuando nos dispararon.
El perímetro estaba acordonado. Vi los cadáveres de Julio César Ramirez Nava y Daniel Solís Gallardo, dos de los tres estudiantes de la Normal Rural asesinados esa noche. Del tercero, Julio César Mondragón Fontes, El Chilango, nos enteramos hasta el mediodía.
Ahí estaba otro grupo de periodistas que también viajaron de Chilpancingo a Iguala a documentar lo que pasaba.
Víctor Jorge León Maldonado, uno de los subprocuradores locales de entonces, se acercó. Me extendió la mano y se presentó. Lo acompañaba un grupo de la Policía Ministerial.
En ese lugar también estaban los militares que nos vieron en la clínica, lo curioso es que esta vez sí llevaban las placas e insignias con sus rangos.
Los reporteros me preguntaron qué pasó y empecé a narrarles los hechos. Uno de los militares también se acercó y grabó en video la entrevista con un celular, en la que hablé de lo que nos ocurrió, incluido el episodio de la clínica y señalé a los soldados de su trato violento.
Todavía no se sabía de la desaparición de mis compañeros, tenía la idea que podrían estar detenidos, pero nada de su desaparición y menos de los involucrados.
Cuando terminé de hablar con los reporteros, el subprocurador nos condujo a los normalistas que llegamos hasta el punto del ataque, a Palacio de Justicia, para concentrarnos y coordinar acciones para localizar a más de nuestros compañeros que se dispersaron durante los ataques. En ese edificio estuvimos al menos las 12 horas siguientes.
El Palacio de Justicia está sobre la carretera federal Chilpancingo-Iguala, a la entrada de la ciudad, cerca de donde conté dejamos estacionada la camioneta con los logotipos de la Normal y vimos los autobuses baleados cuidados por policías. El movimiento por la búsqueda de los 43 ahora le reclama al Poder Judicial los videos que debieron grabar esa noche las cámaras de seguridad del inmueble.
Una vez concentrados, los normalistas nos organizamos y comenzamos a buscar a más compañeros cerca de las cinco de la mañana. Nos acompañaba la Policía Ministerial, pero la búsqueda debíamos guiarla nosotros, de lo contrario, los estudiantes extraviados no hubiesen confiado en los ministeriales, al fin policías, verdugos de esa noche.
A algunos normalistas los ubicamos después de llamarlos, pero otros estaban escondidos en los cerros, de donde bajaron hasta que escucharon al recorrer a pie las calles de Iguala.
Concentrados en la búsqueda nos alcanzó el día.
Los normalistas salimos de Iguala después de las seis de la tarde del 27 de septiembre, porque después de sobrevivir a la peor noche de violencia de la historia contemporánea, buscarnos y encontrarnos algunos, también hicimos las cuentas de cuántos entramos a Iguala y cuántos nos iríamos.
Al principio la cifra de desparecidos doblaba el número final. Muchos de mis compañeros escaparon de Iguala como pudieron y se fueron hasta sus casas. Supimos de ellos días después.
“Un error mortal” que desde mi punto de vista cometió el gobierno del estado fue no hacer una búsqueda inmediata de mis compañeros. La única búsqueda que hubo durante esas horas fue la que nosotros hicimos a pie.
Para empezar, Ernesto Aguirre, el funcionario sobrino del gobernador llegó hasta las 10 de la mañana a Iguala. Bueno, hasta esa hora lo vi. La primera petición que planteé fue que nos sacara de ahí.
Eso es lo que me pedían mis compañeros. Todos llorábamos, queríamos ir a casa. Éramos unos niños enfrentados a algo inimaginable.
El asunto es que nosotros también nos encargamos de identificar a nuestros compañeros asesinados. Se pudo identificar sin problema en la funeraria que funciona como Servicio Médico Forense (Semefo) a Daniel Solís, a quien apodábamos Chino, pero faltaba Julio César Ramírez, porque no muchos lo conocían, era un muchacho muy tímido.
A Julio César Mondragón, a quien le desollaron el rostro, lo identificamos por la ropa: playera roja, pantalón de mezclilla y una bufanda. Recuerdo cómo es que me enteré de su muerte. El profesor Salvador Rosas, del grupo de cetegistas que llegó a auxiliarnos, me dijo, David, no pierdas la calma te voy a enseñar algo y me mostró la foto de un muchacho desollado. Le contesté que con seguridad era alguien de la Normal, porque se alcanzaba a ver su cabeza casi pelona.
A los alumnos de primer grado de Ayotzinapa, como lo era Mondragón, les rapan el pelo durante la novatada. En esas fechas, el ciclo escolar estaba comenzando.
La tercera víctima mortal de la noche sí era El Chilango.
Explico por qué mis compañeros salen a retener autobuses.
Mira, la Normal Rural de Ayotzinapa es parte de la Federación Estudiantil Campesina Socialista de México (FECSM) y con antelación sabíamos que participaríamos en la marcha del 2 de octubre en la Ciudad de México. También alumnos de cuarto grado de la escuela planeaban movilizarse por plazas y decidimos apoyarlos en las protestas, porque en ese momento eran ellos y en un futuro nosotros.
(Para conocer la versión de otros normalistas acerca de porqué la Normal de Ayotzinapa se encargó de obtener los autobuses en esa ocasión leer el testimonio 12 y 14 del texto Ayotzinapa, vivir infiltrado.)
La decisión se aprobó en una reunión de base.
¿La pregunta es si sabía que mis compañeros irían a Iguala?
No estaba previsto ir a Iguala. Supe que estaban allá el 26 de setiembre alrededor de las ocho de la noche, cuando me llamaron para avisarme que los habían atacado.
Dos o tres días antes tuvimos problemas con policías en la carretera cerca Tierras Prietas, en Chilpancingo. Con regularidad ahí tomábamos autobuses, pedíamos que los choferes llevaran a los pasajeros hasta la terminal de la ciudad, y después nos íbamos hacia la Normal. Esa vez mis compañeros de segundo y tercero, a quienes les tocó la actividad de retener autobuses, no pudieron por un problema con la Policía Federal. Se regresaron.
Ese 26 de septiembre por la tarde se tenía previsto retener autobuses, orientados por los coordinadores de lucha, en este caso Bernardo Flores Alcaraz, a quien apodamos El Cochiloco, uno de los 43 desaparecidos.
Cuando salió de la Normal para la retención de autobuses con una mayoría de estudiantes de primer grado, avisó al secretario de Organización, Jorge Luis Clemente, apodado Marquelia, porque yo no estaba en la Normal.
La idea inicial era intentarlo en Chilpancingo, pero como se supo que en Tierras Prietas y en la terminal de autobuses había patrullas de policías federales, esperándolos, se siguieron por la carretera federal Chilpancingo-Iguala. Pensaron en dos puntos donde con regularidad pedíamos cooperación económica a los automovilistas: Casa Verde (el entronque hacia Filo de Caballos, parte de la Sierra) y el crucero que conduce a Huitzuco.
En el segundo punto, retuvieron un autobús y el chofer les sugirió fueran hasta la terminal de Iguala porque no podía abandonar ahí el pasaje. Al llegar a la terminal el chofer se arrepintió y mis compañeros respondieron a pedradas contra los camiones. También tomaron por la fuerza dos de los autobuses que estaban a punto de salir.
Estos hechos a mí no me pertenecen, porque no estuve, pero lo supe por quienes sí lo vivieron.
– ¿Explicar por qué no estuve en la actividad?
Bueno, sí era el secretario general del Comité Ejecutivo Estudiantil de Ayotzinapa, pero no soy la única persona autorizada para consentir y guiar una actividad. En la Normal Rural se mantiene un sistema hasta cierto punto socialista, por las que es casi imposible que las decisiones fueran sólo mías.
En realidad, en la dirigencia estudiantil hay más de 70 integrantes, porque se divide en 16 o 17 carteras con cinco integrantes cada una, con una vigencia de un año. Los integrantes son elegidos cada marzo y les toca estar al frente entre el segundo y tercer grado de escuela.
Existe la llamada cúpula, que además del secretario general, como lo era yo, la integran el secretario de Organización y el secretario de Actas, y dos delegados locales y dos nacionales, con sus adjuntos cada uno.
Mi periodo de secretario general comenzó en agosto del 2014, porque el secretario general de entonces, llamado Ángel, tuvo complicaciones de salud y fue operado. Lo que yo supe es que mandó una carta renunciando al cargo porque ya no regresaría a la escuela y la base estudiantil convocó a una elección del nuevo Comité y me eligieron.
La base estudiantil o los estudiantes en reunión, son los que validan o rechazan el trabajo de los dirigentes. Ha habido secretarios expulsados.
En resumen, estamos impedidos para tomar decisiones unilaterales, aunque hay compañeros que me han acusado de lo contrario.
Güicho, el compañero que me entera de la actividad desde Iguala, lo dije antes, era delegado nacional y acompañó la actividad que coordinó El Cochiloco. Tampoco es que él dijera me llevó una academia a retener autobuses y ya.
De hecho, en los autobuses que salieron de Ayotzinapa se subieron hasta compañeros de tercer grado, porque estudiamos en un internado y si estás libre en la tarde, pues, vas.
Además, la actividad se programó para que regresaran luego.
Les cuento que Julio César Mondragón, El Chilango, tenía programado salir esa noche hacia la Ciudad de México para ver a su hija que cumplía 40 días. Había solicitado el permiso a la dirigencia estudiantil y nosotros le sacamos un viaje gratis con conocidos.
– ¿Evidencias materiales de dónde estuve el 26 de septiembre?
Podrían hablar con los muchachos para cerciorarse que llegue en una de las urvans. También con quien fue mi novia; ahora ella está casada pero podría hablar con la CNDH. Debe de existir el video de uno de los periodista que me entrevista en el momento en que nos atacan a balazos en el cruce de calle Juan N Álvarez y Periférico. También es importante el testimonio del maestro de la CETEG que estuvo con nosotros en la clínica Cristina.
Aquí puedes revisar el artículo original.
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