Nunca en la Ciudad de México ha habido tantas muertes en un mes de enero como este enero de 2021. Nunca, tampoco, había tenido un duelo tan prolongado. Estas son postales de una ciudad duramente golpeada por la pandemia de covid-19, que aún se niega a rendirse
Texto: Arturo Contreras, Daliri Oropeza, Daniela Pastrana, Daniela Rea, Duilio Rodríguez, José Ignacio De Alba e Isabel Briseño
Fotos: Isabel Briseño, Duilio Rodríguez, Daniela Rea y Arturo Contreras
La Ciudad de los Palacios luce por estos días deshabitada, como esas ciudades de las que todos huyen cuando viene la guerra. Apenas comienza el 2021 y el bullicioso Centro Histórico ha quedado en silencio. De nuevo volvió a amurallarse, como en el lejano marzo y abril del 2020. En las noches, las calles se llenan de sombras. En los días, famélicos indigentes deambulan por calles despobladas.
Afuera del centro, la gran capital es un como un animal herido y cansado. Huele a miedo. En las colonias de clase media, la gente recibe su comida con pinzas y hace sus pagos por debajo de la puerta. En los barrios populares, familias viven horas de angustia afuera de los hospitales, juntando ahorros para poder pagar el tanque de oxígeno o el servicio funerario, que en este inicio de año se han volado los precios.
Las redes sociales acumulan esquelas y condolencias. ¿Qué vamos a hacer con este duelo colectivo?, pregunta alguien. Pero no hay respuesta. Ni siquiera sabemos quiénes van a sobrevivir a este enero negro, que todos queremos olvidar.
Las fiestas navideñas y el hartazgo del encierro nos pasan la factura: En un sólo mes, enero, la ciudad suma 10 mil muertes más a las 20 mil que acumuló en 10 meses de 2020. Los hospitales tienen cuatro semanas a tope, con una sobreocupación de más de 90 por ciento.
Lo sabemos, aún antes de que nos den las cifras oficiales, por el incontenible ulular de las ambulancias. En los primeros días del año, ese es el sonido más constante de la ciudad. El síntoma más evidente de que está enferma. Con los días, poco a poco vuelven a escucharse los carros y los tamales oaxaqueños y los bisquetes calientitos. A finales de mes, el sonido de las torretas nos avisa que, por fin, comienza a bajar la emergencia.
Estas son postales desde una ciudad herida, en uno de los momentos más duros de la pandemia de covid-19.
Madre e hija regresan de trotar en el perímetro del Monumento a la Revolución. Comenzaron una rutina para mantenerse saludables durante la pandemia, pues trabajan todo el día en casa. Los vendedores de antojitos en la planta baja del edificio les señalan con sus manos a tres personas que están frente al portón de la entrada con gestos ansiosos. Son la mamá, hermana y hermano, de un hombre de 46 años que vive en el primer piso. “Venimos con Felipe”, dicen, y piden entrar al A-10.
En realidad, van al A-20, pero da igual. El edificio solo tiene 4 pisos, con dos departamentos por cada uno. Es un edificio de los años 40 en una colonia modesta, marcada por ser portadora de la estación que recibía el primer Ferrocarril en México a finales del siglo XIX: Buenavista.
La familia toca la puerta desesperadamente: “Felipe ya llegamos. ¡Ábrenos! ¡Ya vinimos, somos nosotros, hermano!”
Madre e hija siguen su camino hasta su departamento, el A-70. “La última vez que lo vi fue antes del día 31, que salimos de la ciudad para pasar el año nuevo con los compadres en el rancho”, dice la madre a la hija. Después de comer, sale a comprar verduras y ve la puerta del departamento abierta.
—Disculpe, ¿qué está sucediendo? — pregunta, desde el marco.
—Felipe falleció por covid. No hay espacio en ninguna funeraria, en la más pronta nos dieron espacio en tres días.
Mientras sube corriendo las escaleras, la madre piensa en el muchacho joven, siempre amable, que le ayudó a renovar los tinacos. Lo reconocían por su sonrisa, por su activismo con la comunidad LGBTI y su militancia en el partido que ahora gobierna el país.
“No era la primera vez que vivía en el edificio, antes rentó en el A-50, ¿Te acuerdas? ¿Qué pudimos haber hecho diferente para que no muriera solo? Como vecinos, porque vivimos en el edificio pero no nos enteramos de los otros porque estamos encerrados, cuidándonos de no contagiarnos”, dice a la hija.
Piensan que tal vez Felipe avisó muy tarde que se sentía mal. Un día antes del año nuevo publicó en redes sociales que salió positivo. Es lunes 11 de enero, lo que significa que llevaba más llevaba 10 días con el virus. La madre recuerda que antes del año nuevo, le ayudó con su bote de basura. Sigue hablando del individualismo y el miedo. De pronto, cae en cuenta de que el cuerpo permanecería en el A-20 durante tres días. ¿Lo pusieron en formol? ¿Nos podremos contagiar? ¿Será peligroso pasar? Entonces, la preocupación cambia: busca un spray que ella misma hizo con alcohol y sale apurada a desinfectar los cuatro pisos de escaleras.
La calle de 5 de Mayo está abierta a la circulación vehicular, pero la afluencia de personas aún es escasa. La gente que circula por aquí ni de broma se asemeja a como era hace un año, cuando no había pandemia y estaban llenos los comercios. Son los últimos días de enero. Apenas comienza a recuperarse un poco la afluencia de los restaurantes y cafeterías del centro, pero son pocos los clientes que piden comida para llevar o comen directamente sobre la banqueta hasta las 6 de la tarde, hora en la que tienen permitido vender.
Como en otros lugares, los meseros de la tradicional cafetería La Popular están en la puerta del lugar en espera de atender al reducido número de comensales que se acercan. Adentro solo hay desolación. Habitualmente, este conocido restaurante abría las 24 horas y en las noches y madrugadas vendía pan, café, chocolate y comida tradicional.
Para José Luis Eng, propietario del lugar, diciembre y enero han sido los meses más difíciles desde que iniciaron las restricciones sanitarias por la pandemia.
“En noviembre ya estábamos viendo la luz y vino este madrazo que fue cuando anunciaron el cierre de los restaurantes. Diciembre y enero son los meses más fuertes y no obtuvimos casi nada. Vendí mi camioneta, uno de mis hijos también, yo empeñé las joyas que regalé a mi esposa cuando cumplimos 30 años y tengo deudas con los bancos, todo para pagar renta y sueldos”, lamenta.
Los 110 trabajadores de este restaurante se alternan por semana en grupos de 25 personas. Una semana trabajan 25 y a la siguiente otros. La mayor garantía laboral que tienen hasta ahora es que el señor Eng no los ha dado de baja del seguro social. Una de las meseras del lugar cuenta que, a veces, solo obtiene 2 mil pesos a la quincena. Pero que aguanta porque comprende el esfuerzo de sus otros compañeros que siguen resistiendo al igual que ella para que no cierre el restaurante.
Siento que vivo en dos realidades. Sin ánimos de juicio, creo que he sido testigo y he formado parte de una doble vida.
He trabajado todo el mes en esta metrópoli buscando historias de la pandemia. Historias que hablan del agotamiento, la tristeza y la falta de empatía hacía el personal médico, o la angustia de personas que permanecen horas y días enteros afuera de algún hospital, esperando un milagro que salve a su familiar intubado. También he escuchado los relatos de personas que, llorando afuera de la funeraria, narran la travesía para hallar un crematorio o cementerio. En este enero negro, el virus se ha llevado a gente de todas las edades y mientras unos lamentan, entierran, incineran, despiden o incluso reclaman por el fallecimiento de un ser amado, los fines de semana la Alameda de la Ciudad de México y el Centro Histórico lucen llenos.
Pienso en las personas que, por placer, gusto, necesidad o simplemente porque les dio la gana visitaron a alguien. Pero también pienso en personas que, como mi padre, decidieron permanecer en aislamiento total porque su actual situación así se lo permite.
Son dos extremos: El terror, el pánico y el asombro de quienes, desde sus hogares, miran a los que salen a trabajar diariamente, como los comerciantes de la Nueva Viga que en abril de 2020 pedían con angustia que no les cerraran el mercado para seguir trabajando. O de los miles de usuarios del Metro que abarrotan los camiones con tal de seguir trabajando para llevar el gasto, cumplir con la renta o sacar la mensualidad del internet que se volvió un servicio de primera necesidad para “estudiar”.
Tepito, que nunca ha cerrado sus chelerias. Los restauranteros que se adueñaron de la vía pública para no morir. Gente haciendo negocios jugosos y fraudes con el oxígeno. Personas muy bien protegidas, hasta con traje blanco, lentes transparentes, careta, guantes, gel antibacterial, alcohol en atomizador, doble cubrebocas. Otras con el cubrebocas roto, desgastado, sucio o mal colocado. Diversión que se oferta a puerta cerrada. Paramédicos que peregrinan por las calles de la ciudad buscando un hospital con espacio. Indigentes que no pueden aislarse porque así han vivido desde antes de la pandemia.
Son las imágenes de una ciudad en “Semáforo Rojo”, dónde se puede hacer prácticamente de todo. Y aunque casi nada tiene mucho sentido, nos gusta creer que lo tiene.
De repente la calle se llenó de repartidores, el único empleo posible para quien busca trabajo en medio de la pandemia. Es sencillo, quien puede pagar recibe en la seguridad de su casa una pizza o un consolador. Quien no puede pagar por el servicio a domicilio debe exponerse al virus para sacar lo del día.
Afuera de centros comerciales se forman grupos de repartidores, esperan en la banqueta, en algunos casos con todo e hijos, a que a alguien en aislamiento perfecto le de hambre o tenga ganas de un antojo. El celular suena, indica el pedido y el repartidor sale a hacer su trabajo; en moto, en bici, caminando.
“Aquí todos le tenemos miedo al virus, pero la diferencia es que hay quienes nos tenemos que quitar el miedo si no, no comemos” dice Juan, mientras fuma y espera con su hija y su esposa frente al edificio del WTC.
Aunque se ve preocupado, su familia y otros repartidores no parecen estar demasiado atribulados por la segunda ola de la pandemia. El virus, aquí, no es el problema más grave.
La niña de 4 años y su madre juegan en la banqueta con una pelota, mientras Juan hace entregas en una moto destartalada. Como él, decenas esperan en los alrededores de la zona de restaurantes para atender los pedidos de las aplicaciones, como Uber o Rappid.
De no ser por el barullo de las motos y de las pláticas de los repartidores, estas calles de la colonia Nápoles estarían muertas. Algunos esperan en este sitio de las 8 de la mañana hasta las 10 de la noche.
—¿Cómo te trata la gente cuando haces las entregas?
—En general la gente no quiere tener contacto, hay quienes me piden que deje la comida afuera de su casa por miedo a que los vaya a contagiar […] Pero más se van a enfermar por las cochinadas que piden. Eso no se dan cuenta.
La industria de servicios por aplicaciones tiene la comodidad de no mostrarnos los desaires de la realidad. Qué necesidad de salir a la calle cuando hay gente que lo puede hacer por ti.
Los camiones sobre Calzada de Tlalpan pasan sin cesar. Cada cinco minutos, a lo más, llega un camión que va a ir todo derecho, unos hasta la salida a Cuernavaca, otros nada más a Taxqueña. Las paradas obligadas son las estaciones de Metro, ahora fuera de servicio, aunque también hacen unas menos convencionales según la petición del usuario.
Los camiones pasan repletos, sin importar tamaño o modelo. Hay de los morados, los de la ruta; también otros de los que corren por Periférico, que por la emergencia van de Taxqueña a Cuatro Caminos; hay unos azules con blanco, que daban servicio a los estudiantes del Tec de Monterrey, muy cómodos por dentro; y los más llamativos, los carros de Metrobús, rojos, articulados e imponentes. Intentan suplir la demanda del Metro que, como si nos faltaran tragedias, suspendió la mitad de sus líneas la madrugada del 9 de enero, después de que se incendió la subestación de la central de controles.
Aunque la capacidad hospitalaria de la ciudad está a tope, aquí los tumultos ya no espantan a nadie. O más bien, la necesidad supera el miedo. “Al inicio fue un caos. Ya no tanto, pero sí urge el Metro”, dice un pasajero que, como muchos trabajadores, extraña la sensación de normalidad que da la existencia del subterráneo.
En estos días, los camiones no necesitan entrar a la estación del Metro Taxqueña para completar el recorrido, así que el paradero está muerto. Por aquí solo pasan unas decenas de los 9 mil camiones que solían haber antes de la pandemia y del incendio. Lo mismo con los peatones. Algunos, perdidos, recorren el paradero fantasma como sombras en pena.
Entre las tinieblas, destaca un puestito de láminas donde un taquero vivaracho atiende con toda su familia. ‘El Borrego’ Sánchez lleva vendiendo tacos aquí desde que se inauguró la estación en 1970. Tiene los ojos saltones, el cuello ancho rodeado por una cadena de oro de la que pende la Santa Muerte y una sonrisa amplia
“¿Qué le digo joven? Pues es que si no venimos, no sale para los frijoles. Lo bueno es que todavía sale”.
En su familia, jura, nadie ha tenido covid, pero parece más un cuento para no espantar a los clientes. “Es que la mayoría tomamos cerveza diario. Cada quien se toma de a dos caguamas, en toda la familia, pero ¿sabe por qué? Porque nos preocupamos por la población, así cada palabra que decimos, la sanitizamos”, dice el Borrego y los tres comensales presentes ríen.
“Qué tal estuvieron los taquitos de coronavirus ¿A poco no están buenos? Por eso a mis clientes les digo: ¡pásele a la prueba del covid! Cuando no valoren su vida, aquí los esperamos de nuevo”.
Cada noche al salir del trabajo pedaleo hasta la casa. Es la media noche y para entonces la ciudad está casi en silencio. Se escucha el eco de las ambulancias que circulan a lo lejos, y se escucha el eco de las fiestas que salen desde el balcón de alguna casa. El silencio que ha habitado algunas partes de la ciudad durante este año de pandemia, sobre todo estos últimos meses en que los picos de contagio, de muerte, de hospitales saturados, llegaron a sus niveles más altos, es distinto al silencio de otros momentos críticos de la ciudad, por ejemplo, el del sismo de 2017.
Todavía recuerdo el silencio de la noche del 19 de septiembre del 2017: la ciudad se escuchaba como si fuera un gran animal herido, con respiraciones profundas y trabajosas. Y al día siguiente el silencio que respondía al puño en alto era un silencio esperanzado, un silencio atento a cualquier signo de vida.
Ahora es distinto. La ciudad está en silencio, pero es un silencio de luto, sin esperanza. Ese silencio me acompaña desde que agarro la bicicleta al salir del trabajo, hasta que llego a casa. Y ese silencio entra en la casa. Desde que inició el confinamiento el departamento está vacío. Mi familia se fue a otra ciudad para hacerlo más soportable para los niños, para que no tuvieran que pasar el día encerrados en cuatro paredes. Nos escribimos cartas, nos mandamos videos, nos hacemos obras de teatro a distancia, pero a veces me da miedo que se olviden de mí.
No he tocado a nadie en meses. No hay nadie a quien abrazar cuando me despierto las madrugadas por la ansiedad de haberme contagiado, por el miedo de que un día no podré respirar y no habrá nadie a mi lado para ayudarme.
Tengo 40 años viviendo en esta ciudad. Esta ciudad que es muchas ciudades simultáneamente.
La calle donde vivo, por ejemplo, vivo se está apagando: cerraron tres cafés y locales de comida; se vaciaron dos edificios de oficinistas; el señor de los jugos está más solitario que nunca; la chica de los tamales volvió aferrada a algo, al impulso de la sobrevivencia, supongo; los viene-viene se convirtieron en bicimensajeros y aunque hay trabajo y hay necesidad de trabajar, el cuerpo ya no les da para seguir pedaleando a las 3 de la madrugada, de una farmacia al super al restaurante a la casa de alguien al restaurante a la farmacia en un eterno loop.
Intuyo por las noticias que esa misma ciudad no es la misma en otras partes: si aquí hay silencio en la zona de hospitales está el constante sonido de la emergencia: las ambulancias, los gritos de auxilio, el tráfico.
Silencio y ruido son sentidos opuestos pero en este momento, en esta ciudad, nos advierten de lo mismo: estamos de luto. Tenemos miedo. No imagino cómo será cuando volvamos a salir a la calle.
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