Este 6 de febrero se cumplen 20 años de que la Policía Federal Preventiva entró a Ciudad Universitaria. Cuatro excegeacheros entrevistados, que narran cómo vivieron personalmente esos días, en qué los cambió, qué les dejó y qué costo implicó. Cuál fue lo ganado, lo perdido y, sobre todo, lo transformado por lo que muchos llaman la última huelga romántica del siglo XX
Texto: Lydiette Carrión
Fotos: Cuartoscuro
En el 99, Guadalupe Lezama Limias era alumna de nuevo ingreso en el Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras. Tenía 19 años, era estudiante foránea.
“Yo no contaba con estar mucho tiempo en la universidad; no contaba con el recurso económico. No tenía apoyo por parte de mi familia. Yo me vine [a Ciudad de México] al tiempo que aguantara. Le apostaba a conseguir un trabajo y tratar de seguir estudiando. Pero iba a ser muy difícil. Mi proceso universitario. Era una incertidumbre”.
Ella apoyó la huelga “porque entendía la problemática que sugería las cuotas. Que mucha gente se iba a quedar sin la posibilidad de estudiar”. Cuando sale toda la información de las cuotas, “nosotros estábamos conscientes de que a nosotros [ya inscritos] no nos iba a afectar. Sin embargo, era una época en la que había mucha empatía”.
El papá de Joaquín Hernández es migrante de Hidalgo. El señor llegó a la Ciudad de México casi niño. Boleó zapatos, hizo diversos oficios, finalmente trabajó como policía hasta que se jubiló. Con sueldo de policía crió a tres hijos. Si la UNAM no fuera pública y gratuita, Joaquín no hubiera podido estudiar.
Antes de abril de 99, “yo no tenía experiencia en esto. Había participado quizá en un paro de 24 horas, no más. Tampoco tenía tanta formación política, así que, de primera instancia, hice caso a los que sabían: Alejandro Echevarría [quien después sería bautizado por los medios de comunicación como el Mosh], [Jaime] Martínez Valero, porque a ellos ya los había visto.
“Ellos hacían llamados a mítines, a la conciencia, a la lectura […] Pero conforme fuimos viendo diferentes actitudes, nos asumimos… no como independientes, pero sí desde nuestra propia trinchera. Era un movimiento nuevo, innovador, con mucha inteligencia, todos los chavos deseando participar…”
El inicio de la huelga fue “tranquilo” en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales; es decir, no hubo prácticamente oposición. Así lo recuerda Joaquín Hernández Villafuerte, quien entonces era estudiante. “La toma, en la Fac, fue muy tranquila. Pero me tocó ver la de Derecho, donde al director se le sacó prácticamente arrastrando…”.
Francisco Ramírez, en ese entonces estudiaba en Derecho. Él ya tenía una larga trayectoria de activismo estudiantil.
“Yo fui uno de los promotores. Nosotros veníamos trabajando políticamente desde el 95, con el equipo de Jaque (entonces liderado por Martí Batres). Y, debo recalcar: antes de nosotros no había ningún movimiento de oposición en Derecho… bueno, ya no hablemos de oposición, sino sólo democrático. En Derecho, eran priistas e institucionales. Construimos con una serie de compañeros y la huelga vino a ser, para nosotros, un resultado de muchos años. De estar exigiendo un cambio en la estructura de la universidad.
Si fue difícil en Derecho, las escuelas lejos de Ciudad Universitaria tuvieron aún más complicaciones. Una especialmente difícil fue el CCH Naucalpan.
Ivet Gómez es paramédica y veterinaria. Tenía 17 años cuando estalló la huelga. Estudiaba el último año del CCH, en Naucalpan.
“Mi cumpleaños 18 fue durante la huelga, otra compañera, Xochitl, que cumplía también en septiembre, recuerdo que dijimos: ‘¡Eh!, ¡Ya cumplimos 18! ¡Ya nos pueden detener’. Y sí. A ella la detuvieron en la embajada (el 11 de diciembre de 1999) y a mí me detuvieron en febrero”.
Mas, antes de las detenciones estuvo la Asamblea en el exilio.
“CCH Naucalpan siempre tuvo una tradición muy combativa. Pero en el 99 [los estudiantes organizados] ya eran únicamente cuadros de la juventud del PRD. Habíamos un bastión de compañeros que no teníamos idea de la vida política, pero que sabíamos que sin acceso a educación pública” las cosas cambiarían, para mal.
“Así que la asamblea del CCH Naucalpan se dividió, como en casi todas las escuelas, en lo que los medios bautizaron como “ultras” y “moderados”. Pero en Naucalpan, a diferencia de los demás planteles, fue el ala moderada el que expulsó a la ultra.
“Alfonso, un compañero, y yo fuimos expulsados de una asamblea por ultras. Habíamos ido a una asamblea a la FES Acatlán, y cuando regresamos y nuestras cosas estaban afuera [del plantel Naucalpan]. Al otro día, cuando se empieza a discutir por qué nos sacan de la asamblea, nos hacen mayoría y nos expulsan.
“De ahí, pues nos quedamos en Acatlán, tanto Poncho como yo. En Naucalpan expulsaron a todos los independientes. Y un sector se va a Acatlán, otros a CU, pero en el CGH éramos el grupo independiente de Naucalpan, y luego fuimos la asamblea en el exilio…”
La asamblea en el exilio del CCH Naucalpan estuvo fuera de su plantel durante seis meses.
Cada escuela tenía determinado número de votos en el Consejo General de Huelga. En cada escuela o facultad, se discutía cómo se usarían dichos votos. En otras palabras: las propuestas se subían desde las asambleas de cada plantel al Consejo General de Huelga, y de ahí, se volvía a bajar a los planteles. Eso ocasionaba, por un lado, una horizontalidad inédita, pero también alargaba los procesos por semanas.
En el caso de CCH Naucalpan, debido al conflicto interno, se dividieron los votos: unos para el ala moderada y otros para la Asamblea en el exilio. Para noviembre de 1999, el CGH decidió dar todos los votos correspondientes a la Asamblea en el exilio de Naucalpan.
La huelga de 1999-2000 duró casi 10 meses, la más larga de la historia. En los medios de comunicación dividían el movimiento en dos alas políticas: la moderada, conformada por corrientes herederas del movimiento de 1986-1987, cercanas al PRD, y la ultra: todas las demás corrientes, que no buscaban una negociación directa, y donde convivían grupos de estudiantes sin participación política previa, hasta grupos de corte radical.
Más allá de este escenario frente a los medios, la huelga tenía espacios y dinámicas internas que se convirtieron en un proceso de politización, tanto al interior como al exterior.
–¿Cómo te cambió la huelga?–, se le pregunta a Francisco Ramírez.
–Antes de la huelga yo tenía una visión más cercana a esto de los pactos, a los acuerdos políticos entre cúpulas, de la operatividad política, para que pudieran funcionar las cosas. Pero la huelga me enseña y me conecta con el movimiento zapatista. Me enseña a escuchar. No de servirte, sino de realmente aceptar lo que la gente quiere. Aunque a veces parezca complejo.
Una cosa que Francisco enfatiza fue la importancia del brigadeo. “Las brigadas eran algo cotidiano, eso fue decisivo, y por supuesto los medios nunca han hablado de eso”.
De forma cotidiana, los estudiantes formaban brigadas, tomaban un bote y se iban a los mercados, las plazas públicas, las estaciones del Metro. Incluso, a veces se iban de comisión a otros estados, otras universidades, y hablaban con la gente. Todos los estudiantes hicieron discursos improvisados, explicando de qué trataba la huelga, por qué era importante.
–La gente te chiflaba, y tú respondías con argumentos. Y cuando tú respondías, la gente no sólo se callaba sino te regalaba la comida–, recuerda Francisco.
Guadalupe Lezama coincide, y lo recuerda así:
“Fuimos testigos de la ternura del pueblo. Así como nosotros ayudábamos y éramos solidarios, no podíamos resistir sin la ternura del pueblo”.
En la Central de Abastos, por ejemplo, iban a brigadear. “La gente de los puestos te daba un huacal de aguacate, de jitomate. La huelga se sostuvo de la ternura y la solidaridad. Esos momentos te daban 10 meses de lucha: ¡casi un año de nuestra vida! La gente mantuvo la huelga: salía de los boteos, en los mercados. La gente era generosa y daba todo lo que podía.
Pero en 20 años, esa solidaridad mexicana no es la misma, se duele.
“Cada vez se apaga más, por esta crisis social que vivimos. Pero fue lo que nos dio fuerzas. Mira, en la manifestación frente a Televisa [en diciembre de 1999, la policía reprimió la manifestación y golpeó estudiantes], los que nos echamos a correr recuerdo a la gente abriendo sus puertas para que nos refugiáramos. Hoy en día, no sé si eso pasaría”.
Joaquín Hernández recuerda así el ingreso de la PFP el 6 de febrero de 2000, desde la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.
“La discusión aquellos días era que nadie se fuera por su lado, que estuviéramos unidos para que no nos desaparecieran. Que estuviéramos unidos, independientemente de que coincidieras [ideológicamente] o no con los otros.
“Y el otro acuerdo también fue resistir. Porque cuando Juan Ramón de la Fuente hizo su plebiscito, pues todos sabíamos que querían meter la fuerza pública. Sabíamos que iban a entrar.
“Lo sabíamos, pero tampoco íbamos a abandonar las instalaciones como señal de rendición.
Esa madrugada, la PFP tomó primero el Auditorio Che Guevara. De ahí, barrieron todas las facultades de Ciudad Universitaria. Por lejanía la FPCyS era de las últimas. Así que ahí los estudiantes no fueron tomados por sorpresa; y la mayoría salieron antes de que llegara la policía.
“Por la mañana, antes de que llegaran a la facultad, yo me salí y me fui al Metro Universidad. Ahí ya estaban los de la PFP. Ni me resistí, ni me golpearon ni me detuvieron. Pero hubo otros a los que agarraron dormidos”.
–¿Cambio tu vida?–, se le pregunta a Ivet Gómez.
–Muchísimo. En la cuestión personal, en la cuestión familiar y académica. Mi vida no volvió a ser la misma.
Ivet fue detenida durante el ingreso de la Policía Federal Preventiva el 6 de febrero de 2000. La policía la amenazó, como a otros, de desaparecerlos. Pasó un mes en el Reclusorio Norte. Cuando fue liberada, trató de reincorporarse a lo que quedaba del movimiento. Pero ya no pudo. Su proceso penal por delitos federales –robo, peligrosidad social, etcétera– tenía que ir al Reclusorio a firmar todos los lunes. Así que decidió alejarse por completo.
Durante un año “me desaparecí”. Dejó la escuela, los amigos, no habló con nadie de su familia. “Me alejé de todos. Me dediqué a ser paramédico”.
Estaba “negándome. No soy yo. Sí soy Ivet, pero no quiero saber nada de la UNAM. Quiero hacer algo, pero no hablo del asunto. Tengo muchas cosas que no recuerdo”.
Este impasse se prolongó por siete años. En ese tiempo “no hablo del proceso [de la huelga] con nadie, ni con mis papás. Siete años después “decido terminar el CCH y entrar a la universidad. Entré como una más. Era una estudiante, un poco grande de edad, que sólo iba a estudiar”. Incluso dejó de usar primer nombre: Ivet. Se presentaba con su segundo nombre.
Pasaron los años, y cuando estaba haciendo su servicio social, se enfrentaron a un problema en la clínica veterinaria de la FES Cuautitlán: las autoridades cortaron recursos para que los estudiantes hicieran sus prácticas profesionales. Discutían esto cuando otro estudiante dijo: “Pues ahí está Ivet y sus amigos porros nos pueden ayudar”.
“No me contuve. Le di un par de golpes. Le dije: –¡No son porros, son estudiantes!, y por ellos puedes estudiar”.
Ivet salió llorando a otra habitación. Sin embargo el director del centro veterinario la siguió. Una vez a solas, él le dijo:
“¿Tú crees que no sabemos quién eres? Es lógico que sabemos quién eres. Yo no te quería aquí, pero te he mantenido. Y no me arrepiento”.
El director le explicó que temía que no fuera productiva, que no fuera trabajadora. Pero sí lo fue. Pero no sólo por eso la había mantenido en el hospital. El director le dijo:
–Yo puedo ser el doctor que hoy soy, gracias a ustedes.
Fue entonces que Ivet se reconcilió consigo misma.
“Me reconozco a mí misma. Me reconozco a mí. Entro en una crisis muy severa… y pues terapia”.
–¿Y te arrepientes de haber participado?
–No. En ningún momento. De lo único que me arrepiento es de no haberme preparado un poquito más de cuestiones políticas.
Para Guadalupe Lezama, desde Filosofía y Letras, fue similar:
“Después del 6 de febrero nos fuimos a los plantones y luego al plantón en Rectoría. Luego estuve un tiempo en el Auditorio Che Guevara. Pero no pude volver a la normalidad. Con las autoridades amedrentando todo el tiempo, con la huelga rota y con los compañeros rotos. No había forma de organizarse. Todo era confusión”.
El irse fue la única solución.
Me fui de la UNAM. Di por terminado mi tiempo ahí.
Guadalupe ingresó a la Universidad Autónoma Metropolitana. “Ahí estudié Letras y sané mis heridas”, dice. No fue la única. Hubo un considerable grupo de cegeacheros que abandonaron la UNAM –o los expulsaron– que se refugieron en la UAM.
Guadalupe continúa:
“Apenas varios pueden hablar de lo que pasó hace 20 años. Entre que te dio muchas armas para entender lo que pasaba, así también fue un arrebato de la inocencia. Y eso conlleva a un trauma. Un: no volver atrás. Ya no hay tranquilidad después de eso. Varios compañeros pasaron varios procesos duros. Algunos desarrollaron enfermedades mentales. Hubo otros que no pudieron volver […] Y pues te vas enterando a la distancia y te va mermando un poco. La huelga no se termina. La post huelga ha sido muy amarga.
“Ya no cuentas con esa euforia y solidaridad que sentías [durante los meses del 99-2000]. Ahora es una lucha más pequeña y más trabajosa de llevar encima.”
Y es que, en lo que Guadalupe llama la post huelga, cada excegeachero buscó su proyecto de vida: unos participaron en Atenco, otros en Oaxaca. Otros más decidieron trabajar o seguir estudiando. La inmensa mayoría, con un compromiso social genuino.
“Se diversificó la lucha”, agrega Guadalupe. “Eso estuvo bien. Pero dejó ciertas lagunas de curación que, ahora creo, entre todos los compañeros pudimos habernos apoyado para eso que ahora podemos hablar, 20 años después y que todavía nos cuesta digerir: qué fue lo que sucedió.
“Entre que estoy orgullosa, es algo que no deja de doler. Quizá la represión, la estigmatización. Hay algo que no quedó bien. No fue en balde. Enfrentamos al Estado y detuvimos en aquel momento lo que se estaba preparando para la universidad.
Fue una batalla fuerte y sí quedaron algunas heridas.
Francisco Ramírez usa una expresión que resume el costo personal (a nivel económico, personal e incluso de salud física y mental para muchos) y social de la huelga:
“La huelga se inmoló”.
–Fue un movimiento martirológico, porque se inmoló, y también por sus propias contradicciones.
Pero ninguna otra autoridad, nunca más, hasta ahora, ha propuesto las cuotas. Y también Máximo Carbajal, Barnés, los duros de la derecha en la UNAM, fueron nulificados.
Esa inmolación acabó con el movimiento estudiantil, dejó la UNAM en crisis. Y gracias a esa crisis, la Universidad renació, se democratizó, aunque fuera sólo un poquito.
Para Francisco, el principal legado, además prevenir las cuotas en la UNAM fue, paradójicamente, una forma distinta de hacer política.
“Estábamos acostumbrados a un tipo de hacer política de las élites. Por eso la vertiente histórica [el ala moderada] jamás se acopló. Y aquí participó todo: banda, raza y también lumpen. Sí, lumpen. Y por eso a veces sí cometíamos tonterías o decíamos tonterías. Así son los procesos. Lo entendí una vez que viví en Francia [se casó allá, realizó dos maestrías y cursa doctorado allá]: en la Revolución Francesa, por primera vez los llamados sans-culottes [militantes de clases muy bajas] participaron. Hasta guillotina tenían.
–¿La huelga te cambió?
–Sí generó un cambio, pero tampoco fuera que radicalmente me cambiara la vida.
Al fin y al cabo yo ya vivía una cierta independencia. [Pero] me dio una visión visión más abarcadora de los movimientos sociales. Y me involucré en otros más. No de forma tan participativa, porque ya tenía otras responsabilidades.
Después de la huelga, Joaquín participó en programas de bibliotecas en Oaxaca, y en movimientos sociales en Guerrero. Todo ello a raíz de la huelga. También en el movimiento estudiantil conoció a su compañera de vida. Ahora es amo de casa –cuida de sus hijos– y tiene un proyecto de arbitraje de futbol americano, su otra pasión.
–¿Te arrepientes de haber participado?
–Negar la huelga sería negar todo mi ser. Si no me hubiera gustado nunca hubiera estado presente, y me da mucho gusto saber que todavía muchos se involucran en movimientos sociales.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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