Mudarse es como estar flotando en el aire, colgada de un hilo con los velices a la deriva y caminando hacia enfrente, en búsqueda de un apartamento fijo, de un espacio propio en dónde echar raíces.
Por Évolet Aceves / @EvoletAceves
Cuando hablamos de mudanza hay una serie de factores que vuelven la muda de vivienda un proceso insoportable. Los pájaros suelen mudar dependiendo de la época del año, arman su nueva vivienda con ramas y con desperdicios que el ser humano deja a su paso, ahí a veces anidan a sus crías; las palomas, por ejemplo, muchas de ellas se resguardan por las noches en rincones aislados de edificios y hasta muy temprano, junto a los gorriones, comienzan a silbar antes de que salga el sol.
Con el ser humano es distinto, las mudanzas se dan por vía terrestre, o marítima o aérea, y entre más se cargue, mayor es el costo de la muda de vivienda.
La mudanza no solamente implica el cambio geográfico, el cambio de vivienda de un espacio a otro; a menudo es un cambio de país, de idioma, de cultura y de clima. En mi caso, yo hace dos años emigré a los Estados Unidos, al sur, Albuquerque, Nuevo México. Y hace casi tres semanas llegué al lado opuesto, a Nueva York, en donde permaneceré al menos los siguientes dos años.
A la fecha, he tenido ya un par de viviendas temporales en esta enorme ciudad, donde los precios resultan alarmantes de tan excesivos. Me doy cuenta de que hacer una mudanza en un país extranjero es doble o triplemente difícil; al no contar con un automóvil con el cual transportarme de Albuquerque a Nueva York, al no tener familia de la cual apoyarme, y al no tener muchos conocidos que funjan como avales en dólares, lo que acá se le conoce como guarantor, vuelve complicado el proceso de arrendamiento, aunado a que los disparatados precios de las zonas aledañas a la zona central de Manhattan, hacen casi imposible encontrar un espacio propicio y lo suficientemente amplio para vivir.
Los departamentos que he visitado tienen desventajas. O son diminutos, o se vive con demasiados roommies, o están muy alejados de donde me ocuparé en la vida diaria, o tienen desperfectos de alguna índole que no me imaginaría hasta verlos en persona. Son muy pocos los departamentos prometedores, a los cuales las cuestiones burocráticas los vuelven complicado.
En la mudanza hay un desgaste emocional tremendo. Una es por dejar la zona de confort de la vivienda anterior; otra, por la lejanía de la familia nuclear y las amistades; la incertidumbre del alojamiento, del arrendamiento fijo es quizá la mayor preocupación; y otra más, la falta de costumbre al nuevo ambiente, ese proceso de mimetización de uno mismo con la nueva ciudad lleva su tiempo, sobre todo al tratarse de una urbe como Nueva York, una vorágine imparable que, como alguien ayer me decía, “esta ciudad, como una ola, primero te da una revolcada de la que no te salvas, pero ya después te levantas, eso sí, ya revolcada”.
Traigo mi vida en cinco pesados velices, casi todos llenos de libros, ropa y zapatos. Los libros son pesadísimos, y su peor depredador son los aeropuertos. Gracias a la ayuda de amigos he, medianamente, podido no dejar al abandono o regalar objetos —nuevamente, libros y ropa principalmente— mismos que, muy probablemente, una vez que consiga un apartamento fijo, tendré que mantener guardados en velices, dado el reducido espacio de los apartamentos neoyorquinos.
Algo de lo más complicado en la mudanza, al menos en la mudanza aérea a base de maletas, como en mi caso, es esa ansiedad que causa el desaprenderse de ciertos objetos, de la vida material que antes tuvo vida por uno mismo, o incluso de aquellos objetos idealizados que serán de utilidad en un futuro.
Cuesta trabajo, es duro. Repito, el desgaste emocional es tremendo. Mudarse es como estar flotando en el aire, colgada de un hilo con los velices a la deriva y caminando hacia enfrente, en búsqueda de un apartamento fijo, de un espacio propio en dónde echar raíces.
Évolet Aceves escribe poesía, cuento, novela, ensayo, crónica y entrevistas a personajes del mundo cultural. Además de escritora, es psicóloga, periodista cultural y fotógrafa. Estudió en México y Polonia. Autora de Tapizado corazón de orquídeas negras (Tusquets, 2023), forma parte de la antología Monstrua (UNAM, 2022). Desde 2022 escribe su columna Jardín de Espejos en Pie de Página. Ha colaborado en revistas, semanarios y suplementos culturales, como: Pie de Página, Nexos, Replicante, La Lengua de Sor Juana, Praxis, El Cultural (La Razón), Este País, entre otros. Fue galardonada en el Certamen de ensayo Jesús Reyes Heroles (Universidad Veracruzana y Revista Praxis, 2021). Ha realizado dos exposiciones fotográficas individuales. Trabajó en Capgemini, Amazon y Microsoft. Actualmente estudia un posgrado en la Universidad de Nuevo México (Albuquerque, Estados Unidos), donde radica. Esteta y transfeminista.
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