4 mayo, 2023
El análisis de los años de mayor pérdida boscosa en la región permiten conocer cómo se relacionaron estos hechos con las decisiones políticas que adoptaron los gobiernos en las últimas dos décadas. En Brasil, por ejemplo, la tasa de deforestación había logrado mantenerse a la baja hasta que Jair Bolsonaro llegó al poder
Texto: Elizabeth Salazar Vega* / Mongbay
Fotos: Mongabay
BRASIL.- “En la gestión de Bolsonaro se dio una verdadera licencia social a los deforestadores e invasores de tierras públicas, dejando claro que no actuaría para reprimir actividades ilícitas”, dice Juliana de Paula Batista, abogada de la ONG brasileña Instituto Socioambiental (ISA). Su testimonio resume lo significó el desmantelamiento de las instituciones ambientales en Brasil durante los últimos cuatro años. El gobierno de Bolsonaro es un caso representativo que muestra claramente la relación entre las decisiones políticas y el incremento de la deforestación, pero no es el único. Para profundizar en esta conexión, comparamos el avance de la pérdida boscosa en la región con las principales decisiones políticas que adoptaron los gobiernos en las últimas dos décadas.
Con este fin, se seleccionaron los tres países que contaban con cifras oficiales de deforestación completas para el período 2001 a 2021 (Brasil, México y Perú), dos que iniciaron su monitoreo anual a mitad del periodo (Colombia y Bolivia) y uno que se mantiene el desfase y opacidad en sus datos (Ecuador). Esto nos permitió asociar los momentos más críticos de la deforestación con los gobiernos de turno y entender qué factores fueron determinantes.
Una de las primeras medidas de Jair Bolsonaro al asumir la presidencia en 2019 fue propiciar la salida del director de la entidad gubernamental que mide la deforestación, tras acusarlo de presentar cifras elevadas y sensacionalistas. Incluso anunció que cambiaría su metodología de cálculo, pues consideraba que los datos publicados dañaban la imagen del país.
Juliana de Paula Batista de la ONG brasileña ISA recuerda que el gobierno intentó impedir o retrasar la publicación de los resultados del aludido Instituto de Investigaciones Espaciales (INPE), pero la agencia continuó con su seguimiento anual. “Se desmantelaron organismos ambientales, se colocó a militares sin conocimientos técnicos en el liderazgo, incluso se trabajó para tratar de legalizar la minería en tierras indígenas, pero fracasó”, explica.
La información recabada en la plataforma oficial de Brasil muestra que, en las últimas dos décadas, este país perdió más de 24.9 millones de hectáreas de bosque, es decir, una extensión similar a la del Estado de Sao Paulo. El análisis histórico de los datos evidencia que el país afrontó picos de deforestación entre 2002 y 2004, cuando se perdieron hasta 2.7 millones de hectáreas en un año. El periodo corresponde al último año del gobierno de Fernando Henrique Cardoso y el inicio del primer mandato de Lula da Silva. El mismo 2004 se aprobó el Plan de Acción para la Prevención y Control de la Deforestación en la Amazonía Legal para intentar frenar la deforestación impulsada, en parte, por las extensiones de cultivo de soya en zonas como Mato Grosso. Desde entonces, la tasa de pérdida boscosa mantenía una tendencia a la baja hasta que Jair Bolsonaro llegó al poder.
El monitoreo de la plataforma TerraBrasilis, administrada por el gobierno brasileño, confirma que el incremento sostenido de la deforestación coincide con el periodo de Bolsonaro. En 2019, su primer año de gestión, la pérdida de cobertura forestal se elevó de 753 mil 600 hectáreas a 1 mil 12 mil hectáreas. En 2021, al término de su gobierno, la cifra llegó a 1 millón 303 mil , un 73 por ciento más de cuando empezó su mandato. Los beneficiados con estos cambios fueron los empresarios ganaderos y agrícolas.
Brasil no solo tiene como principal producto agrícola de exportación a la soya, un monocultivo usado como alimento de animales y que ocupa 12.4 millones de hectáreas de su territorio, sino que estadísticamente cuenta con más vacas que personas. Hasta el 2021, el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) tenía registrado 224 millones de cabezas de ganado en todo el país.
América Latina ha aumentado ostensiblemente sus volúmenes de producción de carne y, en consecuencia, ha extendido sus pastizales ganaderos sobre miles de hectáreas que antes eran bosques. Según datos de la FAO, citados por el Banco Mundial en el estudio “Panoramas alimentarios futuros 2020”, la región cubre alrededor del 25 por ciento del consumo mundial de carne de vacuno y el 26 por ciento de carne de ave.
Su principal comprador es China, que en solo quince años multiplicó por diez los recursos que destina para importar carne. Según un informe del Banco Mundial, entre los años 2000 y 2015, este país pasó de invertir 200 a cerca de 2 mil millones de dólares en productos cárnicos procedentes de los tres mayores exportadores de América del Sur: Argentina, Brasil y Uruguay.
A esta presión exportadora se suma la posible aplicación del Acuerdo de Libre Comercio entre la Unión Europea y los países del Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay), un convenio que eleva en un 30 por ciento la cuota de importación de carne de los países europeos y reduce los costos de exportación de la soya. El documento fue firmado en 2019, pero se encuentra en suspenso por los cuestionamientos ambientales en torno a una actividad que incidirá en los bosques de América Latina.
En México, la ganadería también es importante para el sector económico y ocupa cerca del 55 por ciento del territorio nacional, lo que ha llevado al país a posicionarse en el puesto 11 entre los productores y comercializadores mundiales de carne. Según los reportes de la Comisión Nacional Forestal (Conafor), la industria ganadera es la responsable del 74 por ciento del cambio de uso de tierras en México, y tiene entre sus zonas más afectadas a la Península de Yucatán y los estados de Chiapas, Michoacán y Jalisco.
Las estadísticas muestran que, entre 2001 y 2021, más de 3 millones de hectáreas forestales fueron arrasadas para convertirlas en zonas de crianza y pastoreo de animales. Una extensión similar a 1.5 veces el Estado de México. La segunda razón por la que se talaron los bosques mexicanos, a una tasa de 46 mil 817 hectáreas por año, fue para convertirlos en sembríos agrícolas (21 por ciento).
El aguacate, la soya, la palma aceitera y la caña de azúcar son cuatro de los monocultivos que demandan grandes extensiones de bosque y que agotan los nutrientes de las tierras mexicanas. El denominado oro verde se extendió violentamente en zonas forestales de Jalisco y Michoacán por acción del crimen organizado, que buscó tener el control de este producto de exportación, pero sembríos como la palma crecieron con ayuda estatal.
Fue en el gobierno del presidente Felipe Calderón (2006 – 2012) que se impulsó el programa de Reconversión Productiva (2007 – 2012) para sustituir los cultivos de maíz por soya y palma aceitera. Incluso se entregaron subsidios a productores y se repartieron plántulas de palma en Chiapas, donde se tenía como meta sembrar 100 mil hectáreas de este monocultivo. Precisamente, los datos históricos analizados en este reportaje muestran que en este gobierno la deforestación escaló de manera sostenida hasta llegar a una de sus peores cifras: de casi 99 mil hectáreas arrasadas al inicio de su mandato, su periodo concluyó con 324 mil hectáreas perdidas.
Pero la cifra récord en pérdida de bosques ocurrió en 2016, en la gestión de Enrique Peña Nieto (2012 – 2018), periodo en el que se impulsó el sector agropecuario de exportación y se continuó con los incentivos económicos a la producción de palma, debido a su cotización y demanda en el mercado internacional. Según los datos de la Conafor, ese año 350 mil hectáreas fueron arrasadas por el cambio de uso de suelo a pastizales y el aumento de tierras para la agroindustria.
Para Miguel Martínez, investigador titular del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México, las dimensiones sociales y económicas son los factores que impulsan la deforestación y degradación de los bosques en América Latina (UNAM). Las regulaciones políticas, dice, deberían regular, fiscalizar, promover la diversificación del trabajo y la conservación de la biodiversidad, pero muchas veces impulsan los mandatos de los mercados internacionales que, en el caso de México, apuestan por el aguacate y la palma.
Las compañías de palma aceitera compran o arriendan parcelas a familias y así consiguen áreas cada vez más grandes para instalarse en zonas tropicales húmedas”, explica Martínez.
Mientras tanto en Bolivia, el impulso estatal al sector agropecuario también marcó el avance de la deforestación, puntualmente en el gobierno de Evo Morales (2006 – 2019). Desde el 2012, año en que sus autoridades ambientales empezaron a monitorear la pérdida anual de sus bosques, se evidencia una tendencia creciente que llegó a su pico histórico en 2016, con 295 mil 770 hectáreas arrasadas.
En su informe Deforestación en el Estado Plurinacional de Bolivia 2016 – 2017, el gobierno señaló que esto se debió al aumento de la deforestación legal por medidas impulsadas desde la Autoridad de Fiscalización y Control Social de Bosques y Tierra (ABT), y en el marco de los objetivos del Plan de Desarrollo Económico Social (PDES) “relacionados a la desburocratización de instrumentos de gestión agraria de planificación”. Estos, dijeron, incluyen “planes de ordenamiento” predial, de desmonte y autorizaciones de quemas.
Lo que ocurrió en los años previos a este hito de deforestación, entre 2013 y 2015, fue la publicación de tres normas y sus modificatorias que condonaron sanciones y legalizaron la ampliación de la frontera agropecuaria para usuarios y empresas. Una de ellas, la Ley 337 aprobó un régimen excepcional para el tratamiento de desmontes ilegales generados entre 1996 y 2011, que luego se prorrogó hasta 2017. Esto significó el perdón y una multa simbólica para quienes deforestaron o generaron incendios sin autorización.
Marlene Quintanilla, de la ONG Fundación Amigos para la Naturaleza, explica que la política económica del gobierno de Evo Morales se diseñó para apoyar, primero, a la agroindustria, pero luego se vinculó a la ampliación de zonas para la ganadería, con el fin de exportar carne a China. Según la experta, en los últimos 20 años, unos cuatro millones y medio de hectáreas forestales se perdieron por incendios generados no solo por el factor climático, sino también por causas humanas para extender los pastizales.
“En la Cumbre Alimentaria de 2015 el gobierno de Evo Morales indicó que se deberían aumentar las hectáreas agrícolas para garantizar la seguridad alimentaria. Se aprobaron paquete de leyes para flexibilizar requisitos para el destino de desmonte. Como resultado, se duplicaron las tierras agrícolas (…) La economía ha visto el bosque como un obstáculo para el desarrollo. Se aceleró la titulación de tierras descuidando el componente ambiental, pues algunas autoridades consideran que un bosque es una tierra floja e improductiva”, dice Quintanilla.
En Colombia, la expansión ganadera y el acaparamiento de tierras también son impulsores de la deforestación, pero su incremento estuvo marcado por un hito histórico específico: las estadísticas confirman que los bosques fueron las víctimas silenciosas del posconflicto, en el último periodo del gobierno de Juan Manuel Santos (2010 – 2018). En 2017, un año después de que se firmó el Acuerdo de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), las cifras de deforestación se elevaron de 178 mil hectáreas a casi 220 mil hectáreas. Ese fue el pico más alto de pérdida boscosa que registró el país desde que las autoridades ambientales empezaron a monitorear el fenómeno de manera anual.
Las tierras que antes eran ocupadas por la guerrilla fueron tomadas por actores armados ilegales, bandas criminales y el narcotráfico. A ellos se sumaron grupos de disidencias de las Farc que no se desmovilizaron. El exministro de Ambiente, Manuel Rodríguez, refiere que la deforestación ganó terreno a favor de la ganadería y del acaparamiento de tierras en la Amazonía. Por otro lado, el Acuerdo de Paz prometió la formalización de 7 millones de hectáreas de tierras, pero su mala implementación incrementó las acciones de tala y siembra ante la expectativa de acceder a una titulación. Se delimitaron grandes extensiones de tierras y se compraron parcelas por poco dinero.
Tras el proceso de paz también aumentaron los cultivos de coca en el Pacífico colombiano y en la Amazonía, pues el programa de erradicación voluntaria fracasó y muchos agricultores volvieron a los sembríos ilícitos o empezaron a sembrar pasto para la ganadería. “Tengo mucha preocupación sobre la actual política de narcocultivos porque se ha bajado la guardia y los grupos al margen de la ley van a continuar con la deforestación”, dijo Rodríguez.
El sucesor de Santos, el presidente Iván Duque (2018 – 2022), lanzó en 2019 la Operación Artemisa para recuperar la selva de la ocupación ilegal, pero el programa no logró frenar la deforestación. Los datos analizados indican que en su segundo año de gobierno, la pérdida de bosques disminuyó un 28 por ciento respecto al récord que alcanzó el país en 2017. Sin embargo, para el 2021 la cifra se había incrementado en un 9.5 por ciento. “Duque volvió con una política populista de sembrar 140 millones de árboles, pero, sin un seguimiento adecuado, solo sobrevivió el 40 por ciento”, añadió Rodríguez.
El avance de las economías ilegales, el acaparamiento de tierras y la deforestación estuvo acompañado también de violencia. Para el 2022, último año del mandato de Duque, el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) contabilizó el asesinato de 189 líderes sociales y defensores de derechos humanos, en ataques propiciados por grupos armados ilegales y bandas criminales. La cifra es superior a los 171 casos registrados en 2021 por la misma organización.
A diferencia de Brasil, México y Colombia, en Ecuador es difícil identificar un hito histórico de deforestación, pues no cuentan con un registro anual de pérdidas y causas. En las últimas dos décadas el Ministerio del Ambiente, Agua y Transición Ecológica (Maate) y el Sistema Nacional de Monitoreo de Bosques (SNMB) midieron los cambios de uso de su cobertura forestal por períodos cada siete, seis y dos años. Sus datos están desactualizados, pero muestran que entre 2001 y 2017 Ecuador perdió 17 mil 844 kilómetros cuadrados de bosques, lo que equivale al 5.8 por ciento del territorio nacional.
En respuesta a nuestro pedido de información, la autoridad ambiental se refirió a estudios de investigadores y organizaciones civiles para indicar que la principal causa de su deforestación es la expansión agrícola para consumo interno, pero no contabilizan su impacto anual. María Olga Borja, coordinadora del proyecto Maap Biomas Ecuador, en la Fundación EcoCiencia, señala que esta falta de monitoreo impide identificar un patrón en la reducción de los diferentes tipos de bosques que tiene el país.
Borja explicó que en el territorio amazónico de Ecuador no existe un sector agroproductivo industrializado que maneje de forma sostenible los recursos forestales, debido a la difícil geografía del lugar y la falta de carreteras para trasladar la mercancía. Aquí los que transforman y disponen de la tierra por necesidades económicas son los pequeños productores. En la costa norte, en cambio, la provincia de Esmeraldas concentra la industria de plantaciones de palma más extensa del país.
Según la experta, las cifras que muestra el Gobierno de Ecuador ante la comunidad internacional aparentan que la deforestación está a la baja porque sus promedios abarcan un gran periodo de tiempo. Sin embargo, estos datos están influenciados por la medición en las zonas costeras, donde ya no existen bosques. “La deforestación está atada a la situación económica del país, y esta depende del sector hidrocarburos. Cuando decae la mano de obra no calificada en este sector, la deforestación se eleva porque las familias vuelven su mirada a los bosques y hacen uso intensivo de la tierra. La actividad petrolera, además, trajo migración, tala ilegal, caza y sembríos en sus zonas colindantes”, dice Borja.
La presión extractiva y económica sobre la Amazonía y los bosques de América Latina tiene consecuencias mortales para los defensores de la tierra. Según el informe de la organización Global Witness, en la última década un total de mil 733 activistas fueron asesinados en todo el mundo, pero el 68 por ciento (mil 177) de estos crímenes ocurrieron en América Latina. Los que lideran la lista de países más peligrosos para defender el medio ambiente son Brasil, México y Colombia. A ellos le siguen Honduras, Nicaragua y Perú, este último con 51 muertos.
El 1 de septiembre de 2014 cuatro defensores ambientales de Perú fueron torturados y asesinados en la selva que buscaban proteger. Edwin Chota, Jorge Ríos Pérez, Leoncio Quintisima Meléndez y Francisco Pinedo Ramírez eran líderes de la comunidad nativa Alto Tamaya – Saweto, en la región Ucayali, y murieron luego de denunciar la presencia de taladores ilegales en sus territorios. Una invasión propiciada por la demanda internacional de madera que se elevó con el boom de las construcciones. Este año fue uno de los peores años para la Amazonía peruana: más de 177 mil hectáreas de bosque fueron arrasadas, una extensión similar a dos terceras partes de Lima Metropolitana.
Estos crímenes ocurrieron en el gobierno del entonces presidente Ollanta Humala, tres meses antes de que se realice en la capital peruana la Cumbre Climática de las Naciones Unidas. En febrero pasado, casi nueve años después, los responsables fueron condenados a 28 años de cárcel, pero la tala ilegal en sus bosques continúa.
Las bases de datos oficiales analizadas para este reportaje muestran una deforestación ascendente en Perú desde 2008, año en que la crisis financiera global produjo una mayor demanda de oro y elevó su precio en todos los países, lo que propició una mayor presión sobre zonas mineras, como la selva de Madre de Dios, sumado a otros impulsores de la deforestación.
El récord del 2014 fue superado en 2020, el primer año de la pandemia, cuando el país alcanzó su pico histórico de deforestación, superando las 203 mil nuevas hectáreas arrasadas. “En 2020 se llegó a este extremo porque no hubo supervisión de los índices de manejo de madera ilegal”, dice el procurador Guzmán. Solo ese año, otros cinco líderes indígenas amenazados por narcotraficantes y traficantes de tierras fueron asesinados en las regiones peruanas de Ucayali, Huánuco y Pasco.
“En Perú y otros países, de nada sirve que se mida la cantidad de superficie forestal que se pierde cada año si no se toman acciones. Si las imágenes satelitales y los monitoreos no sirven para prevenir y generar una reacción inmediata, no vamos a detener la deforestación”, subraya Guzmán.
Los picos de la deforestación en la región coinciden, pues, con periodos de permisividad o promoción de políticas a favor de una economía extractiva y global. La demanda ganadera y agroindustrial no solo presiona los bosques y la vida de los defensores ambientales, también la función del Estado que parece haber perdido su función fiscalizadora y reguladora.
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*El proyecto Los bosques de perdimos es parte de una alianza periodística entre Mongabay Latam y la sexta generación de la Red LATAM de Jóvenes Periodistas de Distintas Latitudes. Edición general: Alexa Vélez. Editores: María Isabel Torres. Coordinación: Vanessa Romo. Investigación y análisis de base de datos: Gabriela Quevedo, Vanessa Romo, Mariana Recamier, Diana Cid, Andrea Arias, Bruno Scelza, Bruno Vinicius, Carlos Kestler, Isidora Varela, José Sarmiento, Nicole Vargas y Xilena Pinedo. Análisis geoespacial: Juan Julca. Equipo periodístico: Elizabeth Salazar y Vanessa Romo. Visualización de datos y diseño: Richard Romero y David Adrian García. Audiencias y redes: Dalia Medina y Richard Romero.
Este trabajo se publicó inicialmente en MONGABAY. Aquí puedes consultar la publicación original.
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