Una reforma política en serio requiere que el presidente haga política en serio; algo que no ha hecho desde que comenzó su gobierno y que, ahora, parece indispensable
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Apenas una semana le duró al presidente Andrés Manuel López Orador el buen humor postelectoral.
Si el 7 de junio el presidente habló con mesura de los resultados electorales y mostró el rostro de un demócrata que celebra victorias y acepta derrotas, en la semana siguiente volvió a la carga en contra de opositores, intelectuales, autoridades electorales y, ahora también, contra los “aspiracionistas” de las clases medias.
Es muy contrastante el discurso del presidente en la semana posterior a los comicios, cuando estaba en México la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, con las palabras pronunciadas cuando la distinguida visitante ya no estaba en el país.
Quizás el mandatario mexicano no quiso mostrar, frente a las visitas, el rostro hostil de quien no tolera la crítica y de quien es incapaz de aceptar que sus errores pudieron ser la causa de las derrotas de Morena, pero lo cierto es que el López Obrador del 7 de junio es muy distinto al de ocho días después.
Un día, impreso todavía en su pulgar el sello de la tinta indeleble que le pusieron en la casilla, se mostró momentáneamente como un presidente que se coloca por encima de los actores políticos y de los avatares de la lucha electoral.
El 7 de junio dijo que el pueblo había votado en libertad, y aunque no reconoció el trabajo de las autoridades electorales ni de los más de un millón de ciudadanos que fungieron con funcionarios de casilla –eso probablemente nunca lo va a hacer–, evitó seguir fustigando a quienes considera sus adversarios, como lo hizo durante toda la campaña.
Pero una semana después volvió a la carga: insistió en que el INE es el órgano electoral más caro del mundo, arremetió contra consejeros, magistrados, periodistas, intelectuales… y propuso tres reformas de próxima ejecución: la eléctrica en 2021, la política en 2022 y la que militariza la Guardia Nacional en 2023.
En 2022, su cuarto año de gobierno –justo cuando se podría estar llevando a cabo la consulta de revocación de mandato–, el presidente quiere que se discuta una reforma electoral para hacer cambios en el INE, y una reforma política para desaparecer a los diputados y senadores de representación proporcional.
Llama la atención que el presidente haya dejado para la segunda mitad de su sexenio la reforma política, que probablemente era la más importante para un cambio de régimen como el que, según él, estamos viviendo.
Pero llama más la atención que reduzca el cambio de régimen político a dos ocurrencias: renovar el Consejo General del INE y eliminar a los pluris.
Hasta Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto fueron más ambiciosos en sus reformas políticas.
En el sexenio del panista, se creó un nuevo modelo de comunicación política con la reforma de 2007, y en 2012 se habilitó toda una agenda de democracia participativa: las candidaturas independientes, la iniciativa ciudadana, la consulta popular y la reelección consecutiva de diputados y alcaldes.
Con el priista, la reforma de 2013 convirtió al IFE en INE, se crearon los Organismos Públicos Locales Electorales y se fortaleció el sistema de fiscalización de los gastos de partidos y candidatos.
Como producto de esas reformas de fondo, que fueron negociadas con los partidos de oposición, se dio paso a una renovación total del Consejo General, del IFE en 2007 y del INE en 2014.
Primero se creó el modelo, y luego se buscó a quienes lo operarían.
En los anuncios mañaneros de López Obrador no se distingue mayor propósito ni ruta, más que abaratar el sistema electoral y las Cámaras del Congreso. Además de una buena dosis de ignorancia y de prejuicios.
¿Qué modelo de sistema electoral tiene en mente el presidente? No es posible saberlo, como tampoco es posible saber si él, o alguno de sus funcionarios, lo tienen claro.
¿Hacia qué tipo de representación política quiere que avance el país, o cuál es el modelo de Parlamento en el que se ha inspirado? Es otro enigma.
López Obrador, la 4T, la dirigencia de Morena, los coordinadores de sus grupos parlamentarios en el Senado y San Lázaro tienen seis meses para pensarlo, proyectarlo y proponerlo.
Harían bien en trascender las ocurrencias mañaneras, y construir iniciativas serias asesorados con auténticos expertos en la materia –algunos están en el propio gobierno, como José Agustín Ortiz Pinchetti o Jorge Alcocer V.
La clave sería conservar lo que sí funciona y hacer cambios en lo que es mejorable, con una factible simplificación de procesos y disminución de costos en el sistema electoral.
Los tiempos y procesos legislativos son claros: en septiembre se instalará la 65 Legislatura, con un primer periodo ordinario en el que deberá construirse el Presupuesto de Egresos del próximo año, y procesar la reforma energética que pretende el Ejecutivo.
En febrero de 2022, en el segundo periodo ordinario, podría plantearse la reforma político-electoral, lo que le da a la 4T siete meses para construir sus iniciativas.
Lo malo es que la discusión coincidiría con la campaña de revocación de mandato de López Obrador: en caso de que el presidente y los suyos se empeñen en promoverla, dicha consulta se llevaría a cabo en marzo de 2022.
Tocada por ese ejercicio, la reforma político electoral podría dar paso a una renovación del Consejo General del INE antes de los tiempos previstos: la ley actual prevé que en abril de 2023 se renueven la presidencia y tres asientos, pero esto podría adelantarse como fruto de un nuevo acuerdo político entre los partidos.
También son claros los números: en todas estas reformas, Morena ya no podrá mayoritear a las oposiciones.
Los 281 diputados que alcanzaría su coalición con el PT y el PVEM en San Lázaro no dan para una reforma constitucional, por lo que se hará necesaria la negociación con PRI, PAN, PRD y MC, fuerzas a las que el presidente ha ignorado –y despreciado– en los tres primeros años de su sexenio.
Una reforma política en serio requiere que el presidente haga política en serio; algo que no ha hecho desde que comenzó su gobierno y que, ahora, parece indispensable.
Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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