A falta de reelección, las elecciones intermedias en México han servido como instrumento para evaluar al presidente a la mitad de su mandato y, desde 1991, han sido el parteaguas que define el triste final de los sexenios.
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El presidente Andrés Manuel López Obrador está en campaña. Sabe que las elecciones del 6 de junio son determinantes, pues de ellas depende la continuidad o el descarrilamiento de su proyecto, al que ha denominado “cuarta transformación”.
López Obrador fue el primero en colocar en la agenda pública las elecciones de 2021. Lo hizo en Minatitlán, Veracruz, el 6 de junio de 2020, exactamente un año antes de la jornada electoral, cuando llamó a la población a definirse: estar con él o estar contra él.
“Nada de medias tintas; que cada quien se ubique en el lugar que corresponde, no es tiempo de simulaciones: o somos conservadores o somos liberales. No hay para dónde hacerse: o se está por la transformación, o se está en contra de la transformación del país”, dijo en aquella ocasión, en un acto de supervisión de instalaciones petroleras.
Bajo esa lógica, López Obrador ha hilado una narrativa polarizante, a la que le da cuerda todos los días de lunes a viernes, a las siete de la mañana, desde el Salón Tesorería de Palacio Nacional.
Esto ha provocado que, conforme se acerca la fecha clave (6 de junio de 2021), la brecha entre sus seguidores y sus detractores se haga cada vez más ancha, dejando muy escasos puentes de contacto entre ambas trincheras.
A López Obrador hoy se le reclama su activismo desde distintos frentes; pero no será el primer presidente en meterse de lleno en las elecciones federales intermedias: lo hizo Carlos Salinas, cuando en 1991 logró que el PRI se recuperara de su fatídico 1988 y ganara holgadamente la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados.
Lo hicieron los panistas Vicente Fox, en 2003, y Felipe Calderón en 2009; sólo que su capacidad de operación política era tan deficiente como su administración, y no pudieron evitar que el PAN perdiera un buen número de curules respecto a las ganadas en 2000 y 2006.
También se metió Enrique Peña Nieto en 2015, y consiguió que el PRI sólo perdiera 10 diputaciones respecto a las 213 que ganó en 2012.
Probablemente, el único presidente que no se metió en las elecciones de medio sexenio fue Ernesto Zedillo, que llegó a 1997 tras una reforma electoral que amplió las condiciones de competencia política. Y el PRI, partido del que Zedillo mantuvo siempre una “sana distancia”, cayó de 300 a 239 diputados, perdió la mayoría absoluta y, de paso, el gobierno de la Ciudad de México en la primera elección en la historia de la capital.
A falta de reelección presidencial, la elección intermedia en México ha servido como instrumento para evaluar al gobierno a la mitad del mandato y, desde 1991, ha sido el parteaguas que define el triste final de los sexenios.
Salinas vivió un último tramo de “gloria” después de su intermedia; firmó el TLC y recorrió todo el mundo para presumir la llegada de México a la modernidad; pero en 1994 todo le hizo crisis y tuvo que huir del país, convertido en el villano favorito.
Zedillo, a pesar de haber sacado al país de una crisis económica, tuvo que entregarle el poder al PAN y presenciar el principio del fin del partido hegemónico.
Fox fue incapaz de convencer a la gente de “quitarle el freno al cambio” y, en 2003, el PAN cayó de 206 a 152 curules. Aquella elección supuso el punto de quiebre para el desastroso final de la primera alternancia, con el presidente traicionando su mandato democrático y encabezando el “fraude” del 2006.
Calderón llegó a 2009 con el país ensangrentado y en plena crisis económica. El PAN cayó de 206 a 143 diputaciones; su líder nacional, Germán Martínez, hizo patente la crisis panista al renunciar azotando la puerta de Los Pinos y, a partir de entonces, todo fue derrota para el partido blanquiazul, que en 2012 se despidió de la Presidencia.
Peña logró mantener a flote al PRI en 2015, a pesar de los casos Ayotzinapa y la Casa Blanca, que le estallaron a finales de 2014; pero las muy diversas crisis internas y externas, hasta entonces contenidas, estallaron en los últimos tres años del sexenio y, en 2018, el tricolor se convirtió en una desdibujada tercera fuerza política nacional, con unos cuantos senadores, menos de 50 diputados y una docena de gobernadores más preocupados por no ir a la cárcel que por rescatar a su partido.
En 2021, López Obrador se juega el destino del movimiento al que convirtió en partido, y del partido al que no ha logrado convertir en fuerza gobernante.
Por eso hará lo que pueda para mantener la mayoría de la que hoy goza en San Lázaro; porque conoce a la perfección la historia de sus antecesores –él mismo fue el dolor de cabeza de los presidentes–, y sabe que los últimos tres años, junto con su legado, estarán en juego en estos comicios.
Para consolidar su proyecto, resulta vital volver a ganar los 218 distritos que su coalición obtuvo en 2018, y llegar al número mágico de 252 curules que hoy le dan mayoría absoluta a Morena en San Lázaro.
Nada tiene de malo que el presidente desee que su partido gane las elecciones. Cualquier jefe de Estado, en cualquier parte del mundo, aspira a gobernar en mayoría.
Es normal que la marca López Obrador se identifique con Morena, y que el partido oficial haga de los logros de gobierno su principal bandera de campaña. Al final de cuentas, eso es lo que evaluarán la mayor parte de los electores cuando se enfrenten a la boleta.
Incluso, nada tendría de malo que el presidente hiciera campaña abierta por su partido y los candidatos de su partido, si no fuera porque en México la ley prohíbe tal activismo.
En muchas democracias, principalmente las europeas, es natural que el jefe de gobierno sea al mismo tiempo el líder del partido y su principal vocero. A final de cuentas, ¿quién mejor que él para convencer –o disuadir– a la población de mantener el rumbo?
Pero en México la Constitución lo prohíbe.
Aun así, López Obrador se mantiene en campaña y, a menos de 70 días de los comicios, sus conferencias mañaneras siguen replicando, de alguna u otra manera, su discurso de Minatitlán del 6 de junio de 2020: “o se está por la transformación, o se está en contra de la transformación”.
Encaminado en esa ruta, el presidente ofrecerá este martes 30 de marzo el informe del primer trimestre de 2021, siguiendo la lógica que ha mantenido desde el arranque de su administración, de no dar uno, sino cuatro informes cada año.
Es previsible que, al exaltar los logros de su gobierno, el presidente termine por hacer una nueva defensa de su proyecto, de su movimiento e, indirectamente, de su partido y los candidatos de su partido.
Seguro dirá que, en su papel de “guardián de las elecciones”, impedirá que esta vez haya fraude en los comicios y que se desvíen recursos públicos a las campañas. Apelará al extraño “acuerdo nacional por la democracia” recientemente firmado por los 32 gobernadores y gobernadoras, y leerá la cartilla a los funcionarios de su administración para que no se metan en la elección.
Ojalá le hagan caso, pero al pronunciarse en esos términos, él mismo se estará colocando en una delgada línea entre la vigilancia y la intromisión, entre la neutralidad a la que está legalmente obligado, y la militancia a la que se siente permanentemente tentado.
Después vendrá el 4 de abril, el arranque de las campañas federales y locales ya en todo el país. A partir de ese día, su conferencia mañanera debería dejar de transmitirse íntegra; dejar de ser trinchera de la cuarta transformación y hoguera de los opositores a su régimen.
Con la elección intermedia a la vuelta de la esquina, López Obrador se colocará en una complicada encrucijada: ser jefe de Estado o seguir siendo el jefe de campaña.
Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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