En México los solicitantes de asilo son tantos que una colonia se formó alrededor de la estación migratoria Siglo XXI en Tapachula, Chiapas. Cientos de personas llegadas de África, Asia y Sudamérica aguardan en improvisadas chozas el ansiado permiso que les permita continuar su viaje, o al menos un papel que ampare su huida
Texto: José Ignacio De Alba
Fotos: Isaac Guzmán
Los alrededores de la estación migratoria Siglo XXI no parecen ser Chiapas. Más se asimila a una comuna de la África negra, decenas de personas de piel oscura y de cuerpos espigados conviven en la calle. Los gritos en francés, portugués o del criollo haitiano se escuchan en la pollería o en los puestos de guisados. La colonia Nueva Esperanza es el sitio de espera de unas 300 personas que aguardan para continuar con su viaje transcontinental.
Algunos de estos migrantes tardaron años para mudarse de contiene, la huida de millares de kilómetros es compartida por personas de nacionalidad variada, sólo en esta colonia periférica de Tapachula hay gente de Haití, el Congo, Camerún, Honduras, Pakistán y Angola por decir algunas. Pero este pequeño gueto apenas y deja ver lo poco preparado que está el gobierno mexicano para recibir refugiados.
Aunque la mayoría de las personas que entran a México de forma irregular provienen de Centroámerica, la colonia ubicada junto a la Estación Migratoria Siglo XXI concentra en su mayoría gente del continente africano, Haití y algunos cubanos.
Si para el 2015 la Comisión Mexicana para la Atención de Refugiados (Comar) recibió 3 mil 424 solicitudes de asilo; en el 2018 fueron más de 26 mil personas las que solicitaron al gobierno mexicano refugio.
Samuel Fortoh Mdonsi viene de Camerún, el hombre lleva dos años de viaje; en algunos de los países por los que pasa se queda a trabajar, pero este domingo lo pasa en la sombra de un frondoso árbol.
Fortho explica que él huye de la guerra que hay en su país, asegura que sus hijos y su esposa “la mejor mujer del mundo” fueron asesinados en su aldea en Batibo-Village; desde entonces el hombre emprendió el viaje transcontinental para rehacer su vida. Fortho tienen una mirada dura y viste una camiseta. Él está confiado que en algún momento logrará entrar a Estados Unidos y tiene la idea de que es “el único sitio seguro en el mundo”.
Junto a Fortho está su compatriota Nkafu Azeng, los dos platican sobre la situación de su país. Azeng explica: “tenemos todo en términos de comida, pero también por desgracia tenemos gas y petróleo”.
Antes de ser un migrante Azeng fue maestro: “occidente es el único responsable de lo que nos pasa”, asegura.
Los dos esperan junto con otro camerunés frente a la estación migratoria todos los días para ser aceptados como refugiados. Los tres fuman cigarros chinos y beben cerveza barata (helada). Este grupo de cameruneses se conoció en Tapachula, una de las principales puertas de entrada en el sur de México. Aquí coincide, literalmente, todo el mundo.
El exuberante paisaje del sur de México abona a la ilusión de estar, por decir algo, en el Congo. La pesadez del sol y el calor húmedo provocan que la gente salga de las chozas o casas de campaña en busca de lugares más frescos. Los niños corren junto a los baldíos seguidos por las miradas de sus cautas madres. El temor de la deportación provoca que la gente permanezca siempre en grupo. Aquí ningún niño se pierde ni por error.
Los hombres negros y de cuerpos potentes caminan a orillas de la carretera limosneando, las mujeres de pelo trenzado cocinan en el suelo en improvisadas cocinas. La espera que pueden tener estas personas es de hasta tres meses. Por eso para sobrevivir la gente se inventa oficios.
Franky viene de Haití, se dedica a cortar el pelo. Con un pedazo de hoja de afeitar corta la alambrada cabellera de sus compatriotas. El pelo es duro pero Franky lo delinea con paciencia mientras los clientes supervisan el trabajo del peluquero con un pequeño espejo. Franky atiende a la orilla de la carretera, con su pedazo de navaja, una silla portable y un pedazo de plástico que pone a sus clientes como delantal.
Franky asegura que viajar de su país a México cuesta 15 mil dólares, por medio de coyotes. Si se toma en cuenta que Haití es uno de los países más pobres del mundo, que Franky esté cortando el pelo en Tapachula es una hazaña. El hombre cobra algunos pesos y se queja de la comida mexicana y el chile. Pregunta a uno de sus colegas cómo se llama aquello que no les gusta nada, al final me informa que se llaman tortillas.
Una pareja de haitianos que apenas y hablan español venden comida de su país a la gente de la colonia. En una olla tienen arroz blanco, en otra frijoles y en otro recipiente un guisado de papaya con carne de res. También venden agua de naranja, sólo tienen éxito con la comunidad de su país.
La gente busca leña y hace pequeños fogones donde cocinan guisados. Los que tienen dinero para comprar comida buscan alimentos inofensivos como el pollo asado o el puerco frito. El plátano y varias frutas hermanan a todos los trópicos.
Los hombres fuman y juegan dominó, con suerte tienen celular. Otros hacen trabajos para pagar la estancia del día. Una noche cuesta dos dólares, el que no consigue la plata duerme en calidad de legítimo desahuciado en algún sitio de Tapachula.
Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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