Maradona: las interminables lágrimas de un pueblo

27 noviembre, 2020

Foto: Anthony Aparicio /Cuartoscuro.com

Así fue la transición de emociones que provocó en Argentina la inesperada noticia de la muerte de Diego Armando Maradona, el ’10’, el ‘Pelusa’, el ‘barrilete cósmico’, el máximo ídolo de la historia del futbol argentino, uno de sus personajes más complejos, admirados y controvertidos. Y también uno de los más queridos

Texto: Cecilia González / RT*

Foto: Anthony Aparicio / Cuartoscuro

BUENOS AIRES, ARGENTINA.- De la incredulidad al dolor infinito, sin escalas. Poco después de la una de la tarde del miércoles, la confirmación del fallecimiento de Diego Armando Maradona comenzó a dispersarse en la prensa, en las redes sociales, en las calles, bajo un manto de escepticismo.  

«Imposible», «esto no puede ser cierto», «¿es una mala broma?», «2020, año maldito», «es una pesadilla», «el día más triste de nuestras vidas», fueron algunas de las primeras reacciones de sus seguidores. 

Conductores de televisión, periodistas que tuvieron que dar la noticia en vivo no lograron ocultar las lágrimas. Tampoco lo intentaron, a sabiendas de que, aquí, es imposible desconocer el fanatismo, la incondicionalidad y el amor que ‘el Diego’ generó en millones de personas en Argentina y alrededor del mundo.

Mientras los medios hurgaban en sus archivos audiovisuales para rescatar la vida y obra de Maradona y los autos hacían sonar sus cláxones en señal de luto, fieles hinchas comenzaron a dirigirse a la casa en donde el exfutbolista murió al mediodía después de haber sufrido un paro cardiorrespiratorio, o a la cancha de Gimnasia, el club del que era director técnico. En el barrio de La Boca que alberga La Bombonera, la casa de Boca Juniors, el club de sus amores, al principio todo fue silencio.

De a poco comenzaron a llegar los «hinchas» que improvisaban un altar con ramitos de flores, banderas, dibujos, fotografías de Maradona; que cantaban, lloraban o rezaban.

En otras zonas de la ciudad, doloridos seguidores gritaban desde sus ventanas el nombre del deportista que los hizo tan felices con cada uno de sus goles, con sus jugadas, con sus provocaciones.

Ni siquiera había pasado una hora después de que se confirmara la noticia y el rostro del ídolo ya ocupaba las portadas de medios de todo el mundo. Porque era el argentino vivo más universal, apenas seguido por Lionel Messi.

Desde el Gobierno se pusieron a disposición de la familia de Maradona. A las hermanas y a las hijas les ofrecieron velarlo en la Casa Rosada, la sede presidencial. Las multitudes para despedirlo, a pesar de la pandemia, eran previsibles: era el último gran ídolo popular de Argentina.

El Presidente Alberto Fernández, su amigo, suspendió su agenda, decretó tres días de duelo nacional y escribió en Twitter: «Nos llevaste a lo más alto del mundo. Nos hiciste inmensamente felices. Fuiste el más grande de todos. Gracias por haber existido, Diego. Te vamos a extrañar toda la vida».

La expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, a quien Maradona apoyó de manera permanente, también lo despidió: «Mucha tristeza… Mucha. Se fue un grande. Hasta siempre Diego, te queremos mucho. Enorme abrazo a sus familiares y seres queridos».

Hasta el expresidente Mauricio Macri, con quien el jugador siempre se confrontó, reconoció el dolor que provocaba su muerte: «Un día muy triste para todos los futboleros del mundo, especialmente los argentinos. Serán imborrables las enormes alegrías que Diego nos dio».

«Me despido de un amigo y un genio eterno»: Ronaldo

El fervor por Maradona traspasó fronteras y generaciones. Su calidad deportiva fue indiscutible y, por eso, los lamentos y homenajes se replicaron sin importar geografías ni idiomas.

La Liga italiana, aquella en donde Maradona elevó al humilde Napoli a su máximo nivel, anunció que habría un minuto de silencio en cada partido de la fecha del fin de semana.

Ese club, en donde lo amaban tanto o más que en Argentina, si es que eso es posible, no supo qué decir ante su muerte. «Todos esperan nuestras palabras. Pero, ¿qué palabras podemos usar para un dolor como el que estamos experimentando? Ahora es el momento de las lágrimas. Luego vendrá el momento de las palabras. Diego», publicó el Napoli en su cuenta oficial. Después anunció que, a partir de ahora, su estadio se llamará Diego Armando Maradona.

Messi, el otro ídolo del futbol, reconoció: «Es un día muy triste para todos los argentinos y para el fútbol. Nos deja pero no se va, porque el Diego es eterno». El portugués Cristiano Ronaldo escribió: «Hoy me despido de un amigo y el mundo se despide de un genio eterno. Uno de los mejores de todos los tiempos. Se va demasiado pronto, pero deja un legado sin límites y un vacío que nunca se llenará. Usted nunca será olvidado».

En Buenos Aires, a Carlos Salvador Bilardo, el técnico de Argentina en ese inolvidable Mundial México 86 del que él y Maradona volvieron con la Copa, de plano le apagaron la televisión. Tiene 82 años y hace rato que está delicado de salud. «No queremos que se entere de la muerte de Diego porque lo quería mucho y le haría muy mal», afirmó su hermano Jorge.

Desde hace mucho era una leyenda

Es miércoles por la tarde y un halo de desolación recorre a la Argentina.

Es el duelo colectivo, intempestivo, que provocó la muerte de Diego Armando Maradona, un hombre de una profunda complejidad, que a sus 60 años vivió muchas vidas y que hace mucho ya era una leyenda y, por lo tanto, inmortal. Tantas veces lo dieron por muerto, y tantas veces resucitó, que el 25 de noviembre de 2020 quedará marcado en la memoria social por la incredulidad que cubrió a la noticia menos esperada. Y deseada.

Imposible no contagiarse de esta tristeza coral al recordar una existencia que, a fuerza de jugadas, goles, provocaciones y controversias, fue apropiada por millones de personas a las que «el Diego» les ofrendó jirones de su vida hasta el último momento. Así se lo exigían. Había que tener un pedacito, una camiseta, una foto, un saludo, un cabello, una entrevista, algo, lo que fuera, del último gran ídolo popular de este país, el que más trascendió al mundo. El mismo cuya sola mención bastaba para abrir puertas, corazones y fronteras. Con él, Argentina se convirtió en sinónimo de Maradona.

Era un mito andante cargado de épica, y como toda épica, de tragedia: con sus adicciones, sus recuperaciones y recaídas, su lágrima viva, sus hijos no reconocidos y sus pleitos familiares.

Su inigualable e indiscutible talento futbolístico lo combinó con la incorrección que ejercía para dejar bien claras sus preferencias políticas. No le importaban las críticas. Más bien, como buen provocador, las disfrutaba. De ahí los dolientes mensajes de Alberto Fernández, Evo Morales, Cristina Fernández de Kirchner, Luiz Inacio Lula da Silva, Nicolás Maduro, Rafael Correa José Mujica. Se consideraba su amigo y, a contracorriente de la decorosa (y muchas veces cómoda) prudencia, apoyaba a sus gobiernos de la misma forma que lo hizo siempre con Fidel Castro y con Hugo Chávez.

«El Pelusa» decía lo que sentía y hacía lo que quería. Era «pueblo». Lo veneraban como la deidad de la Iglesia Maradoniana. La mezcla de la magia de su juego y de su carisma puro era imbatible. La seducción adentro y fuera de la cancha estaba garantizada, pero la muerte no lo embellece, no obnubila sus contradicciones, apenas si resalta su dualidad. Porque Maradona era dios y era humano.

El Pelusa

Era, también, ese niño de cabello largo y enrulado de 10 años que, en imágenes en blanco y negro, decía tímido frente a una cámara que soñaba con ganar un Mundial. Era 1970. Dieciséis años más tarde, seguía con el cabello largo y enrulado, pero ya era el capitán de la Selección que levantaba la Copa del Mundial México 86.

Era el mismo que podía convertir un partido en una lucha por la dignidad patriótica para meterles a los ingleses, recién ganadores de la Guerra de Malvinas, un gol tramposo, con la mano y, sólo cuatro minutos después, el mejor gol de la historia del futbol. La grabación de esa jugada eriza la piel sin necesidad de ser argentino.

O el que se desvivía por «la Dalma» y «la Gianinna», sus dos hijas mayores, cuyos nombres se tatuó en los brazos y a las que adoraba mientras se resistía a reconocer a Diego Junior y a Jana, sus hijos extramatrimoniales. El que, ya fuera como futbolista o técnico, concitaba la misma atención de la prensa deportiva que la de espectáculos, porque sus relaciones con Claudia Villafañe, su única esposa, y sus últimas parejas, Verónica Ojeda y Rocío Oliva, eran garantía de escándalo.

Sus relaciones personales interpelaron al poderoso movimiento feminista de Argentina. Y cómo no. Cada vez se complicaba más justificar sus actitudes machistas. La división entonces fue entre quienes aceptaron sus propias contradicciones para amar a Maradona, a pesar de todo, y quienes decidieron despreciarlo. Su muerte reavivó la confrontación. Hubo reclamos por la supuesta incoherencia, por la sororidad selectiva.

Pero no era el momento.

Desde el mediodía del miércoles, lo más, lo único importante era la tristeza colectiva que deambulaba en el país. Los duelos no se juzgan. Se respetan. Y la figura de Maradona es tan extensa, tan inabarcable, que cualquier encapsulamiento en uno solo de sus aspectos siempre será incompleto y, sobre todo, injusto.

Hace años, el escritor Roberto Fontanarrosa lo explicó mejor que nadie: «No me importa lo que hizo Diego con su vida, me importa lo que hizo con la mía». Y lo que hizo Maradona con la vida de millones de personas fue dejarles recuerdos de momentos plagados de alegría, orgullo, felicidad y amor. Les permitió verse en un espejo colmado de imperfecciones. Les enseñó que, a pesar de todo, la pelota no se mancha. Les marcó su vida, para bien. Lo único que quedaba era acompañarlas en el llanto.

Maradó

Y un día, todo el pueblo cantó: Maradó, Maradó.

Ya son las primeras horas del jueves y a la Plaza de Mayo siguen llegando dolientes, muchos de ellos todavía incrédulos. No puede ser que Diego Armando Maradona, su Diego, haya muerto. La desconcertante noticia ya recorrió al mundo, pero algunos todavía no salen del estupor. Sueñan con que no sea verdad.

Parejas, grupos de amigos y solitarios arriban armados con reposeras, mantas y termos para esperar con paciencia a que se abran las puertas de la Casa Rosada que ya luce un gigantesco moño luctuoso en su fachada. Ahí, en el Salón de los Patriotas Latinoamericanos, el mismo en donde hace 10 años una multitud despidió al expresidente Néstor Kirchner, ya está el féretro de Maradona.

Pero todavía faltan varias horas para que permitan el paso de los seguidores del ídolo que se van formando en la valla que armó el Gobierno para un velorio reconvertido en operativo de Estado. Primero hay una ceremonia íntima de la familia encabezada por sus hermanas, su exesposa Claudia Villafañe, sus hijas Dalma, Gianinna y Jana. Su expareja Verónica Ojeda llega con Diego Fernando, el hijo menor de Maradona. Tiene apenas siete años. A su última novia, Rocío Oliva, no la dejaron pasar.

También se acercan sus compañeros de la selección argentina que ganó el Mundial México 86. Los rostros serios y la mirada baja acompañan a Óscar Ruggeri, Sergio Batista, Luis Islas y Jorge Gurruchaga. El desfile de jugadores de distintas generaciones sigue con Javier Mascherano, Carlos Tevez, Martín Palermo, Gabriel Heinze y Maxi Rodríguez, nombres arropados de prestigio, pero que sabían que Maradona sería, siempre, el mejor de todos.  

Adentro de la Casa Rosada habita un dolor discreto. Afuera, en cambio, hay bocinazos, aplausos, cantos, gritos, bombos, bengalas. El duelo popular se expande a lo largo de Buenos Aires.

Horas antes, desde las seis de la tarde, miles de fanáticos se citan en el Obelisco. Algunos se animan a jugar un partido en plena Avenida 9 de Julio. Qué mejor homenaje que patear una pelota. Otros se acercan a las canchas de Boca Juniors, el amado equipo de Maradona; a la del club Argentinos Juniors, que lleva su nombre, y a la de Gimnasia, el último equipo que dirigió. Un grupo más lo llora en Villa Fiorito, el humilde barrio en el que nació.

Gracias, 10, por ser villero y peronista

Las convocatorias son espontáneas. Los seguidores del «10» salen a las calles y a los estadios para acompañarse en la tristeza y armar altares públicos que se colman de velas, flores, mensajes escritos a manos, carteles, fotografías, recortes de diarios, banderas, camisetas. En el asfalto, artistas se animan a dibujar gigantografías del rostro de Maradona.

«Siempre serás el amor de mi vida», «El Diego es lo más grande que hay», «Diego no se murió», «¡Gracias Diego!», «Gracias, 10, por ser villero y peronista», «Nunca te olvidaste de nosotros», «Contigo murió el futbol», rezan algunos mensajes.  

En las rejas de la Casa Rosada quedan colgadas mantas con leyendas todavía más contundentes:

«Dios es argentino y peronista. Hasta la victoria siempre, compañero», advierte una. «No me importa lo que hiciste con tu vida. Me importa lo que hiciste con la mía», completa la otra.

¿Cómo explicar, cómo entender tanto cariño? «A los pobres nunca nos dan nada. Diego nos dio alegrías, nos hizo felices«, resume un señor sesentón que deambula por el Obelisco con la bandera argentina amarrada a la espalda a modo de capa. No puede terminar de hablar porque la voz se le quiebra y las lágrimas se agolpan en su mirada.

A su lado, un grupo de amigos comparte recuerdos de qué estaban haciendo el 22 y el 29 de junio de 1986. Son fechas imborrables para los argentinos. El 22, Argentina le ganó 2-1 a Inglaterra en los cuartos de final del Mundial México 86. Ambos goles fueron de Maradona. Siete días más tarde, la Selección alzó la Copa.

En las redes sociales, los que no se animan a salir a enfrentarse con aglomeraciones en plena pandemia de coronavirus, organizan un aplauso a las 10 de la noche para homenajear al mejor 10 de todos los tiempos. La cita es desde la ventanas. Y cumplen. La ovación que recorre la ciudad estremece. Hoy no es una noche para los insensibles.

«Olé, olé, oléeee, Dieeeego, Dieeeeego…», repiten en un mantra desconsolado alrededor del Obelisco. «Y todo el pueblo cantó Maradó, Maradó / nació la mano de Dios / Maradó, Maradó / sembró alegría en el pueblo / regó de gloria este suelo», cantan y bailan otros. Ya en plan de pogo, aventándose entre sí, como si estuvieran en la cancha, recitan: «Vení, vení, cantá conmigo / que un amigo vas a encontrar / que de la mano / de Maradona / todos la vuelta vamos a dar». Entre risas, lo alternan con un: «ya lo veee, y ya lo veeee, el que no salta es un inglés».

Las luces de edificios públicos y de los estadios se encienden para honrar a Diego. En La Bombonera optan por iluminar su palco. La Asociación del Futbol Argentino se niega a suspender los partidos de la fecha. A cambio, anuncia que la Copa de este torneo se llamará Diego Armando Maradona.

En la Plaza de Mayo, la procesión no se detiene. La madrugada avanza cobijada con el incesante humo de las parrillas ambulantes.

Llegó la barra al velorio

A las seis de la mañana, por fin, abren la Casa Rosada. Pero la situación amenaza con desbordarse.

Decenas de integrantes de la «barra» de Boca Juniors, uno de los tantos grupos violentos del futbol argentino, presiona para entrar en bloque y a la fuerza. Avientan botellas y palos. Después de unos minutos de empujones, gritos, corridas y tensión, los policías retoman el control. La fila comienza a avanzar.

Aparecen entonces las primeras imágenes del féretro en el que yace Maradona. Está cerrado, cubierto con la bandera argentina y las camisetas de Boca y de la Selección. Lo protegen una valla con los colores albicelestes y guardias de seguridad que apuran a la gente para evitar que demoren el desfile.

Una señora llora a los gritos. Un joven pide permiso para aventar un ramito de flores. Otro, una camiseta de la Selección. Hay personas solas, parejas, hombres y mujeres con sus hijos, grupos de amigos. En menos de una hora, a los pies del ataúd ya hay un mar de remeras, banderas, rosas y claveles. Los hinchas siguen pasando. Avientan besos, aplauden, muestran el puño en alto, se tocan el corazón, se arrodillan. Lloran.

Muchos entran agitando canciones de cancha, pero salen sin energía, a lágrima viva. No soportan la impresión de confirmar que sí, su Diego está muerto. Conocidos y desconocidos vestidos con camisetas de distintos equipos se consuelan con un abrazo, con una palmada en el hombro, en la espalda. Hoy nada de que vos sos de Boca y yo de River. Hoy no es día de rivalidades.

La desazón y la tristeza colectivas se hacen más patentes. Afuera, una pareja se toma de las manos y mira una de las pantallas gigantes que fueron colocadas en la Plaza de Mayo. «No queremos entrar, no lo vamos a soportar, sólo venimos a despedirnos desde aquí», dice la joven secándose la gota que recorre su mejilla.

Las lágrimas de un pueblo siguen cayendo a lo largo del día.

*Este texto fue publicado originalmente en Rusia Today. Agradecemos la autorización de la autora y el medio para reproducirlo.

Periodista mexicana que desde hace 15 años cubre el cono sur. Autora de los libros Narco Sur y Narco Fugas.