Desde las expresiones folclóricas hasta la academia, el textil como lenguaje de la tradición indígena ha sido ampliamente estudiado. La idea predominante es que el bordado es un canal de comunicación con las deidades. Pero la respuesta de las bordadoras entrevistadas habla de cosas distintas; entre ellas, el oficio y el comer.
Texto: Katia Rejón
Fotos: Lilia Balam
Tateikie o San Andrés Cohamiata, mpo. Mezquitic, Jalisco.- Tateikie significa “casa de la madre tierra” y es un pueblo de casi mil 500 habitantes [INEGI 2010]. Todos son artesanos. La cultura wixárika es conocida en el mundo como “huichola”, aunque ellos no se identifican con este término.
Son los últimos días de enero de 2020, y dentro de una semana se presentará la primera colección con bordados de mujeres wixaritari en el Fashion Week de Nueva York. La nayarita Patricia Govea es la única mexicana en este importante evento, y una de los tantos creadores que encargan bordados a mujeres indígenas para confeccionar prendas de alta costura.
Además, el Senado de la República Mexicana aprobó en diciembre la Ley General de Salvaguardia de los Elementos de la Cultura e Identidad de los Pueblos y Comunidades Indígenas, Afromexicanas y Equiparable para proteger a los pueblos indígenas de apropiación cultural y plagio, misma que será discutida próximamente por la Cámara de Diputados.
Estamos aquí, entonces, para preguntar a las mujeres bordadoras wixaritari qué piensan sobre el trabajo artesanal y la comercialización de la cultura.
Es miércoles y el aire de las montañas augura un día helado. Un pequeño como de cinco años camina a la escuela con su papá. Tiene la cara cubierta con un gorro y una bufanda, y con su guante tejido nos dice adiós. Apenas se le ven los ojitos pero se diría que va sonriendo.
Mientras en Nueva york las modelos se prueban vestidos de mil 480 dólares (más de 35 mil pesos) tejidas por wixaritari, la tienda de Micaela de la Cruz, en San Andrés Cohamiata, está vacía. Las prendas que confecciona y vende no están hechas de hilos franceses y crepés de Italia, sino de manta y estambre que consiguió en Huajuquilla, Nayarit.
Es la primera bordadora que visitamos y la madre de Brisa, traductora y guía en este viaje. Su tienda de artesanía Tuutu Xuiyari, custodiada por un burrito, ofrece variedad de trajes bordados personalizados, sombreros, gorras, huaraches, pulseras y otros productos. Micaela montó su negocio gracias a un recurso del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI) en el 2014 para confeccionar sus propios diseños.
Desde las expresiones folclóricas hasta la academia, el textil como lenguaje de la tradición indígena ha sido ampliamente estudiado. La idea predominante es que el bordado es un canal de comunicación con las deidades. Hay quienes dicen que los wixaritari bordan después de tomar peyote y así diseñan las imágenes oníricas. Pero la respuesta de las bordadoras entrevistadas siempre será la misma: No tiene nada que ver la espiritualidad.
Las mujeres aprenden a bordar desde los primeros años de vida como aprenden a caminar o hablar. En cada casa visitada hay una artesanía de chaquira en proceso y en la misma tienda en la que puedes conectarte a internet, venden maderas para hacer nierikas, Cuadros de bordado tejidos con estambre o chaquira, considerados obras de arte porque no tienen el valor utilitario de las artesanías. El bordado es parte de su cotidianidad y un reflejo de su cultura, pero en la mayoría de las ocasiones los patrones son copiados de revistas o heredados de sus madres.
Una de las entrevistadas lo dirá con más claridad:
–Cuando el cliente te pregunta ¿qué significa? ahí le tienes que decir “pues esto y esto”. Y así, sí te lo compra.
No es mentira que el águila bicéfala, el peyote y el venado sean una parte fundamental de la cosmovisión wixárika, pero ésta es igual de terrenal que la cultura de otros lugares. Hacerla pasar como algo “místico” responde más a la idealización que se tiene de los pueblos indígenas desde la mirada occidental.
De hecho, los elementos tradicionales conviven con otros más modernos: en la tienda hay una gorra con el escudo de las Chivas, una pulsera de la Virgen de Guadalupe, o unos aretes de calaverita. El bordado es, además, una forma de supervivencia.
Un niño como de 10 años está jugando pelota con sus amigos, pero también viene a vender, y pasa una bolsa llena de aretes, collares y pulseras de chaquira por la reja del hotel. A Tateikie llegan personas de todo el mundo, quizá una o dos veces por semana, extranjeros o estudiantes de Guadalajara. Ellos son los clientes.
–¿De dónde vienen?–, pregunta.
–De Yucatán, ¿sabes dónde queda?
–Sí, por el Golfo de México, ¿no?
La artesanía de chaquira es tan conocida que podría encontrar estos mismos accesorios en las tiendas de Mérida. La diferencia es, quizá, que éstos sí los hizo una persona wixárika.
Para conocer a Clara Mijares, una de las últimas mujeres que tejen lana de borrego, hay que caminar dos horas montaña abajo, entre barrancos, tropezones y excremento de borregos. Hay dos brechas posibles para el recorrido: el empinado y estrecho donde pasan las personas, y uno más o menos ancho por el que caminan los burros. Tomamos el de los burros.
Topolohuampo es un rancho con casas de madera, donde viven Clara, de 70 años, su hermana Teresa y la madre de ambas.
–Si estás vivo, hay que trabajar, dice Clara.
Sentada en una piedra, Clara da puntadas en el aire como hacen las arpistas. Junto con Teresa y Brisa, bromea en ese sonido ferroso que tiene la lengua wixárika, mientras el grabador resulta inútil para atrapar cosas que no se pueden transcribir: la respiración del viento y sus voces (una sobre otra).
Teresa nos devuelve al español solo datos concretos, palabras sin ambigüedades ni humor:
–Antes, cuando no había telas, siempre se usaba camisa de lana. Cuando la vi trabajando a mi mamá, aprendí. No me enseñó.
Un morral de estambre en San Andrés se vende entre 400 y 600 pesos. Hacerlo tarda seis meses a paso lento, y el material implica una inversión de 300 pesos. Es decir: la ganancia por un trabajo de medio año es de entre 100 y 300 pesos. Un morral de lana de borrego, por otra parte, puede llegar a costar mil 500 pesos dependiendo del diseño, pero ya casi nadie sabe tejer con lana y de todas formas, ya casi no hay borregos.
Quizá, en un panorama de igualdad de condiciones, las mujeres que bordan casi desde el nacimiento estarían destinadas a una participación más activa en una de las industrias más importantes del mundo como es la textil. Y las técnicas que son valiosas tanto para el mercado internacional como para las comunidades indígenas, no se perderían tan fácilmente.
Clara teje por costumbre, dice que no necesita trabajar porque le llega el apoyo de “70 y más” que el gobierno federal da a los adultos mayores. No tiene hijos pero opina que las nuevas generaciones no tejen por la escuela que es de tiempo completo.
Tejer con lana de borrego es muy trabajoso porque la tela es gruesa y tiene un proceso de varias horas: esquilar la oveja, lavar la lana con flores que pigmenten, hilarla y luego al telar. El arte del telar es otro tema: tensar, manipular distintas capas del bordado, hacer trenzas, mover palillos mientras cuentas. Tanto trabajo para que pocas personas paguen el precio justo pues la mayoría opta por morrales de estambre que se venden más barato.
La última pregunta que trasladamos de un idioma al otro es si está de acuerdo con que los mestizos aprendan las técnicas tradicionales de bordado del pueblo indígena. Un día antes la gobernadora de San Andrés fue rotunda en su negativa de enseñar a mestizos o extranjeros: “No lo van a entender”.
Teresa, sonriente, traduce las palabras de Clara al español con una broma que sabe entenderemos todas:
–Dice que sí. Que cuando quieras vuelves, y te enseña.
Cada tanto, la cultura wixárika es noticia nacional. Habría que recordar que en el 2010, el pueblo indígena se hizo famoso porque ocho artistas decoraron un vocho con más de 2 millones de chaquiras. El Volchol se estacionó en varios continentes con sus 90 kilos de cuentas de colores. Así, en septiembre del 2019, varios periódicos del país dieron a conocer que el Manneken Pis, la escultura del niño que orina, en Bélgica, tendría entre su colección de 650 trajes un ajuar de gala wixárika.
Aquella escultura es histórica en Bruselas y vestirlo es todo un acontecimiento cultural. El encargo fue de la Secretaría de Cultura de Jalisco; toda la ropa fue hecha a la medida con un ritual muy riguroso de confección por artesanas de San Andrés Cohamiata.
Lo más difícil, dice Nicolasa Carrillo riendo, fue encontrar sombrero y huaraches que le quedaran a la figura de medio metro. Como en la mayoría de las ocasiones, las bordadoras sólo pusieron su mano de obra y no el diseño.
“Diseñen, no copien” fue una de las frases que utilizó la senadora oaxaqueña, Susana Harp, en junio de 2019 al acusar a la marca Carolina Herrera de plagio y apropiación cultural por su colección Resort 2020 que se inspiraba en “la alegría de vivir” en América Latina.
La casa de modas utilizó elementos culturales de pueblos originarios como Tenango de Doria en Hidalgo pero no tuvo ningún tipo de acercamiento con la comunidad, como sí lo había tenido en otras colecciones. Las autoridades reconocieron que la propiedad comunitaria era un tema sin legislación en el país y que en la Ley Federal del Derecho de Autor, el artículo 159 declara de libre uso las expresiones de la cultura popular y coloca la artesanía como dominio público.
–El bordado es lo que uno hace para mantenerse y comprar lo que uno quiera. A veces hago pedidos. Tengo amigas que me mandan trabajo y así he vivido–, dice María Trinidad, la primera mujer en dirigir el Consejo de Vigilancia en San Andrés.
Por cada trabajo le pagan hasta mil 500 pesos, dándole el material y el diseño. La hechura de la prenda le tarda aproximadamente un mes.
Hace 10 años en la comunidad, había un proyecto para que los artesanos enseñaran la técnica de bordado a los turistas. Pero a los mayores no les pareció y lo prohibieron: ¿qué tal que enseñamos y dejan de venir a comprar?
–A veces, vendes tus artesanías pero el extranjero dice que es su diseño. No me gusta que digan eso. Siempre he trabajado con gente que tenga ese cuidado, que digan de dónde viene y quién lo bordó.
Existen, dentro de las experiencias contadas en entrevistas, y en consultas con otros diseñadores, ejemplos de “buenas prácticas con artesanos”. Éstas tendrían que incluir un pago justo, coherente con las ganancias finales; el reconocimiento de que el bordado o diseño pertenece a otra persona; respeto a la comunidad y un verdadero intercambio cultural.
La única respuesta de la casa de modas Carolina Herrera ante la polémica la dio Wes Gordon, el director creativo, quien dijo que no era un plagio sino un homenaje. Harp respondió que era un homenaje lucrativo y remató en una entrevista en televisión donde vestía un quesquémetl original de Tenango: “Si es un homenaje, que los inviten a la fiesta”.
Una de las advertencias más frecuentes que hacían wixaritari y mestizos sobre la comunidad es que ésta es “muy desconfiada”, un pueblo en permanente resistencia.
No había hostilidad, sin embargo, en el joven entusiasmado que al llegar se ofreció a llevarnos con Alma; tampoco en Benita, una niña de 6 años y falda de girasoles que no respondía a las preguntas en español pero sí a su nombre cada vez que la veíamos pasar. Tampoco en la mujer que en medio de una lluvia se acercó a preguntarnos de dónde éramos, cuando caminaba en la calle para ver a una amiga enferma.
Después, entendimos que la desconfianza es más profunda: una irritación disimulada hacia las personas que vienen a explicar cosas que ellos ya saben, aprovecharse de su cultura o a proponer cambios engorrosos sin conocer realmente la comunidad. Es curioso, por ejemplo, que la discusión sobre apropiación cultural la protagonice la clase política y no los propios pueblos indígenas. A ellos nunca se les entrevista al respecto en los medios de comunicación.
Harp ha declarado que no existen marcos legales internacionales que obliguen a las empresas de diseño y moda a seguir algún protocolo para el trabajo con artesanos indígenas. La Ley General de Salvaguardia de los Elementos de la Cultura e Identidad de los Pueblos y Comunidades Indígenas, Afromexicanas y Equiparables, que impulsó junto con el senador Ricardo Monreal Ávila, “volvería pionero a México” en el tema y abriría un inventario del patrimonio cultural mexicano.
El INPI realizó 54 foros regionales de consulta a pueblos y comunidades indígenas para recibir propuestas y opiniones sobre la iniciativa de reforma constitucional. Aún no está claro cómo se vincularía con los propios estatutos comunales o protocolos que tienen los pueblos indígenas. Tampoco el proceso para familiarizar a los artesanos con la ley, una vez aprobada. No deja de ser importante, parafraseando a Harp, que los inviten a la fiesta.
En la casa de Alma siempre hay tortillas, agua caliente y la felicidad loca que solo conocen los perros. Es amable y cercana, pero reacia a darnos una entrevista. Insistimos, sin resultado, porque ella siempre tiene datos a la mano, frases curiosas o detonadoras de preguntas.
–¿Tú conoces o has oído algo de una ley para trabajar con artesanos, Alma?
Entonces nombra a Hermenegildo Rivera, un hombre que nada tiene que ver con la iniciativa de ley federal, pero sabe muchas cosas sobre apropiación cultural.
Hermenegildo Rivera lleva dos años colaborando con la Fundación Rita y el año pasado, iniciaron la gestión para el Protocolo Comunitario Biocultural avalado por organismos internacionales. El protocolo sirve para salvaguardar conocimientos tradicionales de la comunidad indígena. La Fundación asesora a nivel nacional a pueblos originarios de Oaxaca, Hidalgo, Chiapas, Michoacán, Sonora, Yucatán y en este momento buscan hacerlo con Jalisco.
Con el protocolo, las universidades, oenegés, o cualquier persona, tiene que someterse a una votación de la Asamblea para establecer las reglas y evitar el robo de identidad y conocimiento de las comunidades.
–Establece reglas monetarias y no monetarias. Por ejemplo, que la persona u organización ofrezca becas, cursos de capacitación, o algún intercambio cultural. Que verdaderamente compartamos experiencias. Si podemos, ir a otros países.
De aprobarse el protocolo, Tateikie sería la comunidad más grande donde se desarrollaría. Los demás son ejidos pequeños de 200 a 400 personas. No todos los de San Andrés, sin embargo, están tan entusiasmados con el protocolo como lo está Hermenegildo. En la última Asamblea se propuso con la asistencia de representantes de la Fundación Rita, pero la comunidad no respondió convencida.
–Para que esto funcione, la gente se lo tiene que apropiar. Ahora falta que se presente el proyecto a la Asamblea, se someta a votación y se entregue el material.
–Nomás que sin fotos porque ando muy fodonga.
Es Claudia Olivia Morales Reza, de 40 años. Nos sentamos en su patio y, después de encender la grabadora, el altavoz del pueblo empieza a dar un comercial larguísimo. Nos pide esperar a que termine de sonar la tonadita divertida que satura el ambiente.
Trabajó 25 años en la docencia. Después de su madre, fue la segunda presidenta del Consejo de Vigilancia. Su gestión terminó apenas unos días antes de entrevistarla, el 21 de enero de 2020. Los votos son secretos, pero Claudia cree que la mayoría de los que recibió han de haber sido de mujeres.
–Ellas necesitan que alguien más les diga “vamos”. Tienen miedo del primer paso y me tocó hacer ese papel. Fue muy emocionante.
Empapada del mundo de la docencia y de la gestión comunitaria, a Claudia le interesó impulsar la cultura y reconoce que ésta no es inamovible sino que cambia con el tiempo.
–Yo les decía a los hermanos artesanos que no pueden cobrar igual por una misma pieza porque no va a salir con la misma calidad. Hay quienes son más diestros, no todos saben crear diseños nuevos. Crean símbolos convencionales pero no te dicen nada y hay quienes sí, narran la historia del fuego o de la cacería del venado.
En estas capacitaciones participaron cerca de 600 artesanos que se dividieron en grupos. Había categorías bronce, plata y oro, de acuerdo con el nivel de dominio y los motivaba a especializarse en una sola cosa. Pero la mayoría persigue el trabajo que hay y “medio bordan, medio hacen cinturas, medio hacen joyería”. La capacitación se pausó por falta de recursos para seguir formando a los artesanos.
–Y muchos se aprovechan de eso. Les dicen: “no te lo voy a pagar completo porque no lo hiciste bien”, y quién sabe si eso sea cierto o no. Se necesitaría un recurso para capacitar a todos los artesanos a nivel comunal y bajarles toda la información de la Ley [de Salvaguardia], porque también están las contras: si alguien trata de vender por debajo del agua, entonces estará cometiendo un delito. Entonces es importante conocer la ley.
En efecto, el proyecto de Ley afirma que la queja puede instaurarse “en contra de cualquier persona física o moral que celebre o no un contrato con los pueblos o comunidades indígenas o su representación legítima” y esto incluye a miembros de la propia comunidad. Las sanciones por incumplimiento podrían ser de dos a diez años de prisión y una multa de 500 a 50 mil unidades de medida y actualización, dependiendo de la infracción.
Claudia presidía la Asamblea cuando Hermenegildo y los representantes de la Fundación Rita propusieron el protocolo biocultural. Y da un suspiro grande al meterlo a la entrevista.
–Algunas asociaciones traen algo escondido. Sí, la Fundación Rita hace protocolos comunitarios. Nosotros le llamamos estatuto comunal. Nos agarró en un tiempo muy cansado como autoridades, apenas estamos saliendo del estatuto comunal y hay que bajarlo muy bien con la gente. Creo que aún no es tiempo. Ahora quieren documentos de la comunidad y no sabemos qué va a pasar. Hasta ahí se quedó. No sé si le han logrado entender lo que están haciendo. Es chida la parte de decir “vamos a hacer un encuentro en Chiapas o La Paz”. Qué a gusto. Pero es comprometedor.
Estamos en la plaza principal, llena de murales coloridos que pintaron extranjeros, entrevistando a una mujer mayor que piensa que la tradición textil está a punto de perderse. Aunque casi todas las mujeres visten ropa tradicional: blusa y falda larga tejidas con bieses de colores, un pañuelo en la cabeza y sandalias; casi ningún hombre porta más que el morral.
–¿Por qué cree que los hombres no usen ropa tradicional en el cotidiano?
–Deberían portarlo, el traje bordado de manta cuesta mucho trabajo pero también hay pantalones con bieses. Pregúntaselo a él, dice como quien propone un reto, señalando a un hombre con gorra que ha presenciado toda la entrevista en silencio.
Se llama Jesús y tiene una sonrisa contagiosa. Él está empeñado en hablar español y yo en balbucir preguntas rápidas, aunque los dos somos conscientes de nuestra pésima comunicación. Durante ese cortocircuito, él habla de sí mismo en femenino y yo le pregunto cosas que ya anoté en mi libreta, una, dos, tres veces.
–Algunos usan pantalón (tradicional), yo no. No me gusta. Así me nací, así crecí. Yo bordé cuando estaba muchacho, estudié todo, también tejer para hacer una bolsa. Mi esposa me enseñó. Ahora trabajo artesanía, cuadro de chaquira y cuadro de estambres. ¿No quiere ver?
Como en la tienda de Micaela, en el patio de Jesús el mundo se parte en dos: mientras esperamos los nierikas bajo un techo adornado con mazorcas, el Museo Cabañas de Guadalajara alberga la exposición “Grandes Maestros del Arte Wixárika”. Es un acervo de 84 obras de artistas wixaritari, historias tejidas en cuadros de estambre coloridos y enormes.
En Internet, páginas especializadas en mercancía “huichola” venden estos cuadros de 30 x 30 centímetros entre 700 y 900 pesos. Jesús los vende a 500 pesos y la factura de sus productos es visiblemente de mayor calidad que algunas de las galerías en línea. Su hijo vive en Puerto Vallarta y es quien se encarga de vender sus cuadros a los turistas de la costa.
Extiende los cuadros en su mesita. No todos son de él, algunos son de sus nietos y tataranietos que están a unos metros, expectantes y curiosos, mirando a su abuelo contestar preguntas y ser fotografiado. Y aunque son casi una decena, Jesús insiste en que le faltan manos para trabajar otras cosas.
Nos despedimos de él, seguras de haber conocido a un artista. Entonces Brisa, sin dejar de caminar con las manos metidas en su suéter azul, dice –como quien dice algo muy obvio- que para los hombres es más fácil dedicarse a crear cuando no tienen que tortear ni hacer las labores de casa.
Carly, su hija de cuatro años, está visiblemente más apagada que dos horas atrás, así que damos por terminado el recorrido. Brisa entra a una tienda para comprarle un jugo. Mientras esperamos afuera, entendemos que es indispensable hablar de Brisa.
En la cultura wixárika, las personas tienen un nombre en castellano y otro originario que sueñan sus abuelos. Brisa también es Yux+ma (oscuridad) y la conocimos un día en que precisamente la brisa hacía volar las cometas de los niños, hechas con bolsas de plástico y carrizo. Ella le aventaba piedras a su perro Rex, para que no nos siguiera.
Como muchas otras mujeres de la comunidad, Brisa es enfermera. Estudió en la Universidad Autónoma de Nayarit e iba todos los días a la escuela con la ropa tradicional.
–Llegué a pensar salirme de la universidad por las burlas, pero acudí con un compañero que también era jefe de indígenas. Le preguntaba ¿por qué me están diciendo esto? Él me decía: tú no debes hacerles caso, vienes aquí a formarte. Me quedé con eso y me daba ánimos yo misma. No cambié mi vestimenta por ropa mestiza, sólo cuando usaba el uniforme porque era parte de mi formación.
Estuvo fuera 8 años y aunque sabía que era más fácil conseguir trabajo en Nayarit, volvió porque quería ayudar a la comunidad y estar con su familia.
–Dije: voy a dar servicios de salud en mi propia comunidad, porque en las ciudades cuando va una persona indígena no le entienden. Pero no. Sales para prepararte y ayudar a tu pueblo, y cuando vuelves no hay trabajo.
Brisa es seria la mayor parte del tiempo, por eso cuando sonríe parece otra persona. Los ojos se le enchinan con patitas de gallo y su sonrisa ocupa imperialmente toda su cara.
El primer día en Tateikie, nos enteramos de que había un mirador desde donde se veían otras comunidades y rancherías. Brisa nos lo dijo. Le dijimos que queríamos ir pero ella decidió que iríamos hasta que nuestras entrevistas estuvieran avanzadas. Lo aceptamos como un dulce que se da después del doctor. Cuando por fin fuimos, Lilia se ofreció a tomarle una foto con su hija. Brisa contestó que sí, pero quería una primero ella sola.
–Para mí es bueno [que todos los habitantes sepan artesanía]. Hay de todo, muchos se acostumbran a vivir en ciudades y cuando ocupan dinero, se apoyan con la artesanía. El principal oficio es ser artesano.
Para visitar a Teresa Mijares no basta subir nada, ni sortear ninguna cosa. Tampoco pelear contra el viento y la inmensidad del paisaje. Para visitar a Teresa Mijares hay que tener mucha suerte. Ahora está aquí, aunque llevaba más de 40 años fuera de la sierra sin pensar en volver. Es la primera mujer que vemos con pantalón en vez de falda.
A los 13, como a todas las niñas de la comunidad en ese entonces, la casaron con alguien que no conocía del todo. La golpeaba constantemente y una vez el hombre quemó su casa con ella y su hija adentro. Cuando perdió a su segundo bebé, se fue.
–Nací aquí ¿cómo te puedo decir? En medio de una ceremonia ahí en San Andrés, en el kaliwéy [templo]. Fue muy difícil salir. Yo misma no me entiendo. Le batallaba mucho pero no quise regresar al pueblo. Si una dejaba al marido y regresaba, era señalada, insultada, quizá hasta golpeada. Yo no voy a pasar eso, aunque tenga que vivir muy duro. Sí lloraba. Sí sufría. Cuando no tenía trabajo, no comía. Siempre tuve suerte que nos daban un rinconcito en la azotea. Me la rifaba bien y bonito. Es una burla del destino que después de tantos años, vuelva a donde renegaba. No de la cultura, sino de la vida que me tocó.
Vivió en Aguascalientes, Guadalajara, Puerto Vallarta. Limpiaba casas y tejía bolsas. Se casó por decisión propia y formó una familia lejos de Tateikie para que sus hijas fueran libres. Así dice: para que mis hijas fueran libres. Todos sus hijos están en Puerto Vallarta. Les compró una casa, tienen trabajo y parejas. Ninguno habla wixárika. Vivía con ellos hasta que su madre enfermó y tuvo que volver al sitio que la expulsó.
–Pobrecitos niños, los sacrifican nomás así. Se van a la escuela muriendo de frío. ¿Para qué? Crecen, se juntan con una persona y ahí terminó todo. No estoy en contra de la cultura, es la triste realidad. Se pierde la cultura o se queda en su pueblo sin esperanza de nada, simplemente sembrar, coser, lo que da la vida.
Los gallos cantan a las montañas en este primer día de febrero. Detrás de Teresa, un gato duerme sobre un perro y nada se mueve hasta que el viento lo empuja todo. Miro a Brisa, sentada en una silla junto a mí, con la cabeza gacha.
–Querer cambiar el mundo no se puede, es luchar contra el mundo. Yo no sé, a la mejor fue mi manera de pensar diferente.
–¿Cómo cree que el ojo externo vea la cultura wixárika?
–Los mestizos de Jalisco, pienso, dicen que les interesa mucho pero más que nada el interés es por el negocio. La cultura es negocio. He visto en diferentes lados que la gente mestiza se viste de wixárika y se ponen a vender artesanía huichola. Es poca la gente que lo siente de corazón y ama la cultura. Hasta la tradición se vende, los chamanes o curanderos van con los extranjeros y para mí es triste.
Trabajó 25 años con una mujer estadounidense que vendía artesanía wixárika. Le pagaba poco por hacer productos de cera, joyería y prendas. Pero hace un año la mujer tuvo problemas económicos y dejó de encargarle. Teresa dice que a veces le llegan encargos, como ahora que hace un calzón.
Después de la entrevista, intercambiamos números de teléfono aunque ahí no llegue la señal. Dice que le gusta conocer sitios y personas, platicar, viajar. La invitamos a Yucatán, a pasear por los cenotes y las ruinas. Hacemos planes futuros que se sienten como pronósticos confiables.
Unos minutos antes, Brisa nos había dicho que en su morral llevaba naranjas y un billete de cien pesos para Clara (siempre que puede, ayuda a la gente mayor), así que sacamos otro billete para Teresa. Clara lo agarra y dice gracias, sin dejar de tejer. Pero Teresa lo toma triste, algo en su cara cambia y pienso que darle dinero es como anular esa amistad que ella nos había propuesto, y que habíamos aceptado sinceramente.
–Por las molestias, Teresa, digo para decir algo.
Teresa vuelve a ser Teresa. Nos corta cañas de azúcar para el camino de regreso y habla en futuro:
–No se va a perder el bordado. Se va a modernizar porque ya se convirtió en un medio de supervivencia. Yo creo más en el futuro, tiene que continuar como sea. Esa es la manera en la que aprendimos a sobrevivir.
No hay una respuesta única a la pregunta: ¿Qué piensan las bordadoras al ver sus bordados en una pasarela de alta costura? Algunas piensan que está bien porque así se da a conocer la cultura wixárika y les beneficia económicamente, aunque sea un poco; otras, que los bordados y las técnicas pertenecen a la comunidad y que el interés de los mestizos y extranjeros es meramente monetario; unas más, que es posible siempre y cuando hayan marcos éticos que respalden la colaboración. Todos en San Andrés tienen una opinión distinta sobre muchas cosas.
Francisco López es esposo de Alma y marakame. [Se escribe “Marakame” el sustantivo singular y “Marakates” el sustantivo plural. Los marakates son expertos en sueños. Desde niños se comunican con las deidades a través de éste. Toman decisiones, conducen ceremonias, sanan, guían y aconsejan.] Él no recuerda, o no quiere recordar, que anoche nos prometió una entrevista. Durante la cena llegó para invitarnos a una ceremonia que realizaría en Quintana Roo, la misma que hizo hace unos días en la casa de Tats+natsi. La diferencia es que a los turistas les cobra poco más de mil pesos para participar en ella, mientras en la comunidad lo hace como parte de su responsabilidad.
–Algunas entrevistadas nos dijeron que hay italianos y estadounidenses que se autonombran marakates, ¿esto es posible?
–El marakame original es de aquí, del pueblo. Se creen marakates pero son unos impostores. Hoy en día viajan a distintas partes del mundo con la indumentaria pero no lo son. Se burlan y lucran de nuestras deidades. Se visten solo por interés y dinero.
En un desayuno, Alma recordó entre divertida y recelosa aquella vez que Francisco caminaba en las calles de Guadalajara con su traje tradicional y le gritaron: “¿Dónde es la fiesta de disfraces?”.
–La gente de Jalisco y de otros estados prácticamente no ubica lo que es la cultura wixárika. Lo ven como un folclor.
Una de las discusiones principales sobre la mirada occidental es el hecho de que todo el mundo los conozca como huicholes, aunque ellos no se nombren así. Además de que el término está cargado de conmiseración y estereotipos. Francisco asegura ser la primera persona que reclamó que ese nombre es un peyorativo, ante el Congreso del Estado de Jalisco.
–Huichol es un término quizás de antropólogos, arqueólogos, porque en la sierra hay muchos huizapoles y nos llaman así. Para mí es un insulto, un apodo.
También hay premoniciones contradictorias sobre el futuro de Tateikie. Aunque algunas entrevistadas hablen del mañana con optimismo, Francisco piensa que la pérdida de la tradición es inevitable.
–La comunidad pide luz para ver televisión y contrata Sky, las nuevas generaciones no van a las ceremonias porque están viendo partidos de fútbol o box. Y la carretera es una ruta importante porque pueden llegar víveres y medicinas pero también problemas.
Es nuestro último día en Tateikie y caminamos hasta la clínica donde hay un poco de señal, para saber si hay noticias nuevas de nuestro transporte. Los días anteriores fueron de una lluvia interminable y los caminos son de por sí resbalosos y empinados. Son más de 10 horas de trayecto entre San Andrés y la capital de Jalisco, Guadalajara, y las combis que salen de la comunidad van todas a Huejuquilla, Jalisco.
La puerta de cristal de la clínica tiene una hoja en blanco pegada que advierte “No hay doctor”. De ella sale Micaela, quien también es enfermera, junto con el esposo de Brisa y su hija Carly. Acordamos ir al mirador por última vez.
–Nos vemos en un rato, le decimos a Carly.
San Andrés Cohamiata, cabecera de la cultura wixárika y pueblo de artesanos, está cercado por montañas huesudas como nudillos. Es origen de muchas cosas pero pocas veces es el destino. Para algunos es la misma geografía la razón por la que no existen condiciones para que los artesanos produzcan, vendan, distribuyan y se profesionalicen, que obtengan un trabajo justo y digno.
¿Qué queda, entonces? Vender barata la mano de obra y conformarse con lo que se les pague, o aprovechar el folclor que atrae turistas dispuestos a pagar bien por una experiencia mística. Algunas personas como Claudia y Hermenegildo también apuestan por la construcción de políticas comunitarias, al margen de las discusiones televisadas.
Desde el mirador, el viento se oye exactamente igual que el mar. Carly platica con su mamá en wixárika y con nosotras en español. Aunque no sabe contestar cuando preguntamos “¿cómo se dice hormiga en wixárika?”, de alguna forma distingue el idioma cuando nos habla. Jugamos a buscar huecos hondos en las piedras y ella corre mientras grita con emoción: “¡Qué hermoso!” ante el paisaje de tierra roja y árboles, como una huésped a punto de irse.
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