Desde 2015, lxs antimonumentxs han brotado en la Ciudad de México como una forma de contrarrestar la narrativa gubernamental sobre el país que vivimos. Este proceso anónimo y colectivo se relata en el libro Antimonumentos. Memoria, verdad y justicia” un esfuerzo por reunir esta memoria popular de acero.
Texto: Heriberto Paredes
Fotos: Especial
CIUDAD DE MÉXICO.- “Somos conspiradores tal vez o puede que seamos una guerrilla de memoria, una célula clandestina que busca sembrar justicia, ¿un comando de memoria? No nos importa el nombre: ni el de nuestro grupo ni el de cada une de nosotres. Nos importan las deudas más ondas de nuestro país y seguiremos levantando antimonumentos que abracen a familias dolientes, que siembren un futuro más justo”. Así se presentan, desde el anonimato voluntario, quienes han disputado el monopolio de la memoria material a través de esculturas metálicas en lugares estratégicos de la Ciudad de México.
En su mayoría, los antimonumentos incluyen números o letras, y como expresión de la memoria popular viva han surgido desde 2015 en avenida Reforma, o el Zócalo y la avenida Juárez. Constituidos de un metal que confronta al cemento en su perdurabilidad, su resistencia al clima y al paso del tiempo, los antimonumentos son una voz permanente que clama por justicia.
Tradicionalmente la idea de un monumento está sustentada en la memoria estática de hechos pasados; de algo que, si bien vale la pena recordar, ya acabó; y en el mejor de los casos dejará alguna referencia en un futuro que es hoy nuestro presente. A México le encantan los monumentos y las referencias monumentales; no faltan pretextos para que el H. Congreso de la Unión establezca una comisión dictaminadora de cómo será el siguiente monumento y qué se recordará.
(Tal vez mientras leas estas palabras hay una nueva placa, una estatua moldeándose, una nueva conmemoración; algo que no sepamos de la historia oficial y que será celebrado pronto.)
La columna de la Independencia; y las estatuas de militares en avenidas y parques; el pobre José Martí que nadie conoce en metro Hidalgo; el fallido recinto legislativo que terminó siendo monumento a la Revolución; la horrenda Estela de Luz, o Suavicrema como se le empezó a conocer popularmente. En todos y cada uno de estos monumentos, el asunto es el mismo: pareciera que hubiera una delegación, legítima y unidireccional, del pueblo hacia el Estado para la construcción de objetos de memoria.
Oficialmente son las instituciones mexicanas las que ostentan el monopolio de la memoria y de los monumentos que la expresan; incluyendo el calendario de fiestas nacionales, nombres de calles y parques. Sin embargo, desde otra perspectiva existen múltiples memorias que, a diferencia de los padres de la patria, no están muertas. Dan cobijo y fuerza, generan nuevas convergencias y refuerzan la identidad de lucha.
Para nada se trata de una nombrada comisión que decide qué se va a recordar; se trata de la generación de condiciones para materializar las luchas contra la impunidad. La lucha contra ésta es el origen de los objetos de gran tamaño que se erigen fuertes y necios en los espacios públicos; y que, por supuesto, no sólo cuestionan el monopolio de la memoria, sino también la propia legitimidad del Estado.
Y es que el común denominador es la impunidad. Ya sea que se trate de las personas desaparecidas, de las mujeres asesinadas; de las niñas y niños de la guardería ABC; o bien los mineros enterrados en la mina de Pasta de Conchos; las personas migrantes masacradas, y las y los caídos en la lucha estudiantil de 1968.
Gracias a una organización no gubernamental fue posible compilar, bajo el formato de libro, testimonios, anécdotas y reflexiones que dan cuenta de la historia reciente de los antimonumentos. Por supuesto, no se trata de algo acabado, como tampoco lo son las injusticias en el país. Digamos que se trata de un primer esfuerzo de reunir lo que sería la primera temporada de esta memoria popular de acero. Las siguientes oleadas vendrán o no dependiendo de la praxis social, de las necesidad que se considere pertinente atender con otro artefacto o dispositivo de este tipo. Lo interesante es que también cabe la posibilidad de que no haya más. Al menos a partir de los testimonios recabados en este extraordinario libro, se intuye que no hay leyes inamovibles o imposiciones sobre la continuidad de esta estrategia de intervención del espacio público. Este rechazo a la regla refuerza su distanciamiento del monumentismo que sufre México.
El anuncio es que, ahora que están de moda los PDF de libros con acceso gratuito y que la pandemia ha hecho impensable atender una presentación en persona, este libro, Antimonumentos. Memoria, verdad y justicia (Heinrich Böll Stiftung, México, 2020), se puede descargar dando un click aquí.
Además de preguntarnos qué otras intervenciones en el espacio público popular habrá o quién los habrá hecho, tal vez valga la pena señalar qué estatuas o monumentos hay que derribar, sustituir o simplemente decorar popularmente. Por ejemplo, la estatua de Cristóbal Colón es un gran ejemplo de la imposición de una versión de la historia; y durante mucho tiempo sólo ha sido cuestionable en el rumor y el radio pasillo. Hoy, afortunadamente ha sido retirada, ante la amenaza de su derribamiento. Esta anécdota ¡ podría ser el primer paso para que sea la memoria viva la que destaque en el paisaje urbano. Habrá que imaginarnos como una sociedad con múltiples puntos de referencia, para no olvidar, para no bajar la guardia, para no confiarse frente al Estado y su control a rajatabla.
Compas solidaries que han protegido este proceso, como la Brigada Humanitaria de Paz Marabunta y la Organización Popular Francisco Villa de Izquierda Independiente, afirman que los antimonumentos son un nuevo lenguaje solidario, o al menos el comienzo de él. Un lenguaje que se basa en el arte comprometido. «Son el regreso del quehacer artístico a su origen y la oportunidad de que la vida triunfe de una vez sobre la muerte» afirma un texto conjunto publicado en el libro, y que yo recuerde, nada de esta posibilidad estuvo siquiera en el tintero de los proyectos monumentales estatales, que pretendían dejarnos inmóviles y desmemoriados.
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