Memorias de un fichero del Barba Azul

8 abril, 2022

El mítico cabaret Barba Azul cambió los roles de género por una noche. El autor de esta crónica se integró como fichero y esta es la historia de una noche en la que las mujeres pagaron por bailar con ellos.

Texto: José Luna

Fotos: Facebook Barba Azul

CIUDAD DE MÉXICO.- Una notificación en Facebook me indica la pronta apertura del Barba Azul, sin fecha confirmada. Más de cincuenta opiniones llenas de emotividad y entusiasmo predominan en los comentarios. Pasados dos años de pandemia me hacen extrañar esos momentos cuando mi cuerpo escurría sudor por bailar horas. Nostalgia por ese lugar en donde se congrega una minúscula parte de la ciudad, pero suficiente para llenar el cabaret que da identidad al barrio de la colonia Obrera. Anhelo el gentío que se reúne para bailar, el olor a ron y el sonido de los alientos de una banda en directo. Es por ello que saco mi cuaderno donde tengo apuntes de las noches en que participé como fichero y decido terminar el texto que había comenzado hace algunos años, intentando acercarme por medio de los recuerdos a esas noches de baile y alcohol.

Amor de cabaret que no es sincero

Amor de cabaret que se paga con dinero

Amor de cabaret que poco a poco me mata

                                                                                                                          Sin embargo yo quiero

Amor de cabaret

Sonora Santanera

Es jueves. Casi oscurece. La suavidad de la cortina de terciopelo rojo que se encuentra en la entrada no calma mi nerviosismo. Deambulo de un lado a otro antes de tomar asiento junto a los participantes. La cerveza fría se desliza por la garganta. Las manos sudan. La ansiedad llega, mientras espero postrado junto a la mesa. Yo no trabajo aquí. Pero, la mayoría de las chicas que están sentadas en las sillas rojas laboran casi todos los días. Imagino que su angustia por conseguir dinero es más urgente que mis intereses de este día. Bebo de golpe la tercera cerveza y todo parece que no apacigua el ímpetu de saber cómo terminará la noche.

    Yo no soy guapo. Guapo, yo no soy, yo no soy, yo no soy, guapo, no, no.

El grupo musical nos anuncia y nos llevan al frente del escenario. Es oficial, la pista se abre para que las chicas escojan a sus mejores ficheros. Somos seis bailarines, distribuidos en dos mesas, dispuestos a rendir toda la noche. Entre nosotros comenzamos a llamar a Lucy la “madrota” o la “mamá”. Ella se encarga de vender las fichas y ofrecer la mercancía. Las personas que quieran zapatear con nosotros, porque, también, los hombres han solicitado servicio para bailar con hombres, deben pagar 20 pesos por un boleto que se intercambia por unos minutos de alguna canción. Lucy, la mamá, quien tiene más de veinte años en este oficio, me toma de la mano y me conduce hasta una mesa donde hay tres chicas. Me presenta. Las mujeres me ven de reojo con rostros parcos, indiferentes. Hago un esfuerzo extra humano para ser lo más amable posible y lograr conseguir las primeras clientas. En cambio, ellas sólo se alegran cuando llega la botella de tequila, acompañada por unos tacos. El desaire me trae de golpe las palabras de Gabriela Wiener: Aquí, como en el mundo real, sólo tienen éxito los que son hermosos y sensuales, los que van al gimnasio y se operan…

Algunos ficheros traen a sus seguidoras y son los primeros en abrir la pista. Yo tengo dos invitadas, pero ellas prefieren conocer a otros que apoyarme en el primer baile: – no vamos a desperdiciar nuestras fichas, contigo bailamos siempre-. Una de las reglas, como hombre, es no sacar a bailar a las chicas, se debe ser paciente y esperar la decisión de ellas. Caso contrario con las ficheras, ellas tienen que saber venderse para conseguir más bailes y por lo tanto más dinero. Sin embargo, a uno de los nuestros no le queda claro el código o no le importa y se lanza por una fémina. Porque uno de los elementos interesantes de esta práctica es mantener la postura, como un objeto, esperar a que las chicas se sientan con la confianza de escoger con quién bailar. Ya sea, porque se mueve bien, huele rico o le atrae físicamente, eso es parte del ejercicio de esta noche. Para esto, Lucy no se da cuenta del error porque tiene un grupo de personas encima de ella que insisten en comprar un baile. Momentos antes, él se notaba más nervioso que yo. Con la actitud de competir. Como si se tratara de demostrar quién tiene la verga más grande en lugar de dejar bien bailada a la clientela. 

Ésta es la octava noche de ficheros que organiza el Cabaret Barba Azul. Esta iniciativa formativa fue implementada por Carlos Baez desde el 2013 para cambiar los roles de género e intentar comprender el contexto de las ficheras que trabajan en estos lugares. Pero, también, para darle un respiro económico, porque estaba apunto de desaparecer. Por ello, hace unos años este club nocturno tomó un giro más cultural, sin tratar de abandonar el ambiente de cabaret que predominó en el Distrito Federal en el siglo pasado. 

Si se marchó sin un adiós, que se vaya, que se vaya. 

Las primeras veces que aterricé aquí fue por mi estado de ebriedad. Mi valedor de ese entonces, un luchador que se hace llamar: El sublime, y yo practicábamos el deporte de beber entre semana; sólo porque éramos solteros, independientes, con unos años faltantes para el cuarto piso, queríamos olvidar algún amor o las pendejadas que hicimos en nuestro tiempo de romance. Si la invitación a este recinto nocturno se hubiera hecho en estado de sobriedad, la hubiera rechazado, ya que mi formación cultural, de manera inmediata, me la negaría. Eso era así porque mi auto adiestramiento fue la de andar de “roquerillo”, tocar en bandas de rock, noise, punk y rezongar de los sonidos inalienables de mi barrio junto con todo su contexto popular. Sin embargo, los bailes a los que mi madre me forzó a participar en la primaria y secundaria me dejaron de forma inconsciente el feeling del movimiento, es decir: el uno y dos del ritmo para poder convivir en cualquier ambiente tropical. 

También soy pobre y soy pobre como tú. Tengo a mi madre, a mi esposa y a mis hijos.

En esas primeras visitas la atmósfera era casi la misma que abunda en la colonia Obrera. Un ambiente de gente trabajadora de barrio. Hombres de oficio: taxistas, hojalateros, mecánicos, carniceros, carpinteros, boxeadores, luchadores y los infaltables trajeados que llegan directo de la oficina. Esas noches donde el grupo principal, Los del son, mandaba mensajes por el micrófono: un saludo para los de la central de abastos, – con razón olía a cebolla –. También observé a un pintor con su pantalón y zapatos salpicados por la pintura, meneando majestuosamente a una fichera sobre la pista. En aquellos días parecía más importante el goce de una buena cumbia, el placer del baile y no la apariencia… La testosterona era parte del calor humano que se esparcía por la luz tenue que daba anonimato al caballero que se escapó de la familia para venir y manosear a una muchacha. En esos tiempos me encontré con las miradas de los chacales que creen que te sientes muy verga y te cantan un tiro – nomás para no aburrirse –. Es decir; a veces el lugar era incómodo por la gente que lo frecuentaba. Siempre había la posibilidad de algún tipo de discordia. Una definición cercana del historiador Jorge Ayala Blanco nos muestra que décadas atrás los cabarets eran considerados lugares inhóspitos: El Cabaret-burdel era desde Las Ficheras y será hasta Las Perfumadas un ámbito cerrado, el sitio aparente de lo popular degradado, un reino pulqueril con otra fachada, la multitudinaria antesala de la alcoba poblada por silicones, el coto de caza de la prepotencia fálica, el punto de cita de todas las miserias de la sexualidad mexicana y una constelación de nacas metalmente depauperadas girando con las salsas de una sonora matancera. Es así que el Barba Azul dejó de ser un ambiente “cerrado” para sobrevivir. Eso propició la apertura a otras personas con otros estatus, dejando a un lado esa atmósfera incómoda, alejando aquellas escenas que nos demuestran que todas las clases sociales, que predominaban antes, también saben regocijarse.

 Todo eso se ha ido evaporando por la nueva propuesta cultural. Ya que algunos cabarets, que todavia sobreviven como el Miramar, se le niega el acceso al sexo femenino, excepto cuando van acompañadas de un hombre. El Barba azul modificó esa regla apostando a la pluralidad. Sin embargo, eso ha desterrado a los caballeros que bailaban llenos de goce y estilo en busca del adulterio consensuado. Allá por el año 2013, Alejandro, uno de los inversionistas del lugar, se acercó a Carlos y le preguntó si era posible que más de sus amigos frecuentaran el lugar. Años después, llegaron nuevas generaciones que tenían fuerza económica. Toda la gente que laboraba en el Barba Azul se enteró de este cambio y los llamaron: “los visitantes”: esos nuevos residentes llenos de tatuajes, cortes de cabello europeo y tintes extremos generaron una decadencia en el ambiente del lugar con su ideología de: “todo lo naco es chido”. En una ocasión llegó un grupo de mujeres que solo convivían entre ellas. Rechazaban a los hombres que las invitaban a bailar Se alcoholizaron tanto que subieron al escenario, abrazaron a los músicos y se detuvo la música. Rompieron el ritmo de la noche. Además, la mayoría de esas nuevas generaciones llegan sin entender el contexto de las ficheras: pagar por un baile, pagar por un trago, pagar por un beso, pagar por una manoseada o pagar por un acostón. Sí, en estos lugares hay que pagar por todo. Pagar por amor o por alcohol. Pues, parece que este problema ya se había presentado en el siglo pasado. Sergio Gónzalez Rodríguez nos resume la crónica de Gonzalo Celorio “Con su música a otra parte” en dónde nos anticipa el resultado de la intromisión de otra especie citadina: Celorio narra la llegada de los “intelectuales” alrededor de 1975 bajo el slogan “la rumba es cultura”, eso habría marcado la intrusión de otros públicos que hicieron una moda y popularizaron al Bar León; desataron su cobertura televisiva y el desalojo de sus viejos clientes nativos o espontáneos.  

Cuando el amor llega así de esta manera. Uno no tiene la culpa.

El paso de los años ha propiciado que los pocos lugares que tenían el mismo giro hayan desaparecido por la mala imagen de promover el abuso sobre la mujer. Estoy consciente de la problemática que afecta a mi país. Por ello, he creado un pacto en donde cada noche solo pago por bailar, beber y sentir los metales del grupo que me hacen vibrar el cuerpo. Los cabarets son centros de convivencia social donde pasa lo que uno quiere que pase y son parte de la cultura que define la vida social de la Ciudad de México. Para ello, es necesario que la multitud comience a mover los hombros cuando se escucha el güiro de una buena cumbia. Para que se sienta el calor del baile es necesario apretujarse entre el gentío para perderse en el anonimato por no saber bailar. Fomentar el individualismo; venir a solas y practicar el voyeurismo recreando alguna fantasía con alguien más, es algo que sucede sólo en los centros sociales de esta ciudad. Esa es parte de las emociones que se debe de experimentar. 

En la noche clara, vestida de estrellas. Suenan los tambores en la playa de Marbella.

Es mi tercer baile y las piernas me tiemblan. Me muevo con torpeza. La cerveza ha relajado mi mente pero mi cuerpo sigue entumecido. Los más atractivos son los más solicitados. Una chica se acerca a un fichero de mi mesa, llega otra y lo jala del brazo. ¡Se lo arrebatan!, con el boleto extendido en la mano, me mira: — ¿bailamos? –. La pista se llena de ficheros, de chicas que no alcanzaron hombres y bailan con lo que sea. También están los clientes que se acaban de enterar que hay un evento especial y se lanzan por las ficheras que sobran en esta jornada. Desde las mesas el cuadro para bailar es minúsculo. Desde la pista de baile el cabaret se ve enorme. Los empujones, pisotones o el mamón que necesita cuatro metros para bailar son parte de los aconteceres de esta noche. Y bailar así, ¿para qué? Sin embargo, todos tenemos derecho a movernos, aunque lo hagan bien culero y otros se ajusten a danzar en un metro cuadrado. Al fin y al cabo, el Metro de la Ciudad de México nos ha entrenado en la convivencia en espacios reducidos. La chica en turno se mueve con aturdimiento. Imagino que no sabe de baile, porque no distingue a qué ritmo me estoy moviendo; la música tiene el ritmo suave de un son, sin embargo, lo hago como si fuera una cumbia. En el baile soy amateur. Me muevo con soltura en la cumbia de callejera y un poco de salsa, lo demás: soy pésimo. No obstante, el aprendizaje que he descubierto, por bailar muchas horas seguidas, me ha permitido sentir los cuerpos y adaptarme para que el movimiento sea satisfactorio y cautivante. Los verdaderos bailadores manejan todos los ritmos: bachata, danzón, rock and roll, salsa en línea, cubana, cumbia, son y demás. Quizá los verdaderos maestros estarían ofendidos por mi desempeño de esta noche. Creo que los ficheros, más que dominar los estilos, deben de imitar a las ficheras del cabaret. Ellas son las maestras del movimiento y no sólo controlan todos los ritmos musicales, sino que se ajustan a los caprichos emocionales de los clientes. 

Enfermera no me haga sufrir, enfermera no me hagas llorar.

 No es muy tarde y me saca a bailar una chica bajita, con cierta alegría alcohólica. Mientras comenzamos con el movimiento base, siento una contrariedad que hace que el meneo al unísono se dificulte. Miro hacia abajo y descubro que un pie es más corto que el otro. Podía haber sobrellevado el asunto o hacer una plática innecesaria para digerir los cuatro minutos de música y al final llevarla a su mesa. Pero apliqué mis breves herramientas rítmicas y logré adaptarme a su tiempo. Si tuviera que representar de forma numérica el baile sería como el 1,2 y ¼, en lugar del ritmo básico del 1, 2.  Al terminar la canción extiende sus brazos sobre mi espalda y dice: gracias. 

Regreso a la mesa. No hay cerveza. Había hecho cuatro bailes sin parar. Veo al jefe del evento y le pido que nos hidrate de nuevo. Aprovecho para subir al sanitario y en el camino arrojó miradas torpes para jalar algunas clientas. El baño se encuentra en la parte de arriba. En sus tiempos de auge el Barba Azul ocupaba el primer piso con música y baile, ahora es un piso que parece obra negra con una exposición fotográfica permanente de las mujeres y músicos que han sido parte del elenco histórico de la vida nocturna en la colonia Obrera. En la entrada hay un personaje que lleva más de treinta años atendiendo los miaderos. Él resalta cada noche la higiene de los azulejos viejos y percudidos dejando en el aire una picazón por el exceso de cloro. Don Jesús limpia los charcos que los borrachos dejan, porque no orinan dentro del mingitorio, con una jerga vieja percudida. Acude murmurando un soliloquio al vómito que se derrama por fuera de la taza de baño. Me extiende unos cuadros de papel para sacarme las manos. Ahora somos amigos. Me lo he ganado con veinte pesos cada que asisto al cabaret. Antes de dejarle la propina obligada, su forma acosante te obligaba a evitar el mingitorio. Pero, ahora hasta me cuenta que tuvo infinidad de encuentros sexuales. Algunos por dinero y otros por puro placer. El hombre moreno con cabello blanco se mueve en forma de coito para ejemplificar la escena en donde me encuentro, mientras me acomodo la camisa. Regreso a la mesa. La sed es grande y me bebo de golpe una cerveza. Al final del trago mi cuerpo se empareja con el estado etílico de mi cuerpo.  Miró al jefe y le agradezco la cubeta de chelas.

No estoy triste, no es mi llanto. Es el humo del cigarillo que me hace llorar.

Carlos es el que organiza a la los ficheros. Cuando apliqué a la convocatoria posteada en facebook me citó un jueves para realizar un casting. Fue una noche como otras en el Barba Azul, pero con muchas chicas sentadas en la misma mesa, congregadas para la selección de los ficheros. Ellas tenían la encomienda de evaluar algunas aptitudes de los voluntarios. La difícil tarea consiste en determinar si el desempeño del participante era el adecuado; porte y elegancia; actitud y la más complicada: trato amable y seductor. Creo que en las dos primeras pase las expectativas, pero la actitud me dejaba una brecha de ambigüedad por entender cuál sería la actitud adecuada, puesto que el trato seductor en el baile me parece exagerado porque minimiza los movimientos del zapateo. Sin embargo, estoy dispuesto a poner en práctica mis ejercicios de actor, con tal de conseguir algo esta noche. Así, bailé con todas las chicas. Me gustaría decir que con todas lo hice estupendo, pero eso sería una ridícula mentira. Tuve tropiezos e incoherencias rítmicas porque no todas las chicas bailan de la misma forma y cada una busca algo distinto al acto con los hombres. Algunos varones se pegan al cuerpo de las mujeres para sentir sus senos y colocarles el pene en la entrepierna. Hay otros que aprovechan los giros para tocar los senos o las nalgas con la mano para “saborear” el cuerpo de una mujer mientras se baila. Esa práctica se asemeja al roce incómodo que sucede en el transporte público. Pero, parece que para algunos eso es importante en el baile para conseguir un diez en el casting. Llega el turno de una chica morena radiante, me toma de la mano y me baila a su modo toda la canción. Supongo que en esa prueba reprobé, porque no logré fluir en el baile y me sentía avergonzado por estar tan cerca de ella, porque toda la canción la hicimos pegados como en el video de Kaoma: Lambada.  

Urge, una persona que me arrulle entre sus brazos,

a quien contarle de mis triunfos y fracasos,

que me comprenda y que me quite de sufrir.

Una amiga levanta la mano y me acerco a saludar a la mesa. Había llegado con refuerzos. Me presenta a su madre y sus tías. Le explico la dinámica y regreso a mi mesa. En la pista se mueve una mujer blanca. Sus movimientos se ven muy marcados y resalta entre el desmadre de la pista por su altura. La salsa en línea es su mejor destreza. Su ritmo me intimida porque baila con los chicos que le tocan el cuello, le meten la mano en el cabello y le hacen una quebradora cuando termina la canción. Ella había bailado con todos. La canción siguiente me saca a bailar y mi mente no reacciona a las exigencias coreográficas de la extranjera. Decimos gracias de forma amable y me devuelvo a mi lugar. Había perdido en mi territorio por una güera de 1.90, como en la guerra de los pasteles de 1838, porque yo no aprendí los movimientos en una academia de baile. Después de unas canciones me sacan a mover las tías. Con ellas me repongo de las fichas perdidas por los chicos atractivos. Bailo con todas y me cuentan que los ficheros, de alguna forma, las evitan porque prefieren bailar con las más jóvenes. Para mí, eso resultó una ventaja porque ellas bailaban de la forma en que yo había aprendido. Cuando bailé con la madre de mi amiga me recordó cuando en un baile de la primaria, mi pareja no se presentó y mi maestra de español, que me gustaba demasiado, llegó al rescate y bailó conmigo todo el festival. 

Cantinero de cuba cuba, cuba. Solo bebe aguardiente para olvidar.

Sin darme cuenta ya me encontraba alcoholizado. Pasaban las dos de mañana y no habíamos dejado de bailar. El jefe nos hace una señal de que ha terminado nuestra labor humanística. Los ficheros pierden la postura y emigran a otras mesas. Bebo la última cerveza que me queda. Me quedo solo en la silla roja percibiendo como el cuerpo resiente los estragos del bailoteo. Alargo la pausa esperando a que alguien venga a rescatarme, invitarme un trago o que me sienten en su mesa. Alguien que se haya olvidado de bailar conmigo. Alguien debería de aprovechar, ya que no voy a cobrar porque yo no trabajo aquí.

Es febrero del 2022. He encontrado bailes en la Alameda, La Merced y otros rincones de algunos barrios. Sin embargo, nada como el Barba Azul. Le escribo a Carlos preguntado por algún dato que logre apaciguar mi deseo. 

Mientras. 

Espero.

Espero. 

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