La formación humanista jesuita y los rumbos del país

8 julio, 2022

En la comunidad jesuita hay dos grandes vertientes o proyectos que contrastan: por un lado, está la opción preferencial por los pobres (que llevó a crear la Teología de la Liberación), y por otro, la formación de las élites. 

@etiennista

Este es un texto muy personal. Me refiero aquí a una comunidad especial a la que aprecio mucho, y las reflexiones vertidas van de buena fe. Espero que sirva de algo o que al menos sea fiel al sentir de otras personas de esa comunidad, incluyendo aquellas con quienes he venido hablando el tema.

Aunque albergo la inquietud ya un cierto tiempo – específicamente desde que inició el proyecto obradorista que busca la transformación del país, la chispa fue la lamentable muerte violenta de los sacerdotes jesuitas César Joaquín Mora Salazar y Javier Campos Morales (el Padre Gallo), en el templo de Cerocahui en la Sierra Tarahumara hace un par de semanas. 

En primera instancia está lo horrendo del hecho y lo que significa que criminales puedan arrebatar así la vida a misioneros que dedicaron su vida a los más humildes y marginados (¿qué no harán con los rarámuris en la Sierra Tarahumara?). Pero lo que específicamente detonó esta reflexión, fue una frase expresada durante la homilía en el funeral de los hermanos jesuitas y del guía de turistas Pedro Palma, y que provocó el aplauso de los congregados: “Los abrazos ya no nos alcanzan para cubrir los balazos”.

Seguramente lo dicho recogía, además de indignación, mucho dolor. Pero también, y esta es una lectura personal, parecía apelaba al sentir de un cierto sector de la sociedad mexicana frente al momento que atraviesa el país. Los aplausos, así tan al unísono, me recordaron la hostilidad (también generalizada) que recibo personalmente por parte de otrora colegas –incluso de quienes consideraba amigos- que forman parte de la comunidad jesuita en Guadalajara. Dado que no recuerdo haber agredido a ninguno de ellos, no encuentro otro motivo que el hecho de simpatizar con este otro proyecto de país o guardarle al menos cierta esperanza.

Una parte importante de mi formación fue con los jesuitas. Primero en el Instituto de Ciencias, gracias a becas que generosamente brindaron a mis hermanos y a mí. Ahí pasé años muy formativos y maravillosos que además me dieron un inmenso regalo, el Club Alpino del Instituto de Ciencias (CAIC), del cual llegué a ser presidente, y que entre otras cosas me permitió conocer cada estado del país a muy temprana edad, así como innumerables montañas, cerros, cañadas y ríos. Al CAIC lo anima la mística alpina (conquistar, amigar, arriesgar y dar) que está íntimamente relacionada con la inspiración jesuita. Durante esos años pude conocer la riqueza natural de México, pero también ser testigo de su rápida degradación, así como de la pobreza en todos los rincones, incluyendo la Sierra Tarahumara, donde algunos experimentamos tal vez por primera vez el miedo al circular de noche sus caminos y carreteras (eran los años ochenta y lo hacíamos, sin pensarlo mucho, por todo el país). 

Posteriormente, y gracias a una beca de la institución y a un crédito, estudié en el ITESO. Como a algunos sucede a esa edad, yo estaba bastante confundido, y dediqué cuatro años a estudiar algo que en realidad tenía poco que ver con mis intereses: ingeniería industrial. Pero más allá de mis dudas (no sabía realmente qué quería), me conflictuaba lo poco que se hablaba del estado y rumbo del país. Reinaba el discurso de modernidad que nos llevaría a ‘ser como ellos’ (como decía Galeano). Pero estábamos frente a un proceso de cambio sumamente dramático que llevaría no sólo a perpetuar y agudizar la pobreza sino a hacer de México el país tan brutalmente desigual, injusto y violento que es. 

El salinismo empujaba con fuerza, opacidad y chanchullos el proyecto neoliberal. Trato de hacer memoria y no recuerdo un solo profesor que nos invitara a reflexionar sobre posibles implicaciones y riesgos del proyecto de país que arrancaba, pese a las evidencias que ya había en el mundo y las advertencias desde abajo. Hacia el final de mi paso por el ITESO la vida universitaria cambió, gracias a la irrupción del levantamiento zapatista que nos confrontó a todos con la realidad del país y llevó a los despiertos a cuestionarlo todo.

Una década después volví al ITESO, esta vez como docente, luego de formarme y trabajar -ahora sí- en lo que verdaderamente me interesaba. Impartí clases durante el calderonato, justo cuando inició el drama de violencia e inseguridad que nos acompaña hasta nuestros días. Existían círculos valiosos de reflexión (y acción) pero no era algo generalizado. La norma era, de hecho, el casi nulo cuestionamiento a cuestiones estructurales, muy conocidas al interior de la comunidad jesuita por su vocación intelectual y el acercamiento a quienes más las padecen: los pueblos indígenas y los sectores empobrecidos en el campo y la ciudad.

Pero como nos recuerda Bernardo Barranco, sociólogo del catolicismo contemporáneo, en la comunidad jesuita hay dos grandes vertientes o proyectos que contrastan: por un lado, está la opción preferencial por los pobres (que llevó a crear la Teología de la Liberación), y por otro, la formación de las élites. 

Existen tensiones entre estos dos proyectos y en algunos momentos éstas han sido aparentes, incluso dramáticas, como lo fue con el doloroso cierre del Instituto Patria en la Ciudad de México en los años setenta (del cual me habló mucho mi padre, que en paz descansa). La decisión se derivó, según entiendo, de un examen colectivo de conciencia de los Provinciales Jesuitas de América Latina con el Padre General Pedro Arrupe, manifestada en lo que se llamó la Carta de Río (1968). Dicha carta decía: “En toda nuestra acción, nuestra meta debe ser la liberación del hombre de cualquier forma de servidumbre que lo oprima: la falta de recursos mínimos y de alfabetización, el peso de las estructuras sociológicas que le quitan responsabilidad en la vida, la concepción materialista de la existencia. Deseamos que todos nuestros esfuerzos confluyan hacia la construcción de una sociedad, en la que el pueblo sea integrado con todos sus derechos de igualdad y libertad, no solamente políticos, sino también económicos, culturales y religiosos”.

En mi apreciación, al menos desde que tengo uso de razón no he presenciado un proyecto de país hecho gobierno que se asemeje más a la inspiración jesuita, que el actual, con todo y su imperfección y contradicciones. De ahí que lo que en el presente me sorprende es el desdén que escucho de muchos en estas instituciones educativas jesuitas. 

Llevo tiempo lejos de ese entorno y la comunidad jesuita no me es indiferente, de manera que antes de escribir estas líneas hablé con amigos cuyos hijos están en el Instituto de Ciencias, con colegas profesores, y con algunos estudiantes del ITESO, y sus relatos confirman algunas percepciones. Todos ellos, con cierta simpatía por este proyecto de país o al menos con interés y valoración hacia ciertos aspectos de éste, se sienten inframinoría en sus entornos de formación y aprendizaje. 

Un amigo docente me confesó lo que en los hechos es autocensura: “trato de evitar hablar sobre el momento político en México, sobre todo si se trata de expresar alguna opinión favorable hacia este gobierno”. María, una alumna de Relaciones Internacionales, me compartió cómo amistades le han hecho a un lado por mostrar su simpatía con López Obrador y su gobierno, incluyendo agresiones fuertes en redes sociales. Lo que ella anhela es ya salirse de ese entorno. Pepe, padre de dos hijos que salieron no hace mucho del Instituto de Ciencias, me compartió también su extrañeza. Uno de sus hijos a su vez compartió que cada vez hay menos estudiantes de origen no privilegiado. Habló de un compañero (que sabía que era becado) que abandonó el colegio al salir de la secundaria. Era hijo de albañil y le resultaba incómodo estudiar allí.  

Todo esto me lleva a preguntarme, ¿cómo puede darse una formación humanista en espacios tan poco diversos en cuanto orígenes y contextos? Para mis entrevistados, los espacios de reflexión en materias específicas como Formación Ignaciana en el colegio y las propias del ITESO, son marginales, y los estudiantes pueden perfectamente tratarlas como de relleno. “Es que el ITESO está dedicado a formar profesionales”, concluyó mi amigo profesor, lamentando que la universidad no sea lo que debería y podría ser: un espacio de formación de ciudadanos, politizados, y gracias a la inspiración jesuita, mejores seres humanos, capaces de construir comunidades armónicas para una mejor sociedad.

Ahora bien, no es que para ser ‘bueno’ haya que ser obradorista o verle forzosamente virtudes a este gobierno, pero de plano relacionarse tan poco o solo de manera tan antagónica con la opción elegida por la mayoría de la población que además la sigue respaldando -sobre todo desde los sectores más populares- me parece lamentable, y un desperdicio.

No es el caso, por supuesto, de toda la comunidad jesuita. Pienso, por ejemplo en el padre David Fernández, S.J., quien fue rector del mismo ITESO así como de la IBERO en la Ciudad de México y que decidió formar parte de la Comisión para el Acceso a la Verdad, el Esclarecimiento Histórico y el Impulso a la Justicia de las Violaciones Graves a los Derechos Humanos Cometidas de 1965 a 1990 (en corto, Comisión de la Verdad), convencido de la importancia de entender el pasado para desmontar las prácticas nocivas del Estado mexicano y poder así transformarlo para construir una cultura de derechos humanos. 

Como lo puso un amigo también integrante de la Comisión de la Verdad: “Me parece que muchos en la Compañía de Jesús no han sabido entender lo que significa la posibilidad que representa este gobierno y pierden así la oportunidad para trabajar juntos”. Lo mismo pienso yo, y sobre todo ante problemáticas tan complejas como la erradicación de la violencia, o los desafíos que suponen construir la paz, o la migración, por mencionar algunas áreas en las que la comunidad jesuita tiene tanto qué aportar. 

Me alienta el llamado del provincial Luis Gerardo Moro S. J. al involucramiento amplio de la sociedad pues, como lo pone, todos tenemos una responsabilidad en esta tragedia nacional. También saber que la Provincia mexicana de la Compañía de Jesús se encuentra en discernimiento no solo sobre acciones de exigencia de justicia (tan necesaria) por el asesinato de sus hermanos jesuitas, sino para impulsar las políticas de paz que México demanda.

Nota: estoy consciente de que me gané la enemistad de algunos miembros de la comunidad jesuita por oponerme abierta y activamente al cierre de la sede del Instituto de Ciencias en Guadalajara para trasladarse al suroeste de la ciudad, por las implicaciones sociales y ambientales de dicha mudanza. Pero yo solo guardo gratitud por todo lo que recibí de esta comunidad, no menos una vocación humanista y una semilla de conciencia social que considero muy bien sembrada.

Profesor de ecología política en University College London. Estudia la producción de la (in)justicia ambiental en América Latina. Cofundador y director de Albora: Geografía de la Esperanza en México.