La muerte siguió al general Obregón desde que se embarcó en los andares revolucionarios. Fueron muchos los intentos de acabar con su vida. Al final, el hombre mutilado de un brazo ya ni se inmutaba: “moriré hasta que alguien cambie su vida por la mía”, decía
@ignaciodealba
Álvaro Obregón tenía suficiente ingenio para prosperar en el campo. Hizo fortuna como agricultor en su hacienda la Quinta Chilla, Sonora. Pero la guerra lo alejó de la vida rural:
“Estoy acostumbrado a luchar contra los elementos naturales: las heladas, el chahuixtle, la lluvia, los vientos, que llegan siempre inesperadamente. ¿Cómo va a ser difícil para mi vencer a los hombres, cuyas pasiones, inteligencia y debilidades conozco?”
En un primer momento de la revolución, Obregón, que entonces era presidente municipal de Huatabampo, se enfiló para combatir a las fuerzas orozquistas que entraban a Sonora. Convertido en coronel, regresó victorioso a sus negocios en 1912, pero la llegada de Victoriano Huerta lo enrolaría de nuevo en los torbellinos revolucionarios hasta el final de su vida.
Cuando cayó el gobierno de Huerta, el frente del caudillo popular Francisco Villa y el del exgoberandor Venustiano Carranza entraron en conflicto. El influyente grupo de sonorenses, integrado por hacendados y militares como Obregón, respaldó a Carranza.
El rompimiento entre Obregón y Villa fue lento. El Centauro del Norte estuvo determinado a matar a Obregón cuando éste intentó someterlo bajo las órdenes de Carranza. Cuando los bríos de Villa lo llevaron a llamar a 20 escoltas de sus Dorados para fusilarlo, el sonorense respondió:
«Desde que puse mi vida al servicio de la Revolución he creído que sería una fortuna para mí perderla. A mí personalmente, me haría usted un favor, porque con la muerte me daría una personalidad que jamás he soñado en tener”.
El poder de oratoria de Obregón convenció a Villa de no fusilarlo ese 17 de septiembre en Chihuahua; pero el caudillo se quedó con las ganas. Días después, el 24 de septiembre, cuando el sonorense iba hacia la Ciudad de México, Villa, hizo que sus guerrilleros de Gómez Palacio, Durango, detuvieran el tren en el que viajaba. La orden recibida por telégrafo era que los llevaran al paredón.
Pero los secretarios de Pancho Villa le convencieron de que era mala idea matarlo. Los propios villistas José Isabel Robles y Roque Aguirre Benavides lo pusieron de nuevo en el pulman.
Villa y Obregón tuvieron la oportunidad de enfrentarse en la Batalla de Celaya, en 1915. El sonorense logró detener el avance del Centauro del Norte hacia la Ciudad de México, pero el costo de la guerra lo puso al filo de la muerte: Una granada explotó justo cuando algunos jefes militares -entre ellos el propio Obregón- corrían para refugiarse en una trinchera. La explosión le voló la mano derecha.
Después del estallido, Obregón tomó con su mano izquierda la Savage que llevaba al cinto y se apuntó en la cien para suicidarse y acabar con el dolor que lo agobiaba. Pero cuando jaló el gatillo la pistola no detonó, la recámara del arma estaba vacía. El general fue atendido y se salvó.
Uno de los atentados más sonados en contra de Álvaro Obregón sucedió en noviembre de 1927: Un grupo de católicos arrojó una bomba en contra del vehículo en el que viajaba.
El coche circulaba por la Calzada del Lago de Chapultepec cuando estalló la dinamita. El general se salvó de nuevo y no se inmutó ante la muerte; horas después, acudió a la corrida de toros, su pasatiempos favorito.
Los católicos fueron identificados como Juan Tirado, Humberto Pro y Luis Segura Vilchis. Los capturaron después de un intercambio de disparos con el equipo de seguridad de Obregón. Los vincularon a las reuniones que hacía el sacerdote jesuita Agustín Pro Juárez, en calle Alzate número 44, de la colonia Santa María de la Rivera de la capital.
El sacerdote fue detenido en el número 22 de la calle Londres, en la colonia Cuauhtémoc. Sin juicio, los involucrados fueron fusilados en la comandancia de la policía. Hubo quien gritó “Viva Cristo Rey!”.
El conflicto religioso entre el Estado y la iglesia católica inició un nuevo periodo de conflictos armados en México. Los llamados cristeros protagonizaron enfrentamientos y boicots contra el gobierno por la llamada Ley Calles, que pretendía someter el poder de las instituciones religiosas al gobierno.
Cuando Obregón celebraba su victoria como presidente, el 17 de julio de 1928, un grupo de diputados de Guanajuato le preparó una comida en el restaurante La Bombilla, al sur de la Ciudad de México. Entre los asistentes estaba José de León Toral, un nervioso dibujante.
A la hora del postre, cuando la banda de música tocaba la canción de El Limoncito, el dibujante se acercó al general con el pretexto de hacer el boceto de su dibujo. Sacó la pistola calibre 32, le disparó en múltiples ocasiones a corta distancia. Obregón cayó fulminado al instante.
León Toral fue detenido y fusilado en la penitenciaría de Lecumberri. En ese momento se atribuyó el asesinato al fanatismo religioso del muchacho que aseguraba: “dios me lo ordenó”.
En el sitio del asesinato se construyó un monumento dedicado a Álvaro Obregón, hoy conocido como Parque la Bombilla.
Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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