10 diciembre, 2021
El 28 de abril de 2021 el empresario Juan Ramón Guzmán voló a Estados Unidos a vacunarse contra la covid-19. Después de ese día, Cali, la principal ciudad al sur de Colombia, donde vive, no volvería a ser la misma
Texto: Nohora Celedón*
Ilustración: : Mario Trigo
BOGOTÁ, COLOMBIA.-Aquel miércoles arrancó el Paro Nacional de Colombia, una movilización convocada por sindicatos, estudiantes y organizaciones campesinas e indígenas, motivada por la reforma tributaria promovida por el Gobierno nacional en plena pandemia.
La reforma tenía entre sus propuestas ponerle impuesto a las ventas de productos de la canasta familiar, y poner a más personas a pagar impuesto de renta, aumentando con ello la tarifa a los que ya pagan. Iván Duque, el presidente colombiano que llegó al poder a lomos de la popularidad del exmandatario Álvaro Uribe Vélez, prometía que con esos nuevos impuestos se financiarían programas sociales y subsidios para las personas más pobres, afectadas por la pandemia.
La calle no le creyó.
La reforma sacó a la gente a las calles, pero muy temprano fue claro que esa no era la única razón por la que, en pleno pico de la pandemia, las personas decidieron salir a marchar.
En Cali, a las 7 de la mañana, un grupo de indígenas del pueblo misak derribó la estatua del conquistador español y fundador de la ciudad, Sebastián de Belalcázar. Al mediodía ya los manifestantes habían saqueado o vandalizado seis almacenes de cadena, 15 cajeros y sedes de bancos, símbolos del sector privado.
La concentración de la riqueza y del poder, más el hambre y la escasez que tocó fondo en la pandemia, despertaron la frustración y la rabia en las principales ciudades del país.
Colombia, después de Brasil, es el país con mayor desigualdad en América Latina y la brecha entre ricos y pobres se profundizó con la pandemia de covid-19. Más de 3 millones de hogares entraron a engrosar las cifras de pobreza. Es decir, dejaron de recibir los ingresos suficientes para cumplir con sus necesidades básicas, comer, pagar servicios, estudiar. Más de 10 millones de personas dejaron de comer tres veces al día por falta de dinero.
Y mientras esto pasaba, en 2020, el año de la peor recesión económica de la historia reciente de Colombia, 488 de las mil empresas más grandes del país aumentaron sus utilidades respecto a 2019.
Las movilizaciones fueron masivas y violentas en todas las principales ciudades del país. También ocurrieron en algunas zonas rurales. Cali estuvo bloqueada durante tres meses por manifestantes, en su mayoría jóvenes, concentrados en más de 20 puntos. La calle se convirtió en el escenario de confrontación entre la policía y quienes protestaban: 29 homicidios asociados a estos combates se registraron en Cali y sus alrededores.
Cali pasó de ser la “sucursal del cielo” a la “capital de la resistencia”.
Juan Ramón es uno de los empresarios más visibles de la ciudad. Su empresa tiene 25 años y fabrica algunas de las marcas de cosmética más reconocidas del país. Él se ha convertido en parte de la élite empresarial caleña, ha liderado la Unidad de Acción Vallecaucana, una corporación formada por empresarios para promover líderes políticos en la región. También le ha hablado al oído a los alcaldes de la ciudad, por lo menos durante la última década.
Pero el día que salió del país viajó pensando que sería una marcha como cualquier otra, una manifestación que empieza y acaba en un día. La magnitud del descontento social y la violencia que vio en las calles a través de videos que le llegaban por redes sociales lo tomó por sorpresa.
Su empresa, de cerca de mil empleados, tuvo que parar varias semanas porque los empleados no podían llegar a la fábrica. No entendía por qué si las personas estaban en las calles reclamando empleos y oportunidades, bloqueaban y atacaban a las empresas que, desde su visión, son las que podían generar esos empleos y oportunidades.
“La verdad es que a mí me dieron ganas de salir. Yo pensé que había que ir a entender lo que estaba pasando”, dijo.
No fue el único que pensó lo mismo. Al igual que él, varios empresarios del país decidieron ir a las primeras líneas, a los puntos de manifestación. Desde hace varios años, como comenta Juan Ramón, habían escuchado discursos políticos en contra de las grandes empresas, pero el paro les daba una oportunidad única de conocerlos de primera mano.
A mediados de mayo, cuando el empresario volvió al país, llamó a una amiga, la directora del Diario Occidente, Rosa María Agudelo, y le pidió que lo ayudara a conectarse con algunos de los líderes de la protesta.
Justo por esos días Agudelo estaba programando con dos investigadores de la Universidad del Valle ir a Siloé, un barrio fundado por campesinos desplazados por la violencia y uno de los puntos más violentos de la protesta. En una sola noche, el 4 de mayo, en Siloé hubo cuatro muertos y 19 heridos de bala en las manifestaciones.
Juan Ramón no conocía Siloé.
“Iba como con la adrenalina que uno siente cuando va a recoger a la novia en la primera cita. Más o menos así iba yo. Entonces le pedí el favor al conductor que me dejara como a cinco cuadras del barrio: “Usted quédese aquí tranquilo” y yo me subí. Tenía solo como 50 mil pesos (unos 13 dólares) en el bolsillo. Cuando llegué a la zona de Siloé eran como 5 cuadras caminando hacia arriba, porque esa parte es en subida. Allí Rosa me presentó a una de las líderes.”
El barrio estaba rodeado de barricadas, personas con tapabocas y pasamontañas, el uniforme no oficial de los miembros de la primera línea, que encabezaban siempre las marchas y manifestaciones y eran los primeros en enfrentarse con la policía.
Juan Ramón caminó por las calles sin pavimentar, rodeadas de casas con sus ladrillos expuestos hasta que llegó a una caseta de metal. Los profesores le presentaron a Maira, una de las líderes de la protesta que estaba allí con otros de sus compañeros.
“Yo les dije: “soy un empresario y vengo a ver en qué puedo colaborarles. Y escucharlos y ver si puedo ayudar en algo, para saber qué nuevas oportunidades pueden surgir. Yo no soy político ni nada, soy un empresario”. Se animaron muchos y empezamos a hablar.”
Hablaron de la pandemia, del hambre, del cierre del comedor escolar, de la falta de empleos, de la falta de futuro. De la rabia que da que unos tengan tanto y otros tan poco; De la violencia, de cómo uniformados de la policía los estaban tratando y de que no estaban dispuestos a seguir así.
Ruth Piedrahíta, una de las voceras de las resistencias de Cali (como se les llamó a los puntos de concentración de los protestantes en la ciudad) ubicada frente a la Universidad del Valle, cuenta que fue raro ver a los empresarios, en sus camionetas y con sus choferes llegar a los barrios. Ella recibió a varios de ellos:
“Dan mucha desconfianza, la verdad. Iban ellos o mandaban voceros y delegados, vimos el historial de ellos y pues uno no confía mucho, más en el contexto en el que estábamos. Es que muchos de estos empresarios se han portado mal con sus trabajadores, no les dan beneficios, seguridad social. ¿Por qué ahora sí quieren buscarnos, justo cuando les bloqueamos? Porque se están afectando, ahora sí vienen a buscarnos cuando desde antes podían ser mejores. Había incluso un acuerdo entre todas las resistencias de no aceptar las propuestas que ellos nos dieron”.
La propuesta era básicamente que los empresarios —a través de una organización que se llama Propacífico, dedicada a promover inversiones en la región— harían una bolsa de dinero para financiar iniciativas concretas que solucionaran los problemas más apremiantes, el hambre, el desempleo, la educación, la falta de oportunidades. Todo coordinado con las resistencias. A la iniciativa le llamaron Compromiso Valle (como Valle del Cauca, el departamento del que Cali es la capital) y en dos meses reunió 45 mil millones de pesos (12 millones de dólares) para invertir en varios programas sociales.
Está programado que dure año y medio.
Ahí, entre los que crearon Compromiso Valle estuvo Juan Ramón.
Al final las resistencias decidieron apoyar la iniciativa de los empresarios, pero aún con recelos. De hecho, generó división entre sus voceros.
“Unos decían que sí y otros que no, pero al final la mayoría aceptó. Y es que ese momento en el que fueron a la Unión de Resistencias fue un momento de quiebre. Todo estaba mal, muy mal. Las personas llevaban tiempo ya sin comer, o sin empleo y con muchas necesidades. Ya hay un poco más de confianza, porque se han cumplido los compromisos, en general, pero apenas el proyecto empieza, así que hay que esperar.”
El paro de 2021 acabó justamente porque no era sostenible mantener el aparato productivo bloqueado por más tiempo. Los mismos manifestantes se veían afectados por la falta de alimentos e insumos básicos.
Pero no acabó el problema de fondo y el empresariado tomó nota.
Iniciativas como Compromiso Valle se multiplicaron en todo el país: en Bogotá, la capital, Medellín y Barranquilla, empresarios asociados y por cuenta propia, armaron paquetes de programa que incluían puestos de trabajo, entrenamiento, financiación para comedores escolares.
Otros empresarios de manera individual crearon programas específicos para aumentar los puestos de trabajo para jóvenes e invertir en programas educativos, dos de los principales reclamos del paro.
Tal vez el gesto más inusual (que va en contra de todo lo que las agremiaciones empresariales han pedido durante años en Colombia) fue que le propusieron al gobierno nacional una reforma tributaria que les pusiera más impuestos a las empresas para financiar el hueco fiscal que dejó la atención de la pandemia.
La propuesta se orquestó desde la ANDI, el gremio de empresarios más grande y más influyente del país. Su presidente, Bruce Mac Master, cuenta que desde antes del paro pidió a sus agremiados permiso para pedirle al gobierno que les subieran los impuestos.
“Hicimos una llamada de conferencia grande y les dije: “vean, yo no veo otra solución. Yo siento que el país se va a incendiar, está pasando algo que nunca ha sucedido y es que por primera vez todo el mundo va a estar en contra del gobierno. Yo necesito tener el mandato de ustedes y saber que estoy representándolos para decirle al gobierno, señores, esta es la única solución y esto nos va a valer más plata, claro que sí, pero es que el país vale más”.”
Los empresarios le dieron el mandato, pero el Gobierno no les hizo caso al principio. Presentó su reforma tributaria y el resto es historia. Pero después del paro y con la caída del ministro de Hacienda, que renunció en medio de las movilizaciones, retomó la propuesta de los empresarios, que fue aprobada por el Congreso de la República. La ley terminó aumentando el impuesto sobre la renta del 31 al 35 por ciento para las empresas y al 38 por ciento, específicamente a los bancos y entidades financieras.
El compromiso del Gobierno, y así lo dejó escrito en la reforma tributaria, es que el próximo año deberá evaluar la conveniencia de esta alza de impuestos. La narrativa en torno a este punto ha sido que los grandes empresarios, que son determinantes en las decisiones de la ANDI y los gremios, se sacrificaron para salvar al país.
Las salidas a la calle y las propuestas del empresariado son algunas de las estrategias de los grandes empresarios para reaccionar a los problemas de fondo que la pandemia sacó a flote en Colombia. Pero también hace parte de una nueva batalla política, inédita en el país, por mantener su buena imagen.
Beatriz Rodríguez-Satizábal es economista y lleva más de 15 años investigando las élites empresariales en Colombia. Cuenta que, a partir de los años 90, con el proceso de apertura económica que facilitó la actividad importadora y exportadora, se puede ver con claridad un enaltecimiento de los grandes empresarios y grupos económicos en los reportes de prensa.
Ella misma fue periodista en un diario económico a principios de la década pasada y recuerda cómo en las páginas eran protagonistas los empresarios. Apellidos como Sarmiento, Ardila, Pacheco y Santodomingo se repetían con frecuencia.
Porque si hay algo que caracteriza a las grandes élites económicas colombianas es su concentración.
En su investigación de doctorado, Rodríguez-Satizábal muestra cómo los principales grupos económicos de Colombia, desde los años 30 hasta la fecha, están conformados por las mismas familias. Que buena parte de su riqueza proviene de la tenencia de tierras y de bienes raíces; que el acceso al capital les da un privilegio que muy pocos empresarios tienen en Colombia; y que durante buena parte del siglo pasado, su influencia en el Estado era tan grande que era difícil diferenciar el límite entre unos y otros.
Para bien y para mal, estas élites han sido actores claves en los grandes momentos de la historia del país. El siglo pasado eran los gremios económicos los que fijaban la tasa de cambio del país y, aún hoy, varias asociaciones empresariales como la de los ganaderos (FEDEGÁN), la de los avicultores y la de los cafeteros, administran impuestos que pagan sus empresarios al Estado.
En los noventa, sin el apoyo de los empresarios no se hubiera dado el proceso de apertura económica que impulsó en su momento el expresidente Gaviria, quien en un discurso pronunciado en 1993 (durante el Primer Congreso de Competitividad) dijo a los empresarios que eran ahora ellos quienes tenían que desarrollar la economía, ya que tenían más continuidad en el tiempo que los políticos.
En los 2000, en la era de la seguridad democrática del expresidente Uribe, el apoyo de los empresarios en pagar un impuesto a la guerra financió la política que debilitó a las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia); pero también produjo abusos sistemáticos de las Fuerzas Armadas contra la población civil y millones de víctimas inocentes.
Y en el 2016, el apoyo de los empresarios más poderosos del país al Proceso de Paz, ayudó a destrabar un momento crítico de la negociación. En el conflicto fueron víctimas, como dice el padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, pero también fueron victimarios y muchos de ellos fueron condenados por apoyar grupos paramilitares y beneficiarse económicamente de la guerra.
Pero, en medio de esa complejidad, la tendencia en Colombia es percibir al empresariado desde un lente de heroísmo.
“El hecho de que el empresariado no se hubiera ido y no se hubiera llevado sus negocios en uno de los momentos más críticos, durante la crisis de los años 80, 90 y de inicio de este siglo, permitió que se diera una condición necesaria, quizá no suficiente pero necesaria, para que el país no se derrumbara”, dice Mac Master.
Rodríguez-Satizábal también apunta que el empresariado colombiano, al tener un gran arraigo en las regiones a las que pertenece, tiende a promover el desarrollo y el crecimiento de las regiones donde se asienta. Esto explica su nivel de favorabilidad.
Los empresarios, en general, tienen una buena percepción ante la opinión pública colombiana. La encuesta de Invamer Gallup que mide esto mensualmente desde el año 2000 muestra que, en octubre de 2021, la imagen favorable de los empresarios era del 57 por ciento (superior a la de las fuerzas militares y la Iglesia católica) y 17 puntos por encima de la de los medios de comunicación.
En todo este siglo, desde que Gallup mide a los empresarios, la opinión favorable ha superado a la desfavorable. Hubo una excepción, en noviembre de 2019, cuando estallaron las movilizaciones en el país en contra del gobierno de Iván Duque.
Pero la percepción hacia las élites empresariales no es igual.
Dos encuestas dan cuenta de este cambio: una de Ipsos, publicada en julio de 2021, y otra de Latinobarómetro de octubre del mismo año. Muestran la inconformidad de los colombianos por el gran poder que concentran las élites empresariales. Lo ven como un problema para la democracia.
En Colombia, Ipsos dice que el 81 por ciento de los encuestados (en su mayoría de zonas urbanas) opina que a las élites políticas y económicas no les interesa el bienestar de las clases trabajadoras. En toda América Latina, Colombia es el país donde una mayor proporción de los consultados (84 por ciento) opina que el sistema está amañado para favorecer a los ricos y poderosos.
Según la encuesta de Latinobarómetro, el 38 por ciento de los colombianos opina que el mayor poder en el país lo tienen los grandes empresarios, y el 76 por ciento considera “que el país está gobernado por unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio”.
La profesora Rodríguez-Satizábal también observa el cambio de percepción. Cuenta que desde el paro de 2019 empezó a ver un cambio de actitud hacia lo que se considera élite empresarial. Lo veía en sus estudiantes y sus comentarios en clase, en foros académicos y en las calles. Ya no era solo una percepción de personas de izquierda, sino un fenómeno más generalizado:
“Yo decía: “es la primera vez en mis años de vida que noto un clima antiempresarial”. Si yo pienso en la Colombia de los 90, era un sí a la competencia, un sí a los productos importados, sí a que los empresarios aparezcan en los medios de comunicación, sí a que aprendamos sobre los empresarios. Ahora no.”
Una sensación de decepción e impotencia que tiene en su base las promesas incumplidas del capitalismo. Promesas que, particularmente en Colombia, fueron estandarte de los grandes empresarios en los noventa. Hoy demuestran ser insuficientes para cumplir con las necesidades básicas de los ciudadanos.
“Ignorar el peligro de que haya animadversión contra el sector privado es un error. En el peor de los casos puede venir una ola de populismo antiempresarial, como ha ocurrido en otras partes de la región. El de Venezuela y las nacionalizaciones promovidas por Hugo Chávez es un caso que merece ser estudiado”, escribió el analista y exdirector del diario económico Portafolio, Ricardo Ávila, en el diario El Tiempo en noviembre de 2019.
Porque esa animadversión es ahora una batalla política.
“Vamos a presentar una reforma tributaria al Congreso en la que los estratos altos, sobre todo los que deberían pagar impuestos y no están pagando, van a chillar.” La frase la pronunció en abril de 2012 el entonces presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, al anunciar una reforma fiscal, la primera de cuatro que pasó en sus ocho años de gobierno.
Santos arrancó su primer periodo presidencial proclamándose como el presidente de los pobres, pese a ser miembro de una de las familias más poderosas del país. Llegó a su segundo año proclamándose como el verdugo de los millonarios. Un traidor de su clase, como él mismo se describió meses después.
Detrás de las cámaras, mientras Santos prometía hacer chillar a los ricos, estaba Bruce Mac Master, hoy presidente de la asociación empresarial más grande del país, la ANDI, en ese entonces funcionario del gabinete presidencial.
Hoy, Mac Master recuerda ese episodio como un hito del populismo en Colombia. El momento en el que la división de clases entre ricos y pobres empezó a ser utilizada por políticos para ganar puntos con el electorado.
“Él (Santos) comienza con ese jueguito y el empresariado no se lo perdonó”, dice.
Hoy, en el debate político y electoral de Colombia, las élites empresariales y los ricos están en el centro del debate.
La lucha contra las élites y los ricos es una bandera que representa en su discurso el candidato presidencial Gustavo Petro, quien se ha convertido en el “coco” del empresariado colombiano. Con una campaña en la que ha prometido distribuir ciertas ganancias de las empresas entre sus trabajadores, hacer una reforma tributaria que grave más a las personas ricas y poner mayores impuestos a los tenedores de grandes extensiones de tierras, Petro hoy lidera en las encuestas de intención de voto.
No es el único ejemplo.
En 2019, en Medellín (la segunda ciudad más grande del país y epicentro del desarrollo industrial de Colombia desde el siglo pasado), ganó las elecciones Daniel Quintero, un candidato que se montó sobre un discurso en contra del Grupo Empresarial Antioqueño, una serie de compañías con inversiones en el sector financiero, cementero y energético, eje del poder privado de esa región. Quintero le ganó al candidato del partido del expresidente Álvaro Uribe Vélez, de origen antioqueño, con casi 70 mil votos de diferencia.
Para Mac Master es el populismo y el discurso de lucha de clases lo que fomenta ese ambiente:
“Es muy fácil, el ser humano reacciona ante la lucha de clases. Entonces hablar en contra de Sarmiento, Santo Domingo o Ardila (los apellidos de los hombres más ricos del país) es una cosa muy sencilla y no requiere casi que de pruebas y toca sentimientos muy rápidamente”.
Populismo de izquierda y de derecha que le está costando ya al empresariado ceder parte de su poder. Como ejemplo, el hecho de que hace un par de décadas era impensable aprobar una ley en el Congreso que fuera en contra de los grandes conglomerados empresariales.
Solo en los últimos tres años, el Congreso ha aprobado: sobretasas al impuesto de renta al sector financiero;, reducción de la jornada laboral de 48 a 40 horas a la semana;, la ley de etiquetado frontal que advierta sobre los altos contenidos de azúcar, grasas y sal en los alimentos ultraprocesados; la ley que obliga a las grandes empresas a pagar a sus proveedores en menos de de 60 días; así como una ley que evita que las empresas cerveceras descuenten de sus gastos parte del IVA.
Todas son leyes que afectan a sectores tradicionales de las élites empresariales colombianas: el financiero, alimentos, comercio y licores, que financian campañas electorales y tienen aliados en el legislativo.
En los 90, por ejemplo, Bavaria, la cervecera más grande del país (entonces en manos del magnate Julio Mario Santodomingo), era conocida en los pasillos del Congreso como el Senador 103, por su capacidad de pasar y frenar leyes en el Congreso y hasta de tumbar ministros con una llamada.
El costo de perder influencia en lo público es alto para los resultados empresariales. Desde la perspectiva de los empresarios, uno de los motores que alimenta ese populismo es su silencio, el mantener calladas sus posturas ante el debate político del país.
“Yo he visto a los empresarios diciendo: “Nos hemos dejado fregar por quedarnos callados”. Por eso queda en el aire la idea de que nosotros no estamos siendo, entre comillas, inconscientes de lo que sucede en Colombia. Que nosotros aquí somos un problema”, dice Mac Master.
Lo mismo piensa Juan Ramón, quien dice que los empresarios también deben participar abiertamente en los debates públicos.
“A mí también me molesta mucho que el Estado no cumpla, que los políticos no cumplan, yo pago impuestos y me frustra ver que esa plata no se ve. Pero creo que si nos unimos es mucho lo que podemos lograr.”
Es un cambio discursivo que estará presente en las elecciones presidenciales y de congreso en 2022. Pero no es claro cuánto durará, qué tan profundo es y si significará una transformación profunda en la sociedad colombiana.
*Periodista de La Silla Vacía (Colombia). Reportera desde hace doce años. Desde 2010 cubre temas económicos en Colombia, primero en Vanguardia Liberal y después en el diario Portafolio. Magister en Ciencia Política y en Estudios Internacionales de la Universidad de los Andes.
**Este texto es parte del proyecto Élites sin destino apoyado por el programa de medios y comunicación para América Latina y El Caribe de la Friedrich-Ebert-Stiftung (FES).
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