No habrá pandemia que detenga la “cuarta transformación”, parece asegurar el presidente. Pero su administración comienza a parecerse mucho a un barco que navega hacia una tormenta perfecta
Twitter: @chamanesco
Asegura el presidente Andrés Manuel López Obrador que no nos harán nada los infortunios ni las pandemias. Pero para generar confianza no muestra evidencia científica, sino que apela a la fe, a la “cultura y a la buena suerte” del mexicano.
Mientras su secretario de Educación anuncia el cierre de escuelas, él hace una gira proselitista en la que pide serenidad a la gente y fustiga a los críticos agoreros del desastre.
Mientras el subsecretario de Salud encara la crisis con cifras y elocuentes explicaciones sobre las medidas a tomar, el presidente agarra a besos a niñas y señoras, y se deja apapachar en baños de pueblo para demostrar que a él no le da miedo el Coronavirus.
No habrá pandemia que detenga su “cuarta transformación”, asegura. Pero su administración comienza a parecerse mucho a un barco que navega hacia una tormenta perfecta.
Si la pandemia de COVID-19 está poniendo en jaque a países con sistemas de salud robustos, ¿qué esperar en México, donde la metamorfosis de Seguro Popular a Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) puso en evidencia deficiencias e injusticias?
Hace casi un año, el director del IMSS nombrado originalmente por López Obrador para hacerse cargo de una reforma profunda del instituto renunció al cargo advirtiendo la inminencia de una crisis.
Falta de recursos, presiones financieras, desabasto de medicinas, “pasillos de espera llenos de personas adoloridas y maltrato o retraso en la atención de pacientes”, eran algunas de las características relatadas por Germán Martínez en una larga misiva que, ya en mayo de 2019, encendía un foco ámbar en el tablero de la 4T.
En enero de este año, cuando entró en vigor el Insabi, las luces tornaron de amarillo a rojo, al hacerse evidentes las carencias de un sistema de salud pública colapsado, en el que los que menos tienen son obligados a pagar cuotas por servicios deficientes.
Un sistema ad´hoc con la desigualdad que caracteriza a México, en el que sólo los que más tienen pueden curarse, pagando tarifas insólitamente altas.
Nunca es un buen momento para enfrentar una crisis de salud, pero éste es quizás el peor momento, y no sólo porque el sistema de salud está quebrado.
Hoy, cuando el crecimiento económico lleva meses siendo prácticamente nulo, habrá que detener muchas de las actividades que mantienen a flote la industria de servicios, el comercio, el transporte, el turismo, con su inminente reflejo en la creación de empleos y el crecimiento económico.
En abril de 2009, la epidemia de Influenza AH1N1 provocó pérdidas por más de 40 mil millones de pesos, según dijeron entonces las autoridades, y terminó de frenar a una economía mexicana de por sí atribulada por la crisis económica mundial iniciada en 2008.
En 2020, la pandemia llega justo después de la caída de los precios internacionales del petróleo, y en un momento en el que los mercados, los inversionistas y la iniciativa privada dejó de ver con cautela y curiosidad a López Obrador, para comenzar a verlo con franca desconfianza y preocupación.
La pandemia toma a México en una severa crisis social, con delitos al alza, la violencia desatada en muchas ciudades y regiones, y territorios controlados por mafias de diversa índole.
A lado del Coronavirus desfilan un sinfín de otros problemas no resueltos, como la violencia en contra de las mujeres, la crisis del campo, la emergencia ecológica en bosques y mares, y la corrupción que, ni de lejos, ha sido erradicada.
A la tormenta perfecta habría que sumar el factor Donald Trump, que en el camino hacia su reelección podrá tomar medidas extremas que protejan a los suyos a costa de sus vecinos; cerrar fronteras, estigmatizar a los migrantes y presumir –quizás con razón– que México ya está levantando el muro que prometió en 2016, sólo que en el Río Suchiate y no en el Río Bravo.
López Obrador podrá decir que él no fue el causante de esos problemas que hoy parecen combinarse en una crisis generalizada. Tendrá razón cuando en su próxima conferencia mañanera alegue que los gobiernos neoliberales dejaron a México hecho un desastre.
También podría citar a José López Portillo, y afirmar que él es responsable del timón, mas no de la tormenta.
Pero lo que es un hecho es que su buena estrella comienza a apagarse. La popularidad del presidente está en descenso y, según la mayor parte de las encuestas, se duplicó el número de mexicanos que reprueban su gestión.
El capital político con el que llegó al poder se ha desgastado en decisiones polémicas, como cancelar la construcción de un aeropuerto, construir una refinería en tiempos de energías alternativas, encapricharse con un tren en la zona maya, o tratar de vender un avión, anunciar su rifa y terminar sorteando una foto de la aeronave sin importarle el ridículo.
Hoy, ante al aviso de tormenta, no se le ven intenciones de rectificar. López Obrador se aferra a su guion original, encara los nubarrones guiado por un manual de instrucciones que sólo él conoce.
Rectificar en algunas de las decisiones, consultar y atender a expertos, generar confianza en medio de la crisis, sólo depende de una persona: él mismo.
Sólo el tiempo dirá si los malos presagios eran exagerados, o si el capitán del barco pudo mantener al país ileso después de la tormenta.
Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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