La luz que no se apaga: velas, memoria y la forma mexicana de honrar la vida

1 noviembre, 2025

En los altares del Día de Muertos, la llama de una vela es más que luz: es una promesa de compañía para los difuntos y un símbolo de que la memoria no se extingue. Artesanos como Daniel Reynosa moldean esta tradición, enfrentando la pérdida de oficios y recetas ancestrales. Su lucha es por mantener viva una flama que convierte el duelo en un diálogo eterno

Texto y fotos: Nelly Segura

CIUDAD DE MÉXICO. – En México, la muerte no es un final. Es una visita esperada, una cita anual con quienes se fueron. Y en ese encuentro —entre flores, pan y silencio— hay un símbolo que atraviesa todas las fronteras: una vela encendida.

Cada año, durante el Día de Muertos, millones de luces parpadean en altares domésticos, cementerios y plazas para iluminar el camino de los que ya no están. No son solo velas: son promesas. En ellas vive la certeza de que la muerte no rompe los vínculos, solo los transforma.

En una pequeña fábrica familiar en Cuajimalpa, en el poniente de la Ciudad de México, Daniel Reynosa mezcla cera, paciencia y fe. Su empresa, Veladoras Tonalli, produce velas artesanales en un país que consume millones de ellas cada noviembre. Pero, para él, una vela no es un objeto: es una presencia.

«La vela encendida es una promesa», dice. «No solo alumbra, también acompaña. Está ahí cuando las palabras no bastan».

El nombre de su taller, Tonalli, proviene del náhuatl y significa energía vital, la chispa del sol que habita en cada ser. Reynosa lo explica con serenidad: «Esa luz interior que reconocían los mexicas sigue viva en nuestras velas. Son pequeñas, pero sostienen una idea enorme: que la memoria necesita luz».

Una llama que guía a los muertos

Según la tradición, las velas colocadas en el altar sirven como guía para que las almas encuentren su ruta entre el mundo de los vivos y el de los difuntos. Una por cada ser querido. Una por cada ausencia que todavía arde.

«La vela no disipa solo la oscuridad física», explica Reynosa, «también calma el corazón. Es una manera de decirle al que partió: no estás solo, todavía te esperamos».

Esa relación con el fuego viene de lejos. En la cosmovisión mexicana, la luz siempre ha sido un regalo divino… o un robo necesario. Como recordaba Juan José Arreola, en su versión de El mito del tlacuache, fue este pequeño y astuto marsupial quien se quemó la cola para traer el fuego a los hombres. Desde entonces —dice el cuento— la humanidad custodia esa llama.

Cada vela encendida, cada chispa en el altar, es heredera de ese gesto heroico y humilde. El fuego del tlacuache sigue vivo: no como conquista, sino como ofrenda.

Este ritual, aunque profundamente mexicano, toca algo universal: la necesidad humana de mantener el vínculo con quienes ya no están. Mientras buena parte del mundo moderno busca la permanencia en lo digital, México elige el fuego: efímero, cálido, real.

Una tradición que resiste al olvido

Según el INEGI, la industria nacional de velas y veladoras genera más de 1500 millones de pesos anuales, sostenida principalmente por talleres familiares. En ellos, la tradición se transmite entre generaciones, con fórmulas y técnicas que combinan ceras vegetales, minerales y animales.

Pero esta llama también enfrenta su propia sombra: la importación masiva de velas industriales, la pérdida de los saberes artesanales y el desinterés de los jóvenes por los oficios manuales.

«Hay menos aprendices cada año», lamenta Reynosa. «Y muchas de las recetas antiguas están desapareciendo. Detrás de cada veladora hay una historia que merece ser respetada».

Aun así, en talleres como el suyo, cada vela se hace con la paciencia del rito. «No hay prisa», dice. «La cera tiene su propio tiempo, como la memoria».

La flama que une generaciones

En el fondo, lo que define al Día de Muertos no son las flores ni el pan, sino la luz compartida.

Una vela encendida frente a una fotografía es un acto de amor sin palabras. Une generaciones, territorios, creencias. En Oaxaca, en Berlín o en cualquier rincón del mundo donde un mexicano recuerde, la flama significa lo mismo: alguien fue, alguien sigue siendo.

Quizás por eso, cada año, el Día de Muertos conmueve tanto fuera de México. Porque revela que la muerte, en su versión mexicana, no es un cierre, sino una conversación que continúa.

Entre el aroma del cempasúchil y el parpadeo de las velas, el país entero recuerda que la vida —como la llama— solo se apaga si se deja de alimentar.

Y así, mientras el mundo moderno corre hacia la inmediatez, México se detiene un instante para mirar el fuego. Para encender, una vez más, la memoria.

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