Sandra huyó con sus cuatro hijos de El Salvador para salvar su vida. Desde hace un año, espera en un campamento de Tamaulipas la resolución de asilo de una corte en Estados Unidos. Pero el «refugio» que les dio México es como una cárcel, en la que viven historias de terror. Su testimonio desmiente la versión del trato digno a migrantes acogidos al MPP
Texto: Rodrigo Soberanes
Fotos y video: Duilio Rodríguez
MATAMOROS, TAMAULIPAS.- En una colonia popular de El Salvador las familias comenzaron a desaparecer por las noches. Terminaban sus actividades del día, entraban a sus casas, apagaban las luces, se desvanecía el barullo y se hacía el silencio. Amanecía y ya no estaban.
Sandra, habitante de esa colonia, comenzó a notar la desaparición colectiva. “La mayoría de las personas anochece, pero ya no amanece”, pensaba ella.
Por las noches escuchaba con frecuencia el ladrido de los perros, una señal funesta que anunciaba la entrada al barrio de jovencitos pandilleros dispuestos a cumplir alguna amenaza.
“Lo duro era cuando anochecía y ladraban los perros. La mayoría de la comunidad de nosotros estaba amenazada”, dijo Sandra, desde Matamoros, en un campamento que parece un campo de concentración, producto de la puesta en marcha del Migration Protection Protocols (MPP), conocido como Remain in México, o Quédate en México.
Sandra, originaria de El Salvador, es una mujer de pensamiento ágil, siempre atenta a las cosas que suceden a su alrededor, hábil para tomar decisiones y resolver problemas.
¿Cómo llegó a vivir con sus dos hijas a una carpa a menos de cien pasos del Río Bravo? Para ella es una situación cruel y absurda que la saca de sus casillas y por momentos la hace perder la noción del tiempo.
Está en espera de su audiencia ante un juez para convencerlo de que le conceda el refugio. Le contará su historia a detalle.
Una madrugada, antes del amanecer, escuchó ruidos en una casa cercana, se asomó y comenzó a saber por qué su barrio se había ido quedando en silencio:
“Una vez me tocó ver a una señora cerca de mi casa a las dos de la mañana que cargó su vehículo con sus cosas para poder irse. Cargaba dos niños varones”.
Para Sandra fue fácil atar cabos: “Algunas personas seguramente fueron asesinadas, algunas huían”.
Se iban de noche para no ser descubiertas, por eso la colonia iba quedando en silencio. Pero los perros no dejaban de ladrar y a ella y su familia ya le habían dado muchos avisos.
Sandra es comerciante informal. Tenía dos puestos de comida. También fabricaba trapeadores haciendo tiras de ropa americana talla XL que llegaba en pacas desde Estados Unidos. A todos los emprendimientos les llegó el cobro de la “renta”, es decir, la extorsión.
Prefirió mudarse de región con sus pequeños negocios en lugar de pagar. Pero cayó en la misma trampa sucesivamente.
“Nosotras ya habíamos andado en varios departamentos mudándonos de un lugar a otro porque nos pusieron renta en los dos negocitos que teníamos. A todos los comerciantes les ponían renta, hasta a los que venden pan dulce en la bicicleta que ganan dos dólares al día. Al no pagarla, ellos cobraban con la vida de uno. Siempre fue así”.
La persecución también la vivieron sus hijos en las escuelas que cumplían la función de centros educativos…y de reclutamiento de pandillas. Sandra, cansada de ir de escuela en escuela con sus criaturas, fue a unas oficinas del Ministerio de Educación a poner su queja.
Lo que encontró es esa oficina, según el relato del funcionario que la atendió, fue un archivo con quejas iguales a la suya que casi llegaba hasta el techo.
Miles de quejas de gravedad convertidas en letra muerta.
La última parada dentro de su país fue la ciudad de Cuscatlán porque ahí vivía su hermana y pensaba que podía estar arropada por ella. Pero al no calcular la geografía de los territorios de las pandillas y sus fronteras invisibles, se instaló en una colonia bajo el control de una banda y su hermana estaba en territorio “enemigo”.
“Un día fue a visitarme y nos rodearon diciendo que mi hermana no tenía nada que hacer ahí porque ella pertenecía a otro lugar”.
Acabó dándole vuelta a la ciudad para ver a escondidas a su hermana que vivía a unas cuadras, mientras que ella le pagaba las visitas encontrándose a escondidas en su puesto de un mercado instalado a espaldas de un hospital.
Era una boucle de esfuerzo máximo para ganarse la vida como mamá soltera y pagos de “renta”. Esfuerzo, extorsiones, huidas, esfuerzo, extorsiones, huidas.
Por eso en los días en que notó cómo su colonia se vaciaba, Sandra ya no estaba para seguir buscándose rincones seguros en El Salvador. Aceptó que su país no le sirve para vivir.
El Salvador registró una tasa de 36 homicidios por cada 1000 mil habitantes en 2019 (2 mil 390 confirmados), según datos de la Policía Nacional Civil. Esto supone que ese país se bajó del pedestal de los países más mortíferos del mundo, pero al mismo tiempo registró un alza del 17.2 por ciento en las extorsiones según el Ministerio Público.
Es una cifra que reúne las denuncias presentadas, no los casos como los de Sandra que en lugar de ir ante las autoridades, decidió desaparecer con su prole y tomar rumbo al norte.
Mandó por delante a sus dos hijos a principios de octubre y lograron entrar a Estados Unidos. Ella y sus dos hijas se fueron el 10 de agosto de 2019.
Su casa quedó como la de su vecina. Como la mayoría de las casas de su colonia, en silencio.
“Cuando yo salí quedaban pocas viviendas en esa parte. No fue fácil tomar la decisión porque sabes que el riesgo que corres fuera es grande también. Pero tú dices, si yo muero en el intento, vale la pena”.
Quince meses después de su partida sigue pensando que las razones para huir son tan fuertes que bien ha valido la pena acabar en la dura e inimaginable situación en la que viven ella y sus dos hijas: Están en un campamento en la frontera norte de México, en condiciones terribles, pero prefieren quedarse ahí antes que volver.
Sandra y sus hijas arribaron a la frontera norte de México en el estado de Tamaulipas, cuna de Los Zetas y del Cártel del Golfo. Un lugar donde operan otros grupos delictivos como el emergente Cartel del Noreste. Es también el estado donde se encuentra el municipio de San Fernando, donde fue perpetrada la masacre de 72 migrantes que querían llegar a Estados Unidos en abril de 2011.
Cruzaron la frontera a inicios de octubre por Reynosa y se entregaron a las autoridades norteamericanas en McAllen. Tras ocho días de detención fueron ingresadas al protocolo MPP.
“Les dije que no me mandaran a El Salvador, que me daba pánico. Se burló de mí el oficial y me dijo: te felicito, vas para México”, contó Sandra.
Fueron llevadas a Brownsville y entregadas al Instituto Nacional de Migración en Matamoros, donde tuvieron que conseguir una carpa para instalarse a unos pasos del Río Bravo junto a un grupo de migrantes que fue creciendo hasta llegar a unos 3 mil, según cálculos de organizaciones que dan ayuda humanitaria en el lugar.
El MPP es un polémico programa creado por la administración del presidente Donald Trump y respaldado por su homólogo mexicano, Andrés Manuel López Obrador que obliga a migrantes peticionarios de refugio a esperar sus audiencias en México.
Según The Transactional Records Access Clearinghouse (TRAC), una organización de la Universidad de Syracusa que publica información sobre justicia federal en Estados Unidos, más de 68 mil personas han quedado atrapadas en diferentes puntos de la frontera norte esperando las fechas de sus audiencias, donde enfrentarán dos posibles escenarios: permiso para entrar a Estados Unidos o deportación.
Sandra lleva más de un año viviendo con sus dos hijas en una carpa junto a miles de personas migrantes que sufren su misma suerte.
Algunas, las menos, han logrado el permiso de un juez, pero la mayoría se ha cansado de vivir en un parque en medio de los peligros latentes que hay en ese punto de la frontera norte ubicado en Tamaulipas, uno de los estados más violentos de México, uno de los países más violentos del mundo.
“Hay muchísima gente que se devolvió y otras han preferido quedarse acá en México. Cada historia es diferente. Alcanzaría para un libro. No creo que nadie quiera vivir así si pudiera estar mejor en su casa”, dijo Mayra, una doctora cubana que trabaja para la organización Global Response Managment (GRM) dentro del campamento.
Mayra también es solicitante de refugio. Salió de su país por persecución política. Está esperando su próxima cita en la Corte y mientras tanto consiguió trabajo en el departamento de salchichonería en un supermercado de Matamoros y ahora trabaja en GRM.
El campamento inició a principios de 2019 con 11 carpas de familias que se instalaron al pie del Puente Internacional Matamoros y fue creciendo hasta que en enero de 2020 el Instituto Nacional de Migración confinó a la multitud solicitante de asilo en una explanada de pasto y tierra aledaña y pegada al Río Bravo.
Con la llegada de covid-19, quedó delimitado por una malla metálica con un espiral de alambre de púas en la parte superior. Ahí llegaron a estar confinadas alrededor de 2 mil personas y ahora hay unas 700 ciudadanas y ciudadanos de distintas nacionalidades solicitantes de refugio en Estados Unidos, según cálculos de Médicos sin Fronteras, organización que tiene una clínica instalada dentro.
“Es triste para los niños y las embarazadas. Hay personas con enfermedades crónicas, adultos mayores que no pueden comprar los medicamentos. No hay otra opción. Es eso o devolverte a donde saliste porque corrías peligro. El que ya está viviendo aquí en esas condiciones es porque no puede volver”, dijo Mayra, quien conoce bien el día a día del campamento.
Sandra tardó en salir de su carpa para la cita de la entrevista. Se sentía un poco mal y se estaba arreglando. Durante la espera, las personas asignadas a vigilar la entrada del campamento dejaron pasar varias personas representantes de organizaciones de Estados Unidos que cargaban ayuda humanitaria.
Alimento, agua, ropa, cobijas. Líderes religiosos que organizan rezos colectivos. Juguetes para las decenas de niños que se apretujaban contra la cerca de alambre para recibirlos.
Sandra salió de su carpa y recorrió unos cien metros para salir del campamento y contar cómo llegó ahí y por qué lleva más de un año resistiendo en un lugar con tales características.
En su carpa maneja una “tienda de ayudas” con productos básicos donados por organizaciones y universidades de Estados Unidos y también se ha convertido en consejera, pues otras migrantes la buscan con frecuencia para desahogarse con ella.
La llaman por la ventana cuando está descansando y sale a escuchar historias como la suya. Y ella -que ha llegado a tener más personas en su carpa que los psicólogos de las organizaciones- intenta escuchar y escuchar. Aguanta sus cargas y las ajenas.
“Todos pasamos una situación bien difícil acá por la forma en que llegamos, por cómo fuimos tratados, dejados en la calle sin un cinco. En la calle, ¡en la acera dormíamos!”.
Sus creencias religiosas ayudan a reforzar su optimismo y el de las demás, pero sabe que no es suficiente. “Me han contado sus historias y su dolor. Cosas bastante fuertes. No siempre puedo ayudar. A veces me quedo helada. ¿Y yo qué puedo hacer?”
Se queda “helada” a la una de la tarde, a las ocho de la noche o en la madrugada. A todas horas acuden a su ventana. Y suele darles este consejo: “el que pueda páguese un buen psicólogo porque algunos no vamos a salir bien de la cabeza. A veces te levantas y no puedes creer que estás en un lugar así”.
Sabe resolver los principales problemas que enfrenta para sobrevivir en su duro día a día. Alimento, ropa, asegurarse tener un entorno seguro, no exponerse a peligros que tiene identificados. Puede hablar de ello con naturalidad.
Sandra ha visto durante más de un año cómo dentro del campamento se han unido miles de personas de innumerables regiones y muchos países para ayudarse entre ellas, para conseguir medicinas, para cantar y orar juntas. Para regalarse cobijas, ropa, comida, para darse algún dato importante sobre la ciudad. Para orar por los muertos, orar por el buen resultado de las audiencias ante los jueces, ayudar a las embarazadas, para cuidarse de agresores sexuales, de intentos de secuestros.
El 19 de agosto un joven guatemalteco llamado Rodrigo Castro de la Parra apareció ahogado en el río. Lo sacaron a 100 metros del campamento, donde ahora hay una corona de flores. En las imágenes del hallazgo difundidas en Internet resalta una jovencita muy afectada, desencajada. Es la hermana del difunto, quien de pronto entró al campamento con un bebé recién nacido en brazos.
En el campamento hay historias de terror boyando en torno a cosas que pasan en las noches. Se dicen sucesos tristes sobre cómo se dan los embarazos. La versión del ahogamiento por accidente del muchacho no se la cree nadie, y nadie va a indagar.
“Cuando salgamos de aquí van a destaparse muchas cosas. Se han cometido errores en el MPP y este campamento ha sido uno de los peores. Se han violentado los derechos humanos y civiles en todos los sentidos. No nos ha faltado comida, agua y leña pero hay una cosa que todos conocen: estamos en el ojo del huracán acá, tenemos que convivir con personas que no pertenecen al campamento, tenemos que convivir con tantas cosas. Lo que pasa dentro del campamento no se sabe”.
Durante 2020, Médicos Sin Fronteras identificó 26 casos obstétricos entre población solicitante de asilo que espera sus audiencias en el campamento de Matamoros.
Sandra sabe sortear esas barreras que doblegaron a miles de personas que se resignaron a volver a sus casas. Lo que más le cuesta trabajo es entender “por qué”. ¿Por qué llegaron a un campo de concentración si no hay guerra?
“Aprendimos a ayudarnos, a aceptarnos sin importar religión, nacionalidad, nada de eso. Siento que lo que pasó (lo que “pasó” es la violencia que empujó a todas y todos a escaparse de sus casas) nos va a enseñar a ser mejores personas”.
“Tenemos la capacidad de respetarnos y no lo hacemos en nuestros países, siempre nos estamos agrediendo unos a otros, entonces yo aprendí a amar a mi gente, con nacionalidad, religión, color de piel. No importa eso, yo a todos les tengo un gran cariño. Esto que nos pasó fue bien duro”.
Mientras conversamos, pasó un joven hablando por teléfono. Con él iban un niño que cargaba un chaleco salvavidas verde militar y una niña. Caminaron frente a la entrada del campamento hacia el río, sin correr pero andando lo más rápido que podían, sin voltear a ver a nadie.
El chico del teléfono y los menores desaparecieron detrás del campamento, entre la maleza que bordea el Río Bravo. Nadie puede meterse a esas aguas color jade que corren tranquilas hacia el mar del Golfo de México. No sin arriesgarse a recibir un castigo espeluznante de parte de personas como esa que hablaba por celular y que se esfumó en la penumbra con dos menores migrantes.
El niño y la joven eran “vecinos” del campamento.
Una vez más el espectáculo de la supervivencia pasando frente a los ojos de Sandra.
“Pronto esta pesadilla va a acabar. Espero que lo que pasó aquí no se vuelva a repetir”, reflexiona.
Editor y fotógrafo documental, retrato, multimedia y vídeo. Dos veces ganador del Premio Nacional de Fotografía Rostros de la Discriminación.
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