La vigilancia realizada por 14 mujeres en la ensenada de La Paz, emprendida en 2016 resultó tan efectiva que lograron erradicar la pesca ilegal del callo de hacha, disminuir los robos y mejorar el ecosistema del Estero el Conchalito
Texto y fotos; Adriana Navarro Ramírez / Mongabay latam
LA PAZ, BCS.- María Dionicia Avilés es una de las 14 Guardianas del Estero El Conchalito; un enorme paraje de arena, manglar y mar, ubicado en este municipio.
Ella, junto con otras 13 mujeres de la comunidad El Manglito, se unieron en 2016 para hacer frente al robo cada vez más frecuente del callo de hacha (Atrina maura), una especie de molusco bivalvo que se encuentra en el fango costero y uno de los productos del mar más codiciados por su textura y sabor.
La economía de la familia de María Dionicia así como la de Martha, Verónica, Ruth, Guadalupe, Rosa María, Adriana, Ana, Claudia, Yadira, Graciela, Daniela, Erika y Sandra, depende principalmente del callo de hacha porque tiene buen valor comercial. Por eso, cansadas de ver cómo los pescadores furtivos sobreexplotaban el recurso, decidieron organizarse para realizar rondas de vigilancia por tierra y evitar su saqueo, restaurar su ciclo de vida, así como el del estero donde se reproduce.
Las mujeres pertenecen a la Organización de Pescadores Rescatando la Ensenada (OPRE), una sociedad de producción rural constituida en 2016 por 15 cooperativas pesqueras y 20 pescadores libres, que obtuvo en septiembre de 2017 un título de concesión para la pesca comercial del callo de hacha entre otros productos. El título facultó a las 109 personas (87 hombres y 22 mujeres) de OPRE a realizar, por 20 años y con el uso de cinco embarcaciones menores a 12 metros, actividades en 2048 hectáreas dentro de la Ensenada de La Paz, una especie de gran bahía de 5000 hectáreas, que está unida al Golfo de California por una estrecha boca y que está rodeada de manglares y pequeños esteros.
La Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) otorgó ese permiso a los pescadores de OPRE —todos del Barrio de El Manglito— después de que ellos se encargaran, desde el 2012, de proteger de la pesca furtiva a las especies que habitan en la Ensenada de La Paz.
En esos tiempos, debido a la escasez de productos pesqueros, solo había tres permisos de pesca. “Las especies estaban extintas”, asegura el biólogo Alejandro Robles, director de la asociación civil Noroeste Sustentable (NOS) y quien impulsó, junto con los pescadores de OPRE, la restauración biológica, social y económica de la ensenada. “Por ejemplo, la almeja catarina tenía 40 años que no se veía”, cuenta Robles y agrega que “para el callo de hacha estimamos —en 2012— que había 60 mil, lo que significaba el 0.6 por ciento de la capacidad de población considerada en 90 millones en las condiciones idóneas de la ensenada”, dice. Por eso, explica el experto, quien pescara ahí, a excepción de quienes tenían los tres permisos de pesca, “significaba robarle a la nación y luego de 2017 que se entregó el título de concesión significaba robarle a los pescadores de OPRE”, dice Robles.
Bajo un árbol y mientras se cubre del sol, María Dionicia Avilés señala el enorme estuario El Conchalito que desemboca en la Ensenada de La Paz y relata: “Nosotras veíamos que varios hombres venían a las orillas del estero a robar el callo de hacha y lo mataban tras los manglares. Después se los llevaban en sus automóviles para venderlo más barato en las calles. De 600 pesos (30 dólares) que cuesta el kilo, lo daban en 200 (10 dólares)”, dice.
“Cuando venían a robarnos, que era a todas horas, les hacíamos frente. A veces les ponchábamos las llantas de sus carros. Nos gritaban: ‘Vayan a su casa a lavar trastes, que andan haciendo aquí de mitoteras y chismosas’”, cuenta Avilés, quien se ha dedicado a la pesca desde hace 36 años.
Sus esposos, hijos, amigos y vecinos del Barrio El Manglito llevaban tiempo tratando de controlar la pesca ilícita por mar, pero no podían recorrer los canales del manglar pues sus pangas se varaban con la vegetación. Fue entonces que ellas se hicieron cargo de la vigilancia por tierra.
Sin embargo, Verónica Méndez recuerda que no fue fácil llegar a ser Guardianas. “Los hombres no querían que nosotras como mujeres hiciéramos lo que ellos hacen, tal vez porque se sienten mal o se sienten menos y por eso batallamos para que nos metieran a la organización de OPRE”, dice.
“No nos querían, decían que teníamos que estar en la casa lavando los trastes”, dice Avilés. Pero ambas mujeres aseguraron que el rechazo no era por parte de todos, sino solo de algunos. “Nosotras tuvimos el apoyo de nuestros esposos”, aseguran.
Finalmente, la mesa directiva de OPRE les ofreció un sueldo inicial de 350 pesos a la semana por la vigilancia, es decir, unos 17.5 dólares aunque los hombres ganaban 700 pesos (35 dólares) por el mismo periodo de tiempo y por la misma labor.
Hubert Enrique Méndez Camacho, miembro de la mesa directiva de OPRE, explica que esa diferencia se debió a que, en un inicio, no había el suficiente presupuesto para pagar nuevos sueldos, pero que después de ocho meses tanto ellas como ellos ganaron lo mismo.
“Recuerdo que a la reunión llegaron las 14 mujeres y ellas nos decían: ‘Queremos estar todas trabajando, sino no entramos’, pero para las 14 no había lugar. Entonces se les propuso que se dividieran el sueldo hasta que hubiera la oportunidad de igualarlo. No es que las hiciéramos menos”, aclara Hubert Méndez.
Las mujeres entonces se organizaron y se dividieron en dos grupos para cubrir los horarios de toda la jornada y con apoyo de la Marina limpiaron la ensenada.
El trabajo de guardianas no ha sido fácil. “Nos pasaron cosas fuertes”, dice Verónica Méndez, quien relata que “una vez, uno de ellos sacó un cuchillo y se fue contra Martha, una de nuestras compañeras. Ella le dijo: ¡No tengo miedo, a mí no me asustas! ¡Vete!”, María Dionicia Avilés continúa el relato, “en otras ocasiones llamábamos a la policía y se iban, pero al poco tiempo regresaban. Pero nosotras nunca bajamos la guardia, eso fue lo que nos ayudó”.
Avilés nació en el barrio de El Manglito, uno de los más antiguos de la ciudad de La Paz, ubicado en la orilla de la playa y a unos metros de la ensenada. Su historia y su herencia familiar está marcada por la búsqueda de perlas y por la venta de moluscos, almejas y ostiones.
Gran parte de los habitantes de ese barrio tienen un mismo origen familiar, por ello comparten el apellido Méndez. Por generaciones han extraído productos del mar por buceo tipo hooka, es decir, por medio de un compresor a bordo de la lancha que provee de aire al buzo. También extraen los recursos mediante una motobomba de agua a presión que se usa para desenterrar los moluscos.
Pero esa comunidad comenzó a cambiar su relación con la ensenada un 3 de octubre de 2008, cuando abrió sus puertas la oficina de Noroeste Sustentable (NOS), una organización civil en la que participan principalmente biólogos marinos y que tiene como propósito contribuir al desarrollo de comunidades sostenibles.
“Las ensenadas por lo general tienden a ser muy productivas debido a que cuentan con esteros, manglares, son refugios de peces y tienen variedad de nutrientes. Pero al paso del tiempo, la Ensenada de La Paz se fue acabando por el desarrollo de la ciudad, la pavimentación, la contaminación de las aguas, la tala de manglares y la sobrepesca. Nosotros queríamos restaurarla y lograr que la comunidad trabajara por medio de la pesca sustentable”, dice Alejandro Robles, director de la organización.
Silvia Ramírez, bióloga marina, experta en recursos pesqueros y exmiembro de NOS, detalla que la Ensenada de La Paz es un ecosistema donde históricamente habían sido muy abundantes las conchas del bivalvo como almejas, caracoles, y los callos de hacha. “En los años cincuentas y sesentas, los bivalvos fueron los recursos más importantes para la gente de El Manglito”, dice. “Pero conforme fueron incrementando las zonas urbanas, aumentó la demanda de recursos marinos”, agrega. Además, la llegada del Huracán Liza en 1976 hizo que las condiciones del fondo de la ensenada cambiarán al recibir un exceso de sedimento lo que afectó las condiciones ambientales de los moluscos, explica la experta. Todo eso, junto a “la mala visión de las políticas públicas que consideraban a los recursos del mar como inagotables, fue lo que terminó por acabar con ellos”, asegura Ramírez.
“Antes de NOS, éramos muy felices. Hacíamos lo que queríamos, pero no nos dábamos cuenta de que nos estábamos perjudicando”, dice Hubert Méndez, originario de El Manglito, quien desde niño se ha dedicado a la pesca y quien a los 13 años aprendió a bucear con hooka.
“Recuerdo que solo había tres permisos en esos tiempos (2008). Si uno tenía un permiso de 100 kilos, sacaba una tonelada. Quienes no teníamos, sacábamos lo que queríamos. Cuando limpiábamos la ensenada (cuando se acababan los organismos), nos íbamos a otros lugares. Honestamente pescábamos ilegalmente”, cuenta.
Por eso, Robles asegura que al principio había mucha tensión entre NOS y los pescadores. “Me decían ‘no queremos ser ilegales, pero no hay permisos de pesca’”, dice. De hecho, Méndez reconoce que la comunidad pensaba que NOS se había instalado en su barrio para perjudicarlos. Pero con el tiempo el pescador fue viendo que el director de la organización limpiaba la playa y ayudaba a los jóvenes con el equipo de fútbol, entonces cambió de opinión. Además, a Méndez le gustaba la idea de ver una ensenada saludable como la habían conocido sus abuelos y sus padres.
En 2012, tanto Hubert Méndez como su hermano Guillermo se involucraron con NOS en censar la población de organismos de la ensenada donde contabilizaron solo 60 mil callos de hacha. “Le dijimos a la palomilla (un grupo de 10 pescadores) que había poco molusco. No nos creyeron. Entonces los invitamos al segundo censo para que lo comprobaran”, cuenta Méndez.
Al saber de la escasez, NOS impulsó en ese mismo 2012, junto a los pescadores de la palomilla, un proyecto de fomento de acuicultura de almeja catarina en 12 hectáreas dentro de la ensenada y con esas acciones lograron el repoblamiento de 125 mil organismos.
Méndez describe que los demás pescadores del barrio “eran como niños chiquitos, nos preguntaban qué hacíamos en la ensenada, y así se fue corriendo la voz de que la estábamos restaurando”.
La bióloga y experta en el manejo de recursos naturales Liliana Gutiérrez, ex directora ejecutiva de NOS, indica que en 2012 la comunidad hizo sus propios acuerdos, primero de palabra y luego imprimieron su firma. Los convenios estaban enfocados a evitar la extracción por medio de compromisos de no pesca, desincentivar la extracción ilegal mediante acciones de vigilancia, permitir el repoblamiento en forma natural y monitorear el incremento poblacional mediante censos participativos. La idea era pasar de un estado de escasez a uno de abundancia donde los mismos pescadores restauraran a su patrimonio, explica Gutiérrez.
Al cabo de 2015, se registraron 2 366 000 callos de hacha, detalla la bióloga Silvia Ramírez. “Todos estábamos felices”, agrega Guitierrez. “Pero ese año también detectamos algo terrible”, indica. “Unos bichos llamados tunicados crecieron en la boca de los callos de hacha y mataron el banco (de moluscos)”.
Esta especie exótica, que se cree llegó a principios de 2015 en las aguas de sentina de los barcos, empezó a extenderse rápidamente en la ensenada provocando la muerte del 88 % de la población del callo de hacha.
“A las hachas las inmovilizó, les impidió abrir sus valvas para alimentarse, sufrieron por inanición, problemas metabólicos y deficiencias en todo el proceso de maduración y reproducción; además ejerció una presión para desenterrarlas hacia la arena (pues viven en el fondo de la ensenada) debilitándolas aún más”, cuenta Ramírez .
A inicio de 2016, los pescadores estaban muy inquietos porque veían el incremento de la invasión, pero no podían sacar el tunicado debido a que en este tiempo no tenían aún los derechos de acceso para el callo de hacha.
“Era muy difícil que hubiera credibilidad por parte de las autoridades de que los pescadores iban a entrar a la ensenada a sacar solamente las conchas muertas. No fue hasta mediados de 2016, cuando ya están conformados como OPRE, que Conapesca autoriza la limpieza”, cuenta la bióloga.
Iniciaron entonces un proceso intensivo de saneamiento que consistió en sacar la concha, retirarle la especie exótica y enterrarla en la arena.
“Han sido años difíciles pero estamos retomando”, dice Ramírez. Para el 2020 la población de callo de hacha mostró un incremento al registrarse 1 376 000 individuos mientras que Hubert Méndez detalla que la cuota de captura fue de 163 000 callos.
El pescador cuenta que, además, para hacerse con recursos financieros extras, en 2019 nació el proyecto Manglitour donde los pescadores ofrecen recorridos dentro de la ensenada. “Los visitantes viven la experiencia de sacar el callo de hacha que van a comer. El proyecto turístico iba bien, pero nos pegó la pandemia del Covid y además provocó que bajaran la venta y el costo del callo de hacha”, dice.
Pero a pesar de todas las dificultades los habitantes del Manglito persisten en la pesca sustentable y en el cuidado de su entorno por que, según explica Liliana Gutiérrez, “la comunidad ha logrado percibirse de otra manera y cambiar la imagen de sí misma. Hoy se descubren como un espacio donde las personas reciclan, restauran y protegen”. En ese camino, las Guardianas del Estero El Conchalito han sido una pieza clave, asegura la bióloga, porque “a pesar de los peligros ellas se levantan todas las madrugadas a caminar el inmenso Estero para protegerlo de los robos”, dice y esa presencia, agrega, “dio confianza a la comunidad”.
“Lograr la restauración de la Ensenada de la Paz donde se encuentra el Estero El Conchalito fue un proceso muy largo”, dice María Dionicia Avilés. Dicho proceso, ha incluido capacitarse en el funcionamiento del manglar, en las características de las aves, de los peces, en buceo con tanque y en cómo dirigirse a las personas.
“Aquí nosotras si vemos una persona tirando escombro o basura nos acercamos y le decimos cómo eso afecta a los mangles. A las personas que vienen a caminar con sus perros les damos bolsitas que recojan las heces”, dice Verónica Guadalupe Méndez Camacho, pescadora y otra de las guardianas.
Para Claudia Reyes Hernández, ser guardiana y la única mujer buza monitora en su comunidad le cambió la vida. “Antes era una persona insegura, me daba miedo acercarme a la gente. Las capacitaciones nos han servido para hablar correctamente, a ser mejores personas, a cambiar nuestra actitud. Además, gran parte de nuestro cambio ha sido por el apoyo que nos damos entre nosotras”, dice.
Según Gutiérrez, la ventaja de las mujeres es que no les da pena decir “no sé”. “Ellas admitieron muy rápido que no sabían manejar una computadora, escribir bien o que les daba miedo hablar en público”. Luego de eso fueron conquistando logros y el reto actual es ganarse un lugar en su propia organización, pues “los hombres siguen sin reconocerlas y las excluyen”, asegura.
Las Guardianas del Estero El Conchalito sueñan y tienen el deseo de ofrecer servicios turísticos: avistamiento de aves, senderismo, paseos por kayaks y en bicicleta, para seguir construyéndose como personas y desarrollando su independencia económica.
*Este traajo fue publicado originalmente en Montagaby Latam. Lo reproducimos por un acuerdo de publicación con la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original
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