Un cambio de esta envergadura deberá someterse a la prueba del ensayo y error, de manera que la legislación secundaria tendrá un papel clave a la hora de modular las vías de concreción de la reforma. De lo que no cabe duda es de que México se ha colocado a la vanguardia de un debate que se está abriendo en todo el mundo
Por Gerardo Pisarello y Rodrigo Gutiérrez*
La concentración de poder económico en pocas manos es hoy la principal causa de la desigualdad en el mundo. También es un serio impedimento para que las personas puedan tener una existencia digna, comenzando por quienes se encuentran en situación de mayor desventaja. Precisamente por eso, separar los poderes del Estado, incluido el judicial, del poder económico, se ha convertido en un requisito fundamental para tener una democracia merecedora de ese nombre. Esto es lo que pretende la reforma constitucional aprobada en México por una amplísima mayoría del Congreso y del Senado.
Son muchos los países que se encuentran hoy ante un reto democratizador semejante, con la oposición abierta de los sectores más conservadores del Poder judicial, desde España hasta los propios Estados Unidos. En México, algunos miembros de la Suprema Corte, aferrándose a privilegios inadmisibles en el siglo XXI, también se están resistiendo a la aplicación de la reforma constitucional. La diferencia es que esa reforma ha recibido un apoyo vasto en las urnas tras las elecciones de junio.
Históricamente, ha sido frecuente que los poderes económicos intenten presionar al Gobierno o al Poder legislativo para obtener favores o tratos privilegiados. También que si no lo consiguen recurran a jueces afines. Las razones parecen evidentes. Al no ser elegidos por la ciudadanía, ni responder ante ella, los jueces suelen ser más sensibles a la presión de dichos poderes económicos. Por otra parte, los miembros del Poder judicial, sobre todo en los estratos más altos como en las cortes supremas, suelen ser personas con una situación económica privilegiada.
Esto explica que la tradición constitucional democrática, desde la propia Revolución francesa, haya intentado evitar que los jueces se impongan sin más sobre las mayorías sociales o legislativas. Han sido muchos los autores que, de Montesquieu a Kramer o a Tushnet, pasando por el mismísimo Kelsen, han advertido sobre los peligros de un Poder judicial que se pretenda por encima de un Poder legislativo con mayores credenciales representativas. De ahí que, tanto en Europa como en América, se hayan estipulado diversos mecanismos para evitar que jueces y cortes se arroguen “la última palabra” en cuestiones constitucionalmente trascendentes.
En Canadá, Nueva Zelanda o Australia, por ejemplo, resultaría inaceptable que los tribunales pretendan expulsar leyes del ordenamiento jurídico -por no hablar ya de reformas constitucionales- atribuyéndose un papel que en términos democráticos les está vedado. Sobre todo, cuando este activismo judicial busca preservar privilegios, proteger a poderes privados, o evitar que ciertas reformas sociales se abran camino.
En México, la Suprema Corte ha avalado sin reparos reformas que situaban los intereses de grandes transnacionales por encima de los derechos ciudadanos. Al mismo tiempo, ha bloqueado otros cambios que permitían al Estado recuperar un necesario papel regulador del mercado, y ello, en múltiples ocasiones, modificando de manera arbitraria criterios interpretativos para adaptarlos al interés coyuntural.
Desde luego, no todas las decisiones de la Corte de los últimos años han tenido un sesgo antisocial. Sin embargo, su complicidad con ciertos poderes de mercado la ha llevado a menudo a frustrar transformaciones con un fuerte apoyo legislativo y ciudadano. Con esos antecedentes, no sorprende que una parte de los jueces del Alto Tribunal recurra ahora a un movimiento desesperado para impedir su propia renovación, y con ella, una mayor separación entre el Poder judicial y el poder económico.
Que la reforma constitucional avalada por una amplia mayoría del pueblo mexicano plantee, entre otras cuestiones, la elección directa de los jueces para acercarlos a la ciudadanía, es perfectamente legítimo y razonable. Este mecanismo, de hecho, existe desde hace tiempo en países como Suiza o Estados Unidos, sin que sus democracias hayan colapsado por ello. Tampoco se ha hundido Bolivia, donde los propios miembros del Tribunal Constitucional son votados por la ciudadanía, o Japón, donde los jueces del Tribunal Supremo son designados por el Gobierno, pero luego son evaluados por referendos populares cada diez años.
Obviamente, ninguno de estos mecanismos, por sí solo, está en condiciones de erradicar la influencia que diversos poderes privados -del de las grandes empresas hasta el del narcotráfico- ya ejercen de facto en el Poder judicial. Sin embargo, es indudable que pueden contribuir a mitigarla, obligando a quienes aspiran a ser jueces a probar ante la ciudadanía su independencia de dichos actores.
Precisamente por esto, defender la reforma del sistema judicial no implica acto partidista alguno, ni mucho menos, poner en cuestión la calidad del sistema de justicia. Todo lo contrario. Supone tomarse en serio la necesidad de separar Poder judicial y poder económico como condición indispensable para que las juezas y jueces puedan proteger los derechos de la ciudadanía con independencia real.
Obviamente, un cambio de esta envergadura deberá someterse a la prueba del ensayo y error, de manera que la legislación secundaria tendrá un papel clave a la hora de modular las vías de concreción de la reforma. De lo que no cabe duda es de que México se ha colocado a la vanguardia de un debate que se está abriendo en todo el mundo. También por eso, intentar eludir con maniobras arbitrarias la inequívoca voluntad de cambio expresada por el pueblo en las urnas, sería un clamoroso fraude constitucional que ninguna sociedad democrática debería tolerar.
*Gerardo Pisarello es investigador en la Universidad de Barcelona y Rodrigo Gutiérrez es investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas UNAM.
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