El presidente López Obrador presume una drástica reducción en el robo de combustibles a Pemex. Pero el optimismo contrasta con la realidad: el huachicol, como otros delitos, creó economías criminales en cientos de comunidades. Una huella difícil de borrar en un sexenio
Texto: Alberto Nájar
Fotos: María Ruiz y Ximena Natera
El dato fue inesperado: durante 2019 bajó el número de tomas clandestinas de combustible en Hidalgo, pero al mismo tiempo aumentó la cantidad de secuestros, extorsiones o asaltos.
La información es particularmente sensible para Tlahuelilpan, donde hace un año la explosión en un ducto perforado causó la muerte a 137 personas.
En las comunidades vecinas hay un inusual registro de delitos comunes y algunos vinculados con crimen organizado. Lo mismo sucede en el resto de Hidalgo, donde se encuentra la comunidad.
Se trata de un patrón que se repite en otros lugares donde se ha combatido el huchicoleo, como se conoce al robo de combustible.
Por ejemplo en Guanajuato, que cerró 2019 con más de dos mil 800 homicidios violentos, la cifra más alta de su historia reciente. En 2017, por ejemplo, los asesinatos fueron menos de mil.
El gobierno estatal atribuye la violencia al robo de combustible, y de hecho es uno de los elementos centrales pero no el único.
En 2018 muchos de los homicidios se cometieron por la disputa para controlar las zonas de extracción de hidrocarburos. El siguiente año se aplicó la estrategia federal contra el huachicoleo, con cientos de soldados y marinos que vigilaron los ductos.
La cantidad de tomas clandestinas disminuyó pero no así la violencia. Los homicidios se concentraron en ciudades industriales, pero no todos los casos se vincularon con el huachicol.
Un ejemplo fue la masacre en un bar de Salamanca donde murieron 15 personas. La versión oficial es que fue una represalia al propietario por no pagar extorsiones.
En estos casos hay un elemento común, reconocen especialistas: combatir sólo un delito de alto impacto como el robo de combustible no basta para eliminar la violencia.
Y menos cuando las bandas han creado una red de soporte social que generalmente es la razón central por la que se mantienen virtualmente impunes durante varios años.
Se nota en las operaciones para combatirlos. No son pocas las ocasiones que militares y policías federales enfrentan la inconformidad de las comunidades, e incluso existen casos en que soldados son tomados como rehenes a cambio de liberar a los jefes de gavillas de huachicoleros.
No es un apoyo gratuito, dicen consultoras como Etellekt, que ha realizado varios estudios sobre el robo de combustible en México.
Para una familia en regiones pobres de Puebla, Veracruz o Guanajuato vender combustible representa el doble de ingreso que puede obtener de otra manera, como la agricultura o con empleos en maquiladoras.
Es una alianza complicada de romper sobre todo porque este negocio se convirtió en una jugosa fuente de ingreso para muchas personas.
En 2018 quienes extraían combustible de los ductos, lo almacenaban o lo vendían podían ganar salarios de hasta 14 mil pesos mensuales. El salario mínimo ese año era de dos mil 400 pesos.
Un fenómeno que ocurre desde hace varios años y que ha creado una especie de dependencia de la economía criminal. Por eso las imágenes de mujeres y niños que confrontan a militares ante una toma clandestina.
Una especie de escudo humano ante el cual las autoridades poco pueden hacer, dicen especialistas como Gustavo Mohar, exsecretario del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen).
“Las autoridades, en ese contexto, es imposible que reaccionen con fuerza”, explica.
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El apoyo social a los huachicoleros no es un proceso nuevo. De hecho en México se trata de un modelo con décadas de aplicación.
En lugares como Sinaloa, Durango o Tamaulipas algunos narcotraficantes suplieron el abandono histórico de las autoridades, y construyeron caminos, remodelaron escuelas o pagaron el servicio médico de quien lo necesitaba.
Por ejemplo Osiel Cárdenas Guillén, El Costroso o El Mata Amigos, exlíder del Cartel del Golfo, organizaba cada 30 de abril un enorme festejo en estadios locales donde regalaba miles de juguetes a los niños.
A principios de los años 2000 el desbordamiento de un río devastó parte de Piedras Negras, Coahuila. La reconstrucción estuvo a cargo de ingenieros contratados por el capo.
Más conocido es el caso de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, quien rentaba avionetas para trasladar a personas enfermas desde las montañas donde se escondía hacia hospitales en Culiacán, Mazatlán o la capital de Durango.
El tejido social ha sido un aliado efectivo de las organizaciones de delincuencia organizada, y lo mismo sucede con los huachicoleros explican especialistas.
Pero no es la única consecuencia. El robo de combustible a gran escala es un negocio que en 2010 iniciaron carteles de narcotráfico como Los Zetas, que encontraron en esta actividad una alternativa a la pérdida de recursos por la ruptura con su antiguo aliado, el Cartel del Golfo.
El grupo virtualmente fue extinguido por las operaciones militares de México y Estados Unidos. Su lugar fue ocupado por el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) que aprovechó la lección de Los Zetas:
Con los aliados adecuados –como empleados y funcionarios de Petróleos Mexicanos, además de políticos y empresarios- robar hidrocarburos es un negocio tan rentable como el tráfico de drogas.
Es otra de las huellas indelebles del huachicol. En comunidades de Puebla, Veracruz o Guanajuato, por ejemplo, surgieron gavillas locales que disputaron el negocio a las grandes organizaciones.
El ejemplo más reciente es el llamado Cartel de Santa Rosa de Lima, que mantiene una fuerte guerra con el CJNG para conservar el negocio.
La batalla por los ductos explica en parte el incremento de la violencia en esas regiones, pero también es un elemento central de corrupción política y empresarial.
En ciudades de Tamaulipas como Reynosa o Matamoros, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador detectó gasolineras que no compraban combustible a Pemex desde hace cinco o seis años. Pero nunca cerraron sus puertas.
Hay, además, compañías de transporte de pasajeros, de mensajería o distribución de comida que mueven sus flotillas con diésel y gasolina robados.
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Como en cualquier empresa, las organizaciones de delincuencia organizada tienen claro que cuando un negocio empieza a tener problemas o de plano es incosteable, es momento de buscar nuevos horizontes.
Es el caso de grupos como CJNG, el Cartel de Sinaloa o Los Zetas en su momento que modificaron su producción criminal para seguir con vida.
Ahora con la estrategia militar de López Obrador contra el huachicoleo parece repetirse el momento. Las bandas crearon una maquinaria criminal que necesita aceitarse.
La lealtad cuesta, y mucho entre grupos armados con entrenamiento que eventualmente pueden volverse contra los jefes. Sucedió en los carteles del Golfo, Sinaloa o Tijuana.
Por eso la modificación de actividades como lo demuestra la historia: la cocaína dejó de ser droga cotizada en Estados Unidos y el Cartel de Sinaloa aumentó sus envíos de heroína.
Cuando pasó de moda, cambió el giro a las anfetaminas, y recientemente incursionó con relativo éxito al tráfico de fentanilo. La DEA le ubica en su lista de los mayores proveedores del opioide a las ciudades estadounidenses.
Lo mismo ocurre con las gavillas de huachicoleo. Con tantos marinos y soldados que vigilan los ductos, además del estricto control fiscal de la Unidad de Inteligencia Financiera, cada vez resulta menos costeable seguir en el negocio.
Es una de las razones para cambiar de actividad criminal. Un círculo vicioso que, en estos casos, es complicado de borrar.
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Productor para México y Centroamérica de la cadena británica BBC World Service.
Periodista especializado en cobertura de temas sociales como narcotráfico, migración y trata de personas. Editor de En el Camino y presidente de la Red de Periodistas de a Pie.
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