Encontré a Juan, un migrante haitiano, quien no paraba de repetir mientras esperaba consulta: “muchos muertos, muchos muertos en la selva”. Sus pies estaban hinchados por toda la travesía realizada a través del Darién
Por Gleicys Moreno de MSF
Bajo Chiquito es un pueblo perteneciente a la comarca Emberá-Wounaan y se encuentra ubicado en pleno corazón de la selva darienita. Esta comunidad indígena, olvidada por décadas, es el primer lugar al que llegan miles de migrantes de diversas nacionalidades después de atravesar una de las rutas más peligrosas de América Latina: el Tapón del Darién, límite natural entre Panamá y Colombia.
Saliendo de Metetí, en territorio panameño, el viaje dura aproximadamente 1 hora en automóvil, hasta la comunidad de La Peñita. De ahí en adelante, la única manera de trasladarse es en piragua. El trayecto puede demorar entre 3 o 4 horas en dependencia del caudal del río. En días en los que no llueve mucho, como los de ahora, es necesario bajarse varias veces para impulsar la piragua, pues choca con las rocas y árboles arrancados por la corriente.
La vegetación a ambos lados es exorbitante y a medida que la embarcación se va adentrando en el río Turquesa el agua se va volviendo más cristalina, honrando su nombre. Nadie podría imaginar que ese lugar tan paradisíaco, declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, ha sido testigo y protagonista de miles de historias que ya no podrán ser contadas.
Mientras continúo la travesía, en sentido contrario se pueden divisar varias piraguas, algunas llevan a miembros de las comunidades a hacer sus faenas diarias, otras, las más, vienen con migrantes, son fáciles de diferenciar. Los adultos vienen con chalecos salvavidas; los niños, por lo general, no. Al identificar a Médicos Sin Fronteras, saludan, sonríen, se despiden.
Hace mucho calor. A lo lejos una piragua con migrantes se vuelca, deben haber tropezado con una rama y la velocidad no los ayudó, comenta el guía que nos acompaña, suerte que el río está bajo, agrega. Los niños… pienso en los niños y en los días en los que está crecido el río. Después del susto seguimos nuestro camino… Nuevo Vigía, La Caleta, Marragantí… Bajo Chiquito.
Atracamos en una especie de playa en las afueras del pueblo, a lo lejos, varias personas esperan sobre las rocas su turno para salir hacia alguna de las Estaciones de Recepción Migratoria, el próximo lugar al que deberán ir. La comunidad es chiquita, los migrantes están por todas partes: trabajando para ganarse algún dinero que les facilite seguir el viaje, descansando donde pueden, secando sus pertenencias. Hay muchos niños, algunos, incluso, de meses.
Ahí conocí a Maria, una migrante cubana que salió de Venezuela acompañada de varios familiares. “Mira mis pies, las uñas se me levantaron todas y yo misma las tuve que acomodar”, me dice mientras me señala sus piernas y sin parar continúa, “se ven muchas cosas feas en el Darién, pero la solidaridad… la solidaridad”. Según me cuenta, a su esposo lo asaltaron en la selva y le quitaron todos los dólares que tenía, “excepto los euros, porque esos no los reconocieron”. A ella, la intentaron violar dos veces.
Frente al puesto de salud de Médicos Sin Fronteras, encontré a Juan, un migrante haitiano, quien no paraba de repetir mientras esperaba consulta, “muchos muertos, muchos muertos en la selva”. Sus pies estaban hinchados por toda la travesía realizada a través del Darién, la cual puede durar entre 5 y 10 días, en dependencia del clima y las condiciones físicas de cada persona. Miguel, mexicano, me comentó que a unos minutos de Bajo Chiquito había dejado a una mujer embarazada “se encuentra muy mal, me partió el corazón, tienen que ir a buscarla, yo la ayudé hasta donde pude”.
Las historias que viven las personas que cruzan por el Darién son difíciles de olvidar. Andrea, venezolana de 33 años, me comentó que durante su recorrido vio más de 15 muertos, “cuando se dieron cuenta que era transgénero me querían matar, me quitaron toda la ropa delante de la gente y me llevaron para otro lado… abusaron sexualmente de mí tres personas… me hicieron un tiro en los pies, que no me lo pegaron, sino al piso. De ahí agarraron y me querían llevar para el otro extremo para matarme”.
A Carlos, otro migrante venezolano también lo encontré en Panamá, él junto a un grupo de 15 compatriotas, incluidos niños, decidió internarse en la selva panameña “el Darién es muy difícil, tiene muchas montañas, donde vimos muchos muertos, una mujer embarazada ya fallecida… a nosotros nos robaron dos veces” … “hubo violaciones… asesinaron a dos cubanos porque les descubrieron su dinero”.
Las historias que me cuentan son muy parecidas a las que escuché hace unos meses en el sur de México, cuando me encontré con Ana, una migrante proveniente de Cuba, miembro de la comunidad LGTBI, quien al referirse a su paso por el Darién me dijo “esa parte es muy difícil porque hay muchas cosas… mataron a personas, gente inocente delante de uno, desangrándose ahí delante de uno, sin poder hacer nada, sin poder ayudar… Incluso, vi varios muertos en el río, había una señora cerca de nosotros con un bebé, acostada así, con un bebé”.
Yamilet, también cubana, me contó en esa ocasión que durante su travesía por la selva fue violada por 6 hombres y estuvo retenida por un grupo dos días junto a otra muchacha sufriendo múltiples torturas “me introducían la cabeza en el agua y me la sacaban, quería morir, pero entonces pensaba en mis hijos… me dejaron en la selva tirada porque soy epiléptica y me dio un ataque, por eso me salvé”.
Y es que el Darién deja su huella en todo lo que toca. Desde Estados Unidos, Ariel, un amigo cubano, me explicaba que él pasó 5 días allí “delante de mí se violaron mujeres, a mí me tiraron 7 tiros en el medio de la selva…”.
La tarde se cierne sobre Bajo Chiquito, vuelvo a montarme en la piragua para emprender el viaje de regreso. Llueve, la fauna comienza a dar señales de vida, la selva luce imponente… Miro con tristeza hacia atrás… Migrar no es un delito; sin embargo, hay mucha gente a la que la selva le ha robado sus sueños… ¿a cuántas más le hará lo mismo?
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