Un año después de su festiva toma de protesta, y ante un Zócalo azotado por el sol de mediodía, López Obrador asegura que ha cumplido 89 de sus 100 compromisos. Admite que lo nuevo, su 4T, no acaba de nacer, pero cita a sus seguidores para el año siguiente, cuando el cambio no se pueda revertir
Texto: Ernesto Núñez Albarrán
Fotos: María Ruiz y Moisés Pablo /Cuartoscuro
Desfilan debajo de los balcones del Palacio Nacional, frente al pueblo que aclama al presidente Andrés Manuel López Obrador. Son ellas y ellos, los del gabinete, esos que todos los días aparecen como invitados en las conferencias mañaneras.
Acaba de concluir el mitin por el primer aniversario de la «cuarta transformación» y, mientras Horacio Franco interpreta una melodía hipnótica que invita a abandonar el lugar -como las del flautista de Hamelín-, el Zócalo se va vaciando.
Los ríos de gente se encaminan hacia el Eje Central, Circunvalación, la plaza Tlaxcoaque y Pino Suárez, de donde parten los microbuses que los regresarán a las delegaciones en donde fueron movilizados en pleno domingo, muy temprano, para aclamar al presidente.
El pasillo de los privilegiados, en cambio, conduce hasta la puerta mariana de Palacio Nacional, que se abre sólo para los convidados a la comida que ofrecerá la Presidencia por el primer año de gobierno.
Delante de la puerta de madera, bajo el balcón presidencial, decenas de simpatizantes corean la consigna que durante más de 18 años los ha congregado en esta plaza: «es un honor estar con Obrador».
Otros, ilusionados con ver al presidente de cerca, gritan que salga; que salga para entregarle una petición, para tomarle una foto aunque sea de lejos, para tocarlo, estrechar su mano y, si hay suerte, recibir un abrazo o un beso en la mejilla.
La puerta no se abre, y sol cae a plomo sobre la Plaza de la Constitución, convertida en una plancha que chamusca a todos, menos a ellos, los miembros de la nueva élite gobernante.
Hasta el frente, caminan los hijos del líder: Andy, que ni siquiera voltea a ver al pueblo que se desgañita, y José Ramón, que levanta los brazos y responde a los aplausos como si fueran para él.
«Muchas gracias por acompañarnos», dice el hijo mayor y más simpático de López Obrador, enfundado en un traje, una camisa blanca impecable y una corbata de diseñador.
Detrás de él, marcha el gabinete.
Julio Scherer, empapado en sudor; Alfonso Durazo, con un sombrerito de palma y una sonrisa de candidato; Olga Sánchez Cordero, en medio de una veintena de militares, caminando a paso firme.
Entre los miembros del gabinete y el pueblo que echa porras y corea consignas existe una valla de metal que los separa, y que deja claro que hasta en la 4T hay clases sociales.
Ahí va el canciller Marcelo Ebrard, sonriente y orgulloso, inmutable ante un señor que le grita tres veces: «Marcelo, vas bien, pero no te la creas».
Unos pasos atrás, camina la secretaria de la Función Pública, Irma Eréndira Sandoval, altiva y vestida de negro. La «zarina anticorrupción» de la 4T está de plácemes, porque el presidente acaba de mencionar la Ley Federal de Austeridad Republicana como la principal de las reformas que están provocando un cambio de régimen.
Los privilegiados entre las decenas de miles de lopezobradoristas que colman el Zócalo no tuvieron que aguantar tres horas bajo el sol para escuchar un discurso de 90 minutos.
No escucharon cumbias de la Sonora Santanera, ni el ritmo caletano de Los Salmerón, y antes de abandonar el acto político, pudieron retratarse con el ex presidente de Uruguay, Pepe Mujica, el invitado especial del presidente, a quien todos ovacionaron, pero muy pocos pudieron ver.
Ataviado con guayabera blanca, sombrero Panamá y lentes oscuros, Mujica es mencionado en el minuto 79 del discurso de López Obrador, y provoca una de las ovaciones más sentidas de la tarde.
Es la ovación a un presidente que hizo de Uruguay el país más feliz del planeta sin entregarse a las grandes empresas, el homenaje mexicano a un ex guerrillero que, cuando salió de la cárcel en la que fue torturado por una dictadura militar, dijo que dios le puso al hombre los ojos en la cara para mirar hacia adelante y no al pasado.
Frente a Mujica -el presidente del Vochito dueño de Manuela, la perra de tres patas-, sucumbe el gabinete lopezobradorista, que se lanza sobre él en busca de una «selfie».
El uruguayo aplaude cuando Andrés Manuel explica por qué decidió darle asilo a Evo Morales. Sonríe satisfecho cuando el presidente mexicano denuncia el golpe de Estado contra el boliviano y pinta su raya frente al neoliberalismo y frente a Estados Unidos.
«Para que quede claro, desde México para el mundo: ¡Democracia sí, militarismo no!», exclama López Obrador, provocando una amplia sonrisa en Mujica, aplausos entre su equipo y una ovación en la plaza.
El discurso de López Obrador dura una hora y media, y describe un México que aún no existe, el México en el que ya no hay corrupción ni privilegios. El México por el que votaron 30 millones el 1 de julio de 2018 y que aún se ve lejano. Muy lejano.
López Obrador asegura que, de 100 compromisos asumidos hace un año en esta misma plaza, ha cumplido 89 y 11 están en vías de construcción.
Y delinea, uno a uno, los principales logros: el combate a la corrupción, el fin de los lujos y gastos suntuarios, la marcha atrás a la reforma educativa, la revocación de mandato, el combate al robo de combustible, la estabilidad económica, las obras de infraestructura que caminan pese a los caprichos y el «sabotaje legal» de los conservadores, los miles de millones invertidos -que no gastados- en becas y programas sociales, la cancelación del aeropuerto de Texcoco, la venta del avión presidencial, el incremento del presupuesto en Salud y, ante todo, las reformas legales aprobadas con la mayoría de Morena y sus aliados en el Congreso de la Unión.
El discurso de López Obrador resuena en enormes bocinas colocadas en el Zócalo, donde lo que predomina es la vendimia de garnachas, nieves y «souvenirs» de la 4T.
El nuevo libro de AMLO –Hacia una economía moral– se vende en 200 pesos; un peluche del presidente con su banda presidencial terciada al pecho, 300; una figurita de Lego con el presidente armable, en 50. Y, así, se multiplican los productos que, también, mantienen viva la esperanza: llaveros, calendarios, tazas, camisetas, gorras, cuadros, discos, DVDs y fotografías.
«El viejo ha perdido su magia», comenta un veterano de estos actos mientras observa a una plaza más atenta al reloj que a las palabras.
No es lo mismo 2018, que un año después.
Y, sin embargo, el presidente alarga su discurso, y se da el lujo de interrumpirse dos veces para preguntar si cala el sol y prometer que ya casi acaba.
En un costado de la plaza, el Sindicato de la Secretaría de Salud aporta su cuota de asistentes, mantas, gorras, camisetas y banderines. Al otro extremo, los del SNTE no se quedan atrás Aplauden cada frase, cada pausa y cada suspiro del líder, que se hincha de orgullo cuando decreta la muerte de la «mal-llamada-reforma-educativa».
En la plaza y las calles aledañas, la esperanza se expresa en mantas y cartulinas. Unos piden programas sociales, otros buscan a sus desaparecidos, algunos demandan tierras y unos más exigen medicinas y tratamientos médicos. Un despistado carga una cartulina en la que le pide al presidente que el Atlante, «el equipo del pueblo», vuelva a jugar en la Ciudad de México.
En una esquina, cuatro personas cargan gansos de cartón para llamar la atención de la prensa, indecisa entre el discurso oficial y el folclor popular.
Pasada la una de la tarde, el sol es insoportable. Acomodarse cerca de las vallas para ver de cerca a AMLO se convierte en una batalla de resistencia. Un acto de fe que será recompensado con un efímero acercamiento al primer mandatario.
El pueblo se ve cansado y aturdido. Entre muchas palabras, acaba de escuchar muchas promesas y propósitos, pero pocos logros concretos.
Con Mujica, el presidente más pobre de la historia, como testigo, López Obrador jura que nunca va a traicionarlos. Y pone a Benito Juárez como talismán cuando afirma: «con el pueblo todo, sin el pueblo nada».
Entonces entusiasma a los suyos. Cuando afirma que la transformación está en marcha, pero no se ha consolidado.
«Lo viejo no acaba de morir, y lo nuevo no acaba de nacer», dice, pidiendo paciencia.
«Dentro de un año nos vemos aquí», convoca.
Andrés Manuel promete que entonces, en diciembre de 2020, el cambio será irreversible, o casi irreversible.
Los que siguen atentos le aplauden. Los demás buscan una salida para abandonar esa plaza ardiente.
No, no es lo mismo el 2018, que un año después.
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Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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